Homilía en la Celebración «In Coena Domini»

 Santiago de Querétaro, Qro., 5 de abril de 2012

Estimados hermanos Sacerdotes,
queridos Diáconos,
hermanos y hermanas de la Vida Consagrada,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

1. En esta tarde particularmente solemne en la cual como comunidad cristiana nos reunimos en torno a Jesucristo, para celebrar el inicio de las fiestas de la pascua, mediante el Triduo Santo, deseo traer a la memoria las palabras de la plegaria eucarística con las cuales la comunidad de creyentes aclama al Señor presente en la Eucaristía: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor hasta que vuelvas” (cf. Misal Romano, plegaria eucarística). Realidad que refleja la centralidad del evento histórico-salvífico con el cual el Señor Jesús, antes de padecer, estableció una nueva y definitiva alianza con la humanidad. En primer lugar porque es la garantía de aquel testimonio que los discípulos recibieron de Jesús, como nos lo recuerda el Apóstol Pablo en la segunda lectura: “Hermanos: Yo recibí del Señor lo mismo que les he transmitido” (1 Cor 11, 23). Y en segundo lugar porque es la garantía de un misterio que
se cumple en la historia de cada ser humano. En ella, la Iglesia vive en un estado de permanente espera que mira a unir el pasado con el futuro a través del presente. La Iglesia vive en la beata esperanza de la segunda venida de Cristo, pues ésta representará la consumación de toda su misión y es además el fundamento y el alimento del camino que recorre en su peregrinar cotidiano. Es al mismo tiempo prefiguración y anticipación del triunfo final de Cristo y la inauguración del banquete eterno, para que quien participa de este banquete terrestre, tenga según la promesa de Cristo la vida eterna (cf. Jn 6, 47-59). Nosotros ofrecemos el sacrificio y damos gracias a Dios, expresando y viviendo el carácter escatológico que le es propio por naturaleza.

2. La aclamación, es una expresión que tiene su fundamento del texto paulino, como hemos escuchado en la segunda lectura y forma parte del Mysterium fidei de la Misa. Refleja el aspecto que se considera en la parusía, no como aquel del día terrible con el que se finaliza la historia, sino aquel positivo, de maduración completa y definitiva del reino divino. Es el punto de llegada en el que convergen todas las cosas. Como la de cada corredor que observa con esperanza y con la intensa proporción aquello que es el objetivo de su carrera; de la misma manera la Iglesia dirige su mirada al cumplimiento de su misión como el fruto más gozoso que se pueda pensar. El caminar o el correr es un avanzar hacia la meta en la esperanza de alcanzarla. En pocas palabras la Eucaristía encuentra su origen en el evento glorioso de Cristo que tiene su inicio en la encarnación y su realización plena en su venida definitiva.

3. Queridos hermanos, la liturgia de la Palabra de este día nos permite ver cómo Dios en un momento preciso de la historia de un pueblo, interviene con su poder: aquel momento no permanece solo al fluir de los tiempos, sino a la dimensión de Dios. Por eso es un “hoy” ofrecido siempre al que quiera entrar en aquella historia de salvación mediante la celebración de este memorial, de ahí la importancia de entender “rito y palabra”. Pues en la última cena, Jesús sustituye el memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto con su liberación. Lo maravilloso de este acontecimiento, que ha transformado la historia del hombre, es precisamente que “nosotros
mismos” somos la razón y el porqué de esto. Un acontecimiento que ha de llevar a cada cristiano a que “cada vez que coma de este pan y beba de este cáliz”, grabe en su propia existencia la extraordinaria riqueza del paso de Dios por su vida. Testimoniándolo hasta el día de la venida gloriosa del Señor.

4. Cada uno de nosotros por consiguiente debemos aprender de Jesús que nos dice: “Les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan” (cf. Jn 13, 15). Debemos aprender de él a dar gracias y a celebrar la eucaristía en la vida entrando en la dinámica del amor que se ofrece y sacrifica a sí mismo para hacer vivir al otro. Al observar la historia bimilenaria de la Iglesia de Dios, guiada por la sabia acción del Espíritu Santo, admiramos llenos de gratitud cómo se han desarrollado ordenadamente en el tiempo las formas rituales con que conmemoramos el acontecimiento de nuestra salvación. Desde las diversas modalidades de los primeros siglos, que resplandecen aún en los ritos de las antiguas Iglesias de Oriente, hasta la difusión del rito romano; desde las indicaciones claras del Concilio de Trento y del Misal de san Pío V hasta la renovación litúrgica establecida por el Concilio Vaticano II: en cada etapa de la historia de la Iglesia, la celebración eucarística, “como fuente y culmen de su vida y misión”(cf. SC 10) , resplandece en el rito litúrgico con toda su riqueza multiforme (cf. Sacramentum Caritatis, 3). Deseo invitar a poner especial atención en este sentido, pues Dios ha confiado a nuestras frágiles manos su proyecto de salvación, por lo tanto, es importante reconocer la forma cómo hemos aprendido esto del Señor. Invito a cado uno de ustedes –Sacerdotes y laicos– a no perder de vista la importancia de celebrar el misterio de nuestra fe, buscando salvaguardar siempre la tradición y le progreso del misterio confiado, de manera que las jóvenes generaciones reciban aquello que en la
fe hemos recibido.

5. Queridos hermanos, “Es necesario vivir la Eucaristía como misterio de la fe celebrado auténticamente, teniendo conciencia clara de que «el intellectus fidei está originariamente siempre en relación con la acción litúrgica de la Iglesia»”(cf. Sacramentum Caritatis, 34). La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual
Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. Sin embargo, esta belleza no es una simple armonía de formas; «el más bello de los hombres» (Sal 45[44],33) es también, misteriosamente, quien no tiene «aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres […], ante el cual se ocultan los rostros» (Is 53,2). Jesucristo nos enseña cómo la verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza (cf. Sacramentum Caritatis, 35). El Papa Juan Pablo II nos decía en su carta Mane Nobiscum Domine: «¡Gran misterio la Eucaristía! Misterio que ante todo debe ser celebrado bien. Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas establecidas, con la participación del pueblo, la colaboración de los diversos ministros en el ejercicio de las funciones previstas para ellos, y cuidando también el aspecto sacro que debe caracterizar la música litúrgica”.

6. Sin embargo no podemos quedarnos solamente en el Ars celebrandi, es fundamental y una exigencia que nuestra vida, el amor al que más sufre se vea beneficiado para lograr reflejar y llevar a plenitud el sentido más pleno de aquello que ha querido Cristo. en este sentido señalo dos aspectos: la caridad y la misión.

7.La caridad: se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna. Nuestro Dios ha manifestado en la Eucaristía la forma suprema del amor, trastocando todos los criterios de dominio, que rigen con demasiada frecuencia las relaciones humanas, y afirmando de modo radical el criterio del servicio: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). No es casual que en el Evangelio de Juan no se encuentre el relato de la institución eucarística, pero sí el «lavatorio de los pies» (cf. Jn 13,1-20): inclinándose para lavar los pies a sus discípulos, Jesús explica de modo inequívoco el sentido de la Eucaristía. “El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos. La misma adhesión a Jesucristo es la que nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino” (cf. DA, 257). No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas (cf. Mane nobiscum Domine, 28).

8. La misión: El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. De aquí toma forma la naturaleza intrínsecamente eucarística de la vida cristiana. La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser por gracia imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay de auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. En la última Cena Jesús confía a sus discípulos el Sacramento que actualiza el sacrificio que Él ha hecho de sí mismo en obediencia al Padre para la salvación de todos nosotros.No podemos acercarnos a la Mesa eucarística sin dejarnos llevar por ese movimiento de la misión que, partiendo del corazón mismo de Dios, tiende a llegar a todos los hombres. Así pues, el impulso misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la vida cristiana.

9. La misión primera y fundamental que recibimos de los santos Misterios que celebramos es la de dar testimonio con nuestra vida. El asombro por el don que Dios nos ha hecho en Cristo infunde en nuestra vida un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio como la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía. Tampoco faltan hoy en la Iglesia mártires en los que se manifiesta de modo supremo el amor de Dios. Sin embargo, aun cuando no se requiera la prueba del martirio, sabemos que el culto agradable a Dios implica también interiormente esta disponibilidad, y se manifiesta en el testimonio alegre y convencido ante el mundo de una vida cristiana coherente allí donde el Señor nos llama a anunciarlo (cf. Sacramentum Caritatis, 85) .

10. Deseo que cada día inspirados en María, la Mujer Eucarística, nos apeguemos más en el amor y en la centralidad de Jesucristo Eucaristía, que nuestra vida toda se configure únicamente a la sombra de la contemplación del Misterio Eucarístico y que la celebración del misterio de la fe nos lleve durante toda nuestra existencia a cantar sin fin:

¡Canta, lengua, del Cuerpo glorioso
el alto Misterio, que por precio digno
del Mundo Se nos dio, siendo fruto
Real, generoso del vientre mas limpio!

Veneremos con gran Sacramento,
y al Nuevo Misterio cedan los Antiguos
supliendo la fe de los afectos
todos los defectos que hay en los sentidos.

¡Gloria, honra, bendición y alabanza
grandeza y virtud al Padre y al Hijo
se dé; y al Amor que de Ambos procede
igual alabanza Le demos rendidos! Amén.

(Canto final de “ El Divino Narciso” Sor Juana Inés de la Cruz)

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro