En la Iglesia Catedral, Domingo de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo (Domingo de Ramos)

 Santiago de Querétaro, Qro., 1° de abril de 2012
Estimados sacerdotes y Diáconos:
Hermanos y Hermanas de la Vida Consagrada:
Queridos Jóvenes:
Hermanos y hermanas todos en el Señor:

1. Saludo con grande gozo en el Señor a cada uno de ustedes, en este día con el cual damos inicio a la celebración anual de los misterios de la pasión, muerte y resurrección del Señor, los cuales nos permiten renovar nuestro compromiso con Jesucristo y reavivar nuestra esperanza en la resurrección. Hemos recorrido un itinerario de gracia y de conversión durante estas semanas, con el objetivo claro de “conocer más a Jesucristo mediante su Palabra y poder así vivir una vida más cristiana (cf. Colecta del I Domingo de Cuaresma). Saludo de manera particular a los todos Jóvenes aquí presentes, pues en éste día celebramos con júbilo la XXVII Jornada Mundial de la Juventud, ustedes son el signo visible de la vitalidad de la Iglesia y la esperanza de la Nueva Evangelización.

2. Al reunirnos en este día con el cual iniciamos la Semana Santa nos encontramos con la Palabra de Dios que nos revela la identidad más profunda de Jesús y nos responde a la pregunta ¿Quién es Jesucristo? Y ¿Cuál es el proyecto que tiene para cada uno de nosotros? En la pasión según San Marcos que hemos escuchado, se revela el misterio: Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios. La afirmación del Centurión, que lo ve morir así, es el símbolo del camino de la incredulidad a la confesión de fe que cada uno de nosotros está llamado a hacer contemplando al Crucificado.

3. En la liturgia de la Palabra de esta Eucaristía, la primera lectura nos proyecta de la experiencia dolorosa y personal del Siervo de Dios, al sufrimiento redentor de Cristo. La narración de la pasión viene interpretada como el cumplimiento de la misión histórica de Jesús. Todo el evangelio de Marcos está orientado a la pasión de Jesús. Con grande conocimiento y libertad. Jesús recorre el camino de su vida que tiene como objetivo la muerte de cruz. Para él, la muerte en la cruz no es un accidente inesperado, es una verdadera elección. Esta libertad soberana de Jesús es expresión de su obediencia total al Padre, como nos lo recuerda san Pablo en la segunda lectura: “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó un nombre tan alto que está sobre todo nombre” (cf. Fil 2, 6-11). Al escuchar el texto en la celebración litúrgica de este domingo, se busca poner en evidencia la acción voluntaria de Cristo Jesús en la obra salvífica del Padre, proponiendo a Cristo como modelo de quien sabe escuchar, conocer y obedecer la voluntad del Padre.

4. Esta celebración nos presenta el grande contraste entre las palabras con las cuales la multitud acoge a Jesús cuando entra en Jerusalén, “Bendito el que viene en el nombre del Señor ¡hosanna en lo alto del cielo!” y aquellas que Jesús agonizando pronuncia, tomándolas del Salmo 21, poco antes de morir en la Cruz “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Las primeras las hemos cantado al inicio, mientras por las calles de esta ciudad nos dirigíamos a este lugar y las segundas las hemos repetido como respuesta la salmo responsorial y las hemos escuchado en la lectura de la pasión del Señor. En este sentido, al inicio de la semana santa, somos introducidos adecuadamente en la celebración del misterio pascual de Jesús que va de la muerte a la vida, del sepulcro a la resurrección. El Ungido del Señor, el Mesías que ha sido acogido por las muchedumbres es el mismo Jesús que pocos días después ha sido entregado a sus enemigos y puesto en la cruz. Los dos momentos son inseparables, como lo son el momento de la muerte en cruz y aquel de la resurrección.

5. Queridos hermanos, debemos preguntarnos si de verdad estamos dispuestos a afrontar con el Maestro y con Nuestro Señor el camino del amor. Es una senda que se manifiesta en su aparente debilidad o inutilidad, es un abandono incondicionado a la voluntad del Padre. Si los discípulos de entonces que habían palpado el Verbo de la vida, que habían hundido en sus ojos la mirada, no lo han comprendido sino que abandonaron y traicionaron a Jesús. ¿Cómo podremos nosotros presumir de ser fieles, engatusados como estamos por mil sirenas que nos ofrecen una felicidad efímera? ¿Osaremos tener al mirada fija en Jesús por lo menos en estos días santos, para no dar una mano al que trata de asfixiar al amor? Solo a los pies de la cruz podrá renacer en nosotros una fe más madura en Jesús verdadero hombre y verdadero Dios, un Dios tan enamorado de su criatura, que acepta morir por amor. Nuestra vida necesita esta fe para crear la novedad de gestos que sólo el amor humilde sabe inventar, y para transfigurar la trivialidad cotidiana en una maravillosa epifanía del Reino de Dios que está en medio de nosotros.

6. Un Reino cuyas características son esenciales: La primera es que este Reino pasa por la cruz. Puesto que Jesús se entrega totalmente, como Resucitado puede pertenecer a todos y hacerse presente a todos. En la sagrada Eucaristía recibimos el fruto del grano de trigo que muere, la multiplicación de los panes que continúa hasta el fin del mundo y en todos los tiempos. Cuando tocamos la Cruz, más aún, cuando la llevamos, tocamos el misterio de Dios, el misterio de Jesucristo: el misterio de que Dios ha tanto amado al mundo, a nosotros, que entregó a su Hijo único por nosotros (cf. Jn 3,16). Toquemos el misterio maravilloso del amor de Dios, la única verdad realmente redentora. La segunda característica dice: su Reino es universal. Se cumple la antigua esperanza de Israel: esta realeza de David ya no conoce fronteras. Se extiende «de mar a mar», como dice el profeta Zacarías (9,10), es decir, abarca todo el mundo. Pero esto es posible sólo porque no es la soberanía de un poder político, sino que se basa únicamente en la libre adhesión del amor; un amor que responde al amor de Jesucristo, que se ha entregado por todos. Pienso que siempre hemos de aprender de nuevo ambas cosas. Ante todo, la universalidad, la catolicidad. Ésta significa que nadie puede considerarse a sí mismo, a su cultura, a su tiempo y su mundo como absoluto. Y eso requiere que todos nos acojamos recíprocamente, renunciando a algo nuestro. La universalidad incluye el misterio de la cruz, la superación de sí mismos, la obediencia a la palabra de Jesucristo, que es común, en la común Iglesia. La universalidad es siempre una superación de sí mismos, renunciar a algo personal. La universalidad y la cruz van juntas. Sólo así se crea la paz.

7. Solamente en el abandono de sí mismo, en la entrega desinteresada del yo en favor del tú, en el «sí» a la vida más grande, la vida de Dios, nuestra vida se ensancha y engrandece. Así, este principio fundamental que el Señor establece es, en último término, simplemente idéntico al principio del amor. En efecto, el amor significa dejarse a sí mismo, entregarse, no querer poseerse a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse sobre sí mismo —¡qué será de mí!— sino mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone a mi lado. Y este principio del amor, que define el camino del hombre, es una vez más idéntico al misterio de la cruz, al misterio de muerte y resurrección que encontramos en Cristo. Queridos amigos, tal vez sea relativamente fácil aceptar esto como gran visión fundamental de la vida. Pero, en la realidad concreta, no se trata simplemente de reconocer un principio, sino de vivir su verdad, la verdad de la cruz y la resurrección. Y por ello, una vez más, no basta una única gran decisión. Indudablemente, es importante, esencial, lanzarse a la gran decisión fundamental, al gran «sí» que el Señor nos pide en un determinado momento de nuestra vida. Pero el gran «sí» del momento decisivo en nuestra vida —el «sí» a la verdad que el Señor nos pone delante— ha de ser después reconquistado cotidianamente en las situaciones de todos los días en las que, una y otra vez, hemos de abandonar nuestro yo, ponernos a disposición, aun cuando en el fondo quisiéramos más bien aferrarnos a nuestro yo. También el sacrificio, la renuncia, son parte de una vida recta. Quien promete una vida sin este continuo y renovado don de sí mismo, engaña a la gente. Sin sacrificio, no existe una vida lograda. Si echo una mirada retrospectiva sobre mi vida personal, tengo que decir que precisamente los momentos en que he dicho «sí» a una renuncia han sido los momentos grandes e importantes de mi vida.

8. Solo aquellos que siguen a Jesús hasta el lugar de la cruz son capaces de reconocer y proclamar al Hijo de Dios. La cruz es el culmen de la revelación de Dios en el don total de Cristo que Dios revela su amor desinteresado y el camino de salvación para cada uno de nosotros. Que la virgen María la mujer que supo permanecer el pie de la cruz ayude a experimentar en nuestra vida un amor y na entrega por el Reino de los cielos, más plena y eficaz.

9. Queridos jóvenes que han venido aquí. Esta es de modo particular su Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso me alegro con ustedes en este día. Que el Domingo de Ramos sea para ustedes el día de la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de su vida de cristianos. El Papa Benedicto XVI ha querido recordar en el mensaje a los jóvenes para esta Jornada – «alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que conduce a la verdadera alegría. “El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios, que se ha hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía a los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca» (Flp 4,4-5). La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me ama” (Mensaje del Papa Benedicto XVI para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud).

10. Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo –decían los Padres–, debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así es como nosotros deberíamos postrarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él mismo… Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas… Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como rey, en nombre del Señor”» (Oficio de lectura del Domingo de Ramos). Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro