Homilía en la Misa Exequial del Pbro. Mons. Salvador Espinosa Medina

Seminario Conciliar de Ntra. Sra. de Guadalupe, Santiago de Querétaro, Qro., 22 de marzo de 2012

Señor arzobispo:
Venerados hermanos en el episcopado:
Estimados hermanos presbíteros y diáconos:
Miembros de la Vida Consagrada:
Familiares y amigos, queridos fieles todos:

Al inicio de esta celebración eucarística hemos encendido el cirio pascual “Símbolo de Cristo glorioso y resucitado”, que nos permite ver el marco en el que celebramos hoy las exequias de nuestro querido y venerado hermano Mons. Salvador Espinosa Medina, quien, a la edad de 84 años, terminó su larga y fecunda peregrinación terrena experimentando el amor de Dios mediante una vida de fe y de esperanza al servicio del Reino. Nos alegra el pensar que pertenece al grupo de aquellos que entregaron sin reservas su vida por el reino de Dios, y por esto confiamos en que ahora su nombre esté inscrito en el «libro de la vida».

En este contexto hemos escuchado la Palabra de Dios que nos revela cómo es que «Las almas de los justos están en las manos de Dios» (Sb 3, 1). La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, habla de justos perseguidos, llevados injustamente a la muerte. Aunque su muerte —subraya el autor sagrado— se produzca en circunstancias humillantes y dolorosas, que parecen una desgracia, en verdad para quienes tienen fe no es así: «están en paz» y, aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigos, «su esperanza está llena de inmortalidad»(vv.3-4). Separarse de los seres queridos es doloroso; el hecho de la muerte es un enigma cargado de inquietud, pero para los creyentes, como quiera que suceda, siempre está iluminado por la «esperanza de la inmortalidad». La fe nos sostiene en esos momentos humanamente llenos de tristeza y de desconsuelo: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma —recuerda la liturgia—; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Prefacio de difuntos). Queridos hermanos y hermanas, sabemos bien y lo experimentamos en nuestro camino, que en esta vida no faltan dificultades y problemas, pasamos por situaciones de sufrimiento y de dolor, por momentos difíciles de comprender y aceptar. Pero todo adquiere valor y significado si lo consideramos desde la perspectiva de la eternidad. Las pruebas, si las acogemos con paciencia perseverante y las ofrecemos por el reino de Dios, redundan en beneficio espiritual ya en esta vida y sobre todo en la futura, en el cielo. En este mundo estamos de paso y somos probados como el oro en el crisol, afirma la Sagrada Escritura (cf. Sb 3, 6). Asociados misteriosamente a la pasión de Cristo, podemos hacer de nuestra existencia una ofrenda agradable a Dios, un sacrificio voluntario de amor. En este corto tiempo, pero muy fecundo, puede constatar en la relación tan estrecha con Mons. Salvador, que la vida de consagración no tiene otro objetivo sino la de ser ofrecido como oblación pura y perfecta. Su vida ha sido sin dada un ejemplo de fidelidad, de fe y de amor a la Iglesia, buscando siempre estar vinculado en la obediencia y en el respeto por la autoridad a Dios, al Obispo y a la disciplina de la Iglesia. Hombre prudente y fiel a quien el Señor le confió no solo el don del sacerdocio, un don que ejerció en diversas comunidades
El día 19 de diciembre de 1954 fue nombrado párroco en la Parroquia de San Sebastián en Bernal. Fue Vicario Cooperador en las Parroquias de San Francisco de Asís en Colón y San Juan del Río, Vicario Parroquial de la Divina Pastora en San Francisquito.

El día 19 de diciembre de 1958 fue nombrado Prefecto de Disciplina del Seminario Menor. En 1960 fundó el Preseminario, en 1962 es nombrado Asistente Diocesano de las Señoritas de Acción Católica, JCFM. En 1962 fue nombrado Tesorero del Oficio Catequístico Diocesano. En 1963 fundó junto con la Madre Juanita Rizo, Catequista de Jesús Crucificado, la Escuela Catequística Diocesana.

En 1967 comenzó la licenciatura en Psicología y se tituló en 1975. Fue nombrado Asistente Nacional de las Señoritas de la Acción Católica, JCFM, en 1971. Fue profesor de medio tiempo y director del Departamento Psicopedagógico del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey Campus Querétaro y director del Departamento de Orientación Psicopedagógica del mismo Instituto. En 1980, fue nombrado párroco en Santa María Madre de la Iglesia de San Pablo. En julio de 1985 fue a trabajar al Movimiento por un Mundo Mejor para preparar el 500 aniversario de la llegada de la Fe a Latinoamérica.

En 1987 es nombrado Párroco de la parroquia Santa María de la Asunción en Tequisquiapan. El 20 de noviembre de 1992 fue nombrado Vicario General de la Diócesis de Querétaro, por el Excmo. Sr. Obispo Don Mario de Gasperín Gasperín. El 19 de febrero de 1993 es nombrado por Juan Pablo II Protonotario Apostólico Supernumerario con el título de Monseñor. El 20 de enero de 2011 es nombrado Párroco en la Parroquia de la Inmaculada Concepción de María en Álamos. El 16 de julio de 2011 lo ratificó en su cargo de Vicario General de la Diócesis de Querétaro.

Lo encomendamos ahora a la paternal bondad de Dios, que transfigurará su cuerpo en el cuerpo glorioso de Cristo. Al tributar al querido Monseñor Espinosa la última despedida, damos gracias al Señor por el bien que realizó y, al mismo tiempo, invocamos para él la misericordia divina.

El salmo responsorial y la segunda lectura, tomada de la primera carta de san Pedro, se hacen eco de las palabras del libro de la Sabiduría. Por un lado, el Salmo 122, retomando el canto de los peregrinos que van a la ciudad santa y después de un largo camino llegan llenos de alegría a sus umbrales, nos proyecta en el clima de fiesta del Paraíso; por otro, san Pedro nos exhorta a mantener viva en el corazón, durante nuestra peregrinación en esta tierra, la perspectiva de la esperanza, de una «esperanza viva» (1, 3). Frente a la inevitable caducidad de la escena de este mundo —observa— se nos hace la promesa de «una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible» (1, 4), porque Dios nos ha regenerado, en su gran misericordia, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1, 3). Por este motivo debemos estar «rebosantes de alegría», aunque por algún tiempo debamos sufrir la nostalgia de la pérdida humana. Porque si perseveramos en el bien, nuestra fe, purificada por muchas pruebas, resplandecerá un día en todo su esplendor y redundará en nuestra alabanza, gloria y honor cuando Jesús se manifieste en su gloria. Esta es la razón de nuestra esperanza, que ya nos colma «de alegría inefable y gloriosa», mientras estamos en camino hacia la meta de nuestra fe: la salvación de las almas (cf. vv. 6-8).

La gracia divina derramada con abundancia sobre nosotros a través de la sangre redentora de Cristo crucificado, nos lava de las culpas, nos libera de la muerte y nos abre la puerta de la vida eterna. El Apóstol san Pablo dirá dirigiéndose a los efesios con fuerza: «Por gracia han sido salvados» (Ef 2, 5), por un don del amor sobreabundante del Padre que sacrificó a su Hijo. En Cristo el hombre encuentra el camino de la salvación, y también la historia humana recibe su punto de referencia y su significado profundo. En este horizonte de esperanza, pensamos hoy en Monseñor: se ha dormido en el Señor al término de una laboriosa existencia, en la cual profesó incesantemente la fe en este misterio de amor, proclamando a todos con la palabra y con la vida: «Por gracia ha sido salvado» (cf. Ef 2, 5).

Esta experiencia nos debe confirmar y fortalecer en la certeza de la oración sacerdotal que Jesús antes de padecer oró al Padre diciendo: «Padre, quiero que los que tú me has dado estén también conmigo donde yo esté» (Jn 17, 24). Esta ardiente voluntad salvífica de Cristo ilumina la vida después de la muerte: Jesús quiere que los que el Padre le ha dado estén con él y contemplen su gloria. Por tanto, hay un destino de felicidad, de unión plena con Dios, que sigue a la fidelidad con la hemos quedado unidos a Jesucristo en nuestro camino terreno. Será entrar en la comunión de los santos donde reinan la paz y la alegría de participar juntos en la gloria de Cristo.

La luminosa verdad de fe de la vida eterna nos conforta hoy que damos la última despedida a un hermano Mons. Salvador, quien como uno de los discípulos fieles que el Padre dio a Cristo «para que estén con él»; estuvo «con Jesús» durante su larga existencia, conoció su nombre (cf. v. 26), lo amó viviendo en íntima unión con él, especialmente en los prolongados tiempos de oración, donde encontraba en la fuente de la salvación la fuerza para ser fiel a la voluntad de Dios, en toda circunstancia, incluso la más adversa. Esto lo había aprendido desde pequeño en su familia, gracias al luminoso ejemplo de sus padres Don Valentín y Doña Guadalupe, los cuales supieron crear en la familia un clima de profunda fe cristiana, favoreciendo en sus hijos, la valentía de dar testimonio de su fe, sin anteponer nada al amor de Cristo y haciéndolo todo para la mayor gloria de Dios.

Estamos muy agradecidos con Dios porque nos ha permitido “coincidir” en este periodo de la historia con el Padre Chava, su ejemplo de vida nos impulse para entregarnos cada día más con generosidad en la labor evangélica y evangelizadora.

Queridos hermanos, esta es la mirada de fe que ha sostenido la larga vida de nuestro venerado hermano, y esta es la fe que ha predicado. Queremos dirigirnos a Dios, rico en misericordia, para que ahora la fe de Mons. Salvador Espinosa se convierta en visión, encuentro cara a cara con él, en cuyo amor supo reconocer y buscar el cumplimiento de toda ley. A la intercesión de la Madre de Jesús y Madre nuestra encomendamos su alma. Estamos seguros de que ella, Espejo de justicia, lo acogerá para introducirlo en el cielo de Dios, donde podrá gozar eternamente de la plenitud de la paz. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro