HOMILÍA EN LA SANTA MISA DOMINGO DE PENTECOSTÉS.

Santa Iglesia Catedral, Col. Centro, Ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., a 09 de junio de 2019.

Año Jubilar Mariano

Muy estimados sacerdotes,

Queridos diáconos,

Estimados miembros de los diferentes movimientos ya asociaciones laicales aquí presentes

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

  1. Hoy la Iglesia cierra solemnemente las Fiestas Pascuales, y lo hace recordando con alegría el gran Don que Nuestro Señor Jesucristo nos alcanzó con su Muerte y Resurrección, el Don del Espíritu Santo. Los cristianos somos participes de este Don, realmente el Espíritu de Dios habita en nosotros. San Lucas pone en el segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» (Hch2, 1). Son palabras que se refieren al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cfr. Hch 1, 12-14). Es una descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a «María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo. Así también nosotros debemos sentirnos parte de una nueva familia donde todos somos hermanos, donde hay lugar para todos. Nosotros somos la familia de Dios. En una familia se acoge, se respeta, se ayuda. Hoy, en medio de una sociedad caracterizada por el consumismo egoísta, urge hacer presente esta nueva forma de vida cristiana, todos somos hermanos; pero para que esto sea posible se necesita la fuerza de lo alto: el Espíritu de Dios.

  1. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la Resurrección, en Pentecostés, «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (…) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del «Don de Dios» obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.

  1. Dios quiere seguir dando este «fuego» a toda generación humana, la Escritura nos dice cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo. «Estaban todos reunidos en un mismo lugar». Este «lugar» más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.

  1. Esto, urge en nosotros. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos «ajetreada» en actividades y más dedicada a la oración. En medio de este mundo acelerado, busquemos momentos para la intimidad con Dios. Como bien nos lo ha señalado el Papa Francisco «Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía». (Evangelii Gaudium, 262).

  1. Los aquí presentes hemos, recibido el don del Espíritu Santo en el Bautismo y con más plenitud en la Confirmación, lo que significa que Dios nos ha santificado con su Espíritu. El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. «Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor» (Evangelii Gaudium, 265).

  1. Me alegra que esta mañana estén aquí estos dos jóvenes diáconos: Víctor Efraín y Miguel Antonio, quienes ante la proximidad de recibir la ordenación sacerdotal el próximo viernes, en la Basílica de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, han hecho su profesión de fe y su promesa de fidelidad. Pues, sin duda que su respuesta unida a su profesión de fe y su juramento de fidelidad, garantizan de manera solemne, el ser y la misión sacerdotal, sin embargo, sin la fuerza y la gracia del Espíritu Santo prometido, ambas realidades e incluso el mismo ministerio sacerdotal, se ven mutilados de algo fundamental., es decir, ser signo y presencia del Espíritu que santifica y salva. Es por eso queridos diáconos, que les exhorto para que siempre sean dóciles al Espíritu Santo, con Él podrán ser “Evangelizadores con Espíritu”, por el contrario, la misión y la tarea que han de desempeñar, se verá lejos de llegar a ser lo que el proyecto que Dios ha querido para su pueblo, para su Iglesia. Déjense guiar por el Espíritu de Dios para que sean realmente ministros de Dios.

  1. Los Movimientos y Asociaciones aquí presentes, de la misma manera han de ser conscientes que si no es el Espíritu Santo, lo que les mueve a vivir,  actuar y  trabajar, cualquier cosa, tarea, actividad o misión se verá lejos del proyecto, inspirado por Dios a los fundadores se sus Movimientos. Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son portadores de un precioso potencial evangelizador, del que la Iglesia tiene urgente necesidad, hoy. Ustedes representan una riqueza aún no conocida ni valorizada plenamente. San Juan Pablo II decía: «En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de muchos es puesta a dura prueba y no pocas veces sofocada y apagada. Se siente, entonces, con urgencia, la necesidad de un anuncio fuerte y de na sólida y profunda formación cristiana. ¡Cuánta necesidad existe hoy de personalidades cristianas maduras, conscientes de su identidad bautismal, de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo! ¡Cuánta necesidad de comunidades cristianas vivas!». Dejen que sea el fuego del Espíritu lo que els ilumine y mueva a trabajar.

  1. Dejemos que el Señor derrame su Espíritu en nuestro corazón, en nuestro ministerio y en nuestro trabajo apostólico, de tal manera que “dejándonos guiar por el Espíritu de Dios, seamos realmente hijos de Dios”.

  1. Pidámosle a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, que interceda por nosotros; que desde ahora interceda por estos jóvenes futuros sacerdotes y que interceda por cada uno de los movimientos y asociaciones aquí presentes y presentes en nuestra Iglesia diocesana. Amén.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

IX Obispo de Querétaro