Homilía en la Misa por el Primer Aniversario de Ministerio Episcopal en la Diócesis de Querétaro

Santa Iglesia Catedral, Santiago de Querétaro, Qro., 16 de Junio de 2012
Memoria del Inmaculado Corazón de María
Estimados hermanos Sacerdotes,
queridos Diáconos,
apreciados miembros de la Vida Consagrada,
queridos Laicos,
hermanos y hermanas todos en el Señor:
 

1. Les saludo cordialmente a todos ustedes en la alegría del Señor y les agradezco su presencia. Saludo de manera particular al Vicario General Mons. Javier Martínez Osornio, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Expreso mi agradecimiento a todos ustedes por su cercanía y su testimonio de vida que me fortalecen y me impulsan a seguir cumpliendo con el mandato misionero de Jesús.

2. Me llena de grande alegría poder compartir con ustedes el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, en este día en que la liturgia de la Iglesia nos permite que celebramos la memoria del Inmaculado Corazón de María, ícono del corazón del hombre nuevo que se ha encontrado con la Palabra de Dios viva, al cual he consagrado mi ministerio episcopal desde el primer día en esta diócesis. Deseo en esta mañana detenerme con ustedes para agradecer a Dios por su paternidad y cobijo a lo largo de este año de ministerio pastoral en esta amada Diócesis de Querétaro.

3. En la liturgia de la Palabra de este día, hemos cantado junto con el salmista: “Señor, mi vida está en tus manos” (cf. Sal 15), deseo aprovechar la oportunidad de meditar este salmo con ustedes, pues refleja de manera extraordinaria los sentimientos y los afectos que caracterizan esta hermosa celebración. Este salmo es un texto luminoso, con espíritu místico, que refleja la centralidad de Dios en la vida del hombre como el único bien. Constatar que “el Señor es la parte que me ha tocado en herencia” (cf. Sal 15, 5) significa reconocer que es Dios quien tiene mi vida en sus manos. Estas palabras el salmista las usaba para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel, ya que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. Sin duda que se refiere a un hombre consagrado al culto levítico. El salmista declara precisamente: «El señor es la parte de mi heredad. (…) Me encanta mi heredad» (Sal 15, 5-6). Así que proclama la alegría de estar totalmente consagrado al servicio de Dios.

4. Hermanos y hermanas, hoy quiero hacer mío este salmo pues a lo largo de este año y de toda mi vida, he podido constatar efectivamente que mi consagración tiene su centralidad precisamente en Dios. Y con alegría lo digo: “mi vida está en sus manos… él es la parte que me ha tocado en herencia… me encanta mi heredad” San Agustín, comentando este texto dirá de manera hermosa: “el salmista cuando ora no dice: «oh Dios, dame una heredad. ¿Qué me darás como heredad?», sino que dice: «todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo». (…) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él te basta, fuera de él nada te puede bastar» (Sermón 334, 3: PL 38, 1469). A lo largo de mi recorrido por los caminos de esta diócesis, me he encontrado tantos rostros que me lo han confirmado, deseo traer a la memoria por ejemplo la procesión del Corpus, la cual este año ha marcado como una inclusión netamente eucarística, el inicio y casi el final. En ellas, he podido reflexionar que en la Eucaristía descubro el sentido real de mi vida y de mi existencia personal y ministerial.

5. Queridos amigos, sin la centralidad de Dios en la vida del hombre, ésta carece de sentido. No hemos sido nosotros quienes lo hemos amado a él, sino que es él quien nos ha amado a nosotros y ha tomado sobre sí nuestro pecado y lo ha lavado con la sangre de su Hijo. Dios nos ha amado primero y quiere que entremos en su comunión de amor, para colaborar en su obra redentora. Cristo «nos ha destinado para que vayamos y demos fruto, y nuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Son palabras dirigidas de modo específico a los Apóstoles, pero, en sentido amplio, conciernen a todos los discípulos de Jesús. Toda la Iglesia, todos nosotros hemos sido enviados al mundo para llevar el Evangelio y la salvación. Pero la iniciativa siempre es de Dios, que llama a los múltiples ministerios, para que cada uno realice su propia parte para el bien común. Llamados al sacerdocio ministerial, a la vida consagrada, a la vida conyugal, al compromiso en el mundo, a todos se nos pide que respondamos con generosidad al Señor, sostenidos por su Palabra, que nos tranquiliza: «No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los he elegido» (cf. Jn 15, 16).

6. Continuando con la meditación del salmo descubrimos como un segundo tema de reflexión es el de la comunión perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6, 6; 87, 6). Con todo, sus expresiones no ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios. Son dos los símbolos que usa el orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el original hebreo (cf. Sal 15, 7-10) se habla de «riñones»,  símbolo de las pasiones y de la interioridad más profunda; de «diestra», signo de fuerza; de «corazón», sede de la conciencia; incluso, de «hígado», que expresa la emotividad; de «carne», que indica la existencia frágil del hombre; y, por último, de «soplo de vida». Por consiguiente, se trata de la representación de «todo el ser» de la persona, que no es absorbido y aniquilado en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida plena y feliz con Dios. El segundo símbolo del salmo 15 es el del «camino»: «Me enseñarás el sendero de la vida» (v. 11). Es el camino que lleva al «gozo pleno en la presencia» divina, a «la alegría perpetua a la derecha» del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna. Como Cristianos creemos que es la resurrección de Cristo es la garantía y el camino que Dios nos muestra para que efectivamente lleguemos a la verdadera vida.

La lucidez con la que rechazamos la servidumbre de los ídolos y de otros señores de la tierra supone en nosotros renuncia, soledad y hasta amenazas. El Señor resucitado fue y sigue siendo el refugio de nuestra vida, el lote de nuestra herencia, lote hermoso y encantador. En Él está la suerte de nuestro porvenir y de nuestra liberación. Nuestra vocación es fuente de felicidad, de gozo interior, de serenidad. Es como caminar por el sendero de la vida, que conduce a un encuentro más pleno y definitivo con el Padre.

7. Al inicio de esta celebración decía que es precisamente la memoria del Inmaculado Corazón de María la que nos ayuda a enmarcar el sentido de esta fiesta, pues efectivamente es en el corazón de María donde podemos mirarnos para examinarnos y valorar nuestra comunión perfecta y continua con el Señor. Estas ideas nos llevan a preguntarnos entonces: ¿Cómo es el corazón inmaculado de María?

8. Más tarde en la plegaria eucarística al cantar el Prefacio con la Iglesia diremos: “Porque diste a la Virgen María un corazón sabio y dócil, dispuesto siempre a agradarte: un corazón nuevo y humilde, para grabar en él la ley de la nueva alianza; un corazón sencillo y limpio que la hizo digna de concebir a tu Hijo y la capacitó para contemplarte eternamente; un corazón firme y dispuesto para soportar con fortaleza la espada de dolor y esperar llena de fe la resurrección de su Hijo” (cf. Prefacio de la misa para la memoria del Inmaculado corazón de María). El corazón de la Santísima Virgen, que, llena de fe y de amor, recibió al Verbo de Dios es llamado en primer lugar Mansión del Verbo.

9. A lo largo de mis visitas pastorales en los decanatos y en las parroquias he podido experimentar efectivamente que solo un corazón sabio y dócil a la escucha de la Palabra de Dios, es capaz de hacer suyo el proyecto de Dios. Más aún, solamente quien se deja interpelar por la Palabra de Dios puede ser discípulo de Jesús. El corazón de María era sabio porque comparando las profecías con los hechos, conservaba en el recuerdo de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación. El corazón de María era dócil porque se sometió a los preceptos del Señor. En la alocución que les dirigí el día de la toma de posesión les decía: “Los invito a que trabajemos arduamente en el conocimiento recíproco, en nuestra integración y en los modos que nos lleven a implementar un trabajo común a favor de nuestra Diócesis; no sucumbamos nunca ante los obstáculos que puedan interponerse en lo que Dios quiere de nosotros. Quisiera proponerles el reto de que tanto ustedes como yo nos convirtamos en modelos de evangelización en nuestro Pueblo y que no esperemos a que nuestros fieles vengan, vayamos juntos por los alejados, por los desalentados, por los que no conocen a Cristo, por los más pobres” (Alocución del inicio del ministerio episcopal, n. 5). Estas palabras que pronuncié con el corazón, hoy se las repito para invitarles a que teniendo como ejemplo el corazón de María, tengamos un corazón dócil para llevar a cabo el mensaje del evangelio que se sintetiza en dicha palabras.

10. Hermanos y hermanas la nueva evangelización exige que tengamos un corazón puro, pues solamente un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. Nos decía el papa en su visita a México: “Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo” (Benedicto XVI, Homilía parque bicentenario de Léon, 25-03-2012). Pues es el corazón la síntesis de la identidad humana más profunda y es ahí donde estamos invitados a cursar la escuela del discipulado, a solas con Dios. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio  inseparablemente. Ella va creciendo en la comprensión del misterio salvífico que se va realizando en Jesús. Y al cual estamos llamados también nosotros. Las etapas del camino de María, desde la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la cruz, donde el Hijo le confía al apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el silencio de su corazón, ante Dios (cf. Lc 2, 19-51); y en la meditación ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla interiormente.

11. Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa, por consiguiente, aprender de ella a ser comunidad que ora: esta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42). Con frecuencia se recurre a la oración por situaciones de dificultad, por problemas personales que impulsan a dirigirse al Señor para obtener luz, consuelo y ayuda. María invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirse a Dios no sólo en la necesidad y no sólo para pedir por sí mismos, sino también de modo unánime, perseverante y fiel, con «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32).

12. Queridos amigos, la vida humana atraviesa diferentes fases de paso, a menudo difíciles y arduas, que requieren decisiones inderogables, renuncias y sacrificios. El Señor puso a la Madre de Jesús en momentos decisivos de la historia de la salvación y ella supo responder siempre con plena disponibilidad, fruto de un vínculo profundo con Dios madurado en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella le fue confiado el discípulo predilecto y con él toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn 19, 26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella se encuentra con y en la Iglesia en oración (cf. Hch 1, 14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce esta maternidad hasta el fin de la historia. Encomendémosle a ella todas las fases de paso de nuestra existencia personal y eclesial, entre ellas la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos indica que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su Hijo podemos salir de «nuestra casa», de nosotros mismos, con valentía, para llegar hasta los confines del mundo y anunciar por doquier al Señor Jesús, Salvador del mundo.

13. Gracias de corazón a todos ustedes por unirse al plan de Dios en nuestra Iglesia Queretana; gracias por sus innumerables esfuerzos por construir una Iglesia según el corazón de Cristo, cuya centralidad es cumplir la voluntad de Dios; gracias por unirse a la obra de la redención. ¡Oh Corazón Inmaculado de María, compadécete de nosotros! Refugio de pecadores, ruega por nosotros. ¡Oh dulce Corazón de María, se la salvación mía! Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro