HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

Santa Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., viernes santo 25 de marzo de 2016.
Año de la Misericordia – Año de la Programación y Evaluación del PDP
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Queridos hermanos y hermanas:

      1. Fija la mirada en la Cruz gloriosa de Cristo, motivados por la dramaticidad de la liturgia de esta tarde, yo quisiera invitarles para que de manera reverente, cada uno de frente a la Cruz nos hiciéramos las siguientes preguntas: ¿Qué me dice hoy a mí este signo? ¿tiene alguna trascendería en mi persona? Como cristiano ¿me siento identificado con ella o más bien me he acostumbrado a verla sin experimentar su valor y su significado en mi propia vida?

(Guardamos un breve momento de silencio)

      1. La respuesta a estas preguntas, indudablemente que son respuestas que quedarán en el corazón y en la memoria de cada uno, sin embargo será en la cotidianeidad de la vida donde cada uno estaremos llamados a dar razón de ellas, pues no se puede ser auténticamente cristiano sin antes haber asumido un compromiso serio ante la propuesta que Dios nos ofrece. ¿Acaso se puede ser indiferente ante la fuerza de un amor tan grande? Ciertamente que no.
      1. Han pasado ya más de dos mil años desde aquella tarde en la cual el Señor Jesús, de manera voluntaria, quiso subir al madero de la cruz para llevar acabo la obra de la redención y hoy, cuando el mundo convulsiona por tantas situaciones sociales: guerras, crisis humanitarias, atentados terroristas, cambio climático, corrupción, racismo, pobreza, desempleo, delincuencia organizada, familias destruidas por la drogas y los vicios, nuevamente volvemos a escuchar en la palabra de Dios, que la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada.

Contemplando al Crucificado con los ojos de la fe, podemos comprender en profundidad qué es el pecado, cuán trágica es su gravedad y, al mismo tiempo, cuán inconmensurable es la fuerza del perdón y de la misericordia del Señor.  Ante el crucificado  empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. Este Dios crucificado no permite una fe frívola y egoísta en un Dios al servicio de nuestros caprichos y pretensiones.

      1. Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias deben afrontar el dolor, la tribulación, la cruz aparece como al respuesta de Dios; allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?… en todo esto vencemos gracias a Aquel que nos ha amado” (Rm 8,35.37).
      1. La locura de la cruz, es saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios y de misericordia para con el prójimo; la de saber transformar también unos seres que se ven combatidos y heridos en su fe y su identidad, en vasos de arcilla dispuestos para ser colmados por la abundancia de los dones divinos, más preciosos que el oro (cf. 2 Co 4,7-18). No se trata de un lenguaje puramente alegórico, sino de un llamamiento urgente a llevar a cabo actos concretos que configuren cada vez más con Cristo, unos actos que ayuden a transformar y hacer más llevadera la historia herida y sobajada muchas veces por intereses de unos cuentos.
      1. Dentro de poco estaremos invitados a venerar y adorar la cruz, no adoramos el objeto, adoramos el misterio tan profundo que la envuelve. Hagámoslo conscientes que: exaltar la cruz, en la perspectiva de la resurrección, es desear vivir y manifestar la totalidad del amor. Es hacer un acto de amor. Exaltar la cruz lleva a comprometerse a ser heraldos de la comunión fraterna y eclesial, fuente del verdadero testimonio cristiano. Es hacer un acto de esperanza. Es hacer un acto de fe. Para un cristiano, exaltar la cruz quiere decir entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre.
      1. “Mantengamos firme la confesión de fe” (Heb 4, 14). Dejemos que la cruz gloriosa de Cristo nos abrace y nos introduzca en el misterio del amor misericordioso de Dios Padre que nos amó hasta el extremo. No tengamos miedo a ser abrazados por al misericordia de Dios que lo único que busca es llenarnos de besos, devolvernos la dignidad perdida como fruto del pecado y sentarnos a su mesa. Dios se alegra y hace fiesta cuando nos dejamos abrazar por su misericordia. Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre. Amén.

 

+ Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro