7mo. DÍA DE NOVENA EN PREPARACIÓN A LA FIESTA LITÚRGICA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES DE SORIANO.

𝐍𝗼𝘃𝗲𝗻𝗮 𝗲𝗻 𝗽𝗿𝗲𝗽𝗮𝗿𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗮 𝗹𝗮 𝗙𝗶𝗲𝘀𝘁𝗮 𝗟𝗶𝘁𝘂́𝗿𝗴𝗶𝗰𝗮 𝗱𝗲 𝗡𝘂𝗲𝘀𝘁𝗿𝗮 𝗦𝗲𝗻̃𝗼𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗹𝗼𝘀 𝗗𝗼𝗹𝗼𝗿𝗲𝘀 𝗱𝗲 𝗦𝗼𝗿𝗶𝗮𝗻𝗼. 𝟳𝗺𝗼. 𝗗𝗶́𝗮.


𝑉. ¡Ave María Purísima!
𝑅. Sin pecado concebido.
𝗦𝗘𝗡̃𝗔𝗟 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗖𝗥𝗨𝗭.
PERSIGNARSE: Por la Señal + de la Santa Cruz, de nuestros + enemigos, líbranos + Señor Dios Nuestro.
SANTIGUARSE: En el nombre del Padre, + y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
𝗔𝗖𝗧𝗢 𝗗𝗘 𝗖𝗢𝗡𝗧𝗥𝗜𝗖𝗜𝗢́𝗡.
Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Creador y Redentor mío, por ser tú quien eres, y porque te amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberte ofendido. Quiero y propongo firmemente confesarme a su tiempo. Ofrezco mi vida, obras y trabajos en satisfacción de mis pecados. Y confío en tu bondad y misericordia infinita que me los perdonarás y me darás la gracia para no volverte a ofender. Amén.
𝗢𝗥𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡 𝗜𝗡𝗜𝗖𝗜𝗔𝗟.
Amorosísima Madre Dolorosa, Tú has escogido esta Imagen y este Templo y Misión de Soriano, para conservar la fe de los que ocurrimos a este lugar a venerarte. Aquí ante esta tu Imagen de Soriano, nos recuerdas los Dolores que sufriste al pie de la Cruz por nuestras almas, y nos mueves a penitencia y confesión de nuestras culpas, para que podamos volver a nuestras tierras y familias con limpios corazones, y llenos de la Paz de Dios. Así te acuerdas de tus misericordias, y logras que el sacrificio de Jesús tu Hijo nos aproveche, y te muestras Madre, cual Jesús te constituyó en el monte Calvario al decirte: “ve ahí a tu Hijo.” Pues, Oh Madre, mueve mi espíritu a dolor de mis muchos pecados, y con tu poder cambia mi corazón. Y con la confianza de que así lo haces ya conmigo, me vuelvo a mi Dios, mi Dueño y mi Redentor, diciéndole: Me pesa de haber pecado; me pesa por ser Dios mi Padre, y tan bueno; y me pesa porque con mis culpas he sido causa de los Dolores de Jesús y de María. No volveré más a pecar. Así sea.

𝗠𝗘𝗗𝗜𝗧𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡.
«La Crucifixión del Señor»

Misterio es el mundo: la vida, y el mal, nuestro eterno porvenir, misterios que se posan sobre nuestro corazón como carbones encendidos. Pues bien, el crucificado los explica todos; él los explica todos; el los propone y él lo de cifra; Él es la solución de toda duda, centro de toda creencia, Manantial de toda esperanza, por él se revela Dios y el hombre se conoce a sí mismo. Él es luz que disipa toda tiniebla; su silencio es elocuente, y su muerte es prenda de vida eterna.

Al contemplar este quinto dolor vemos a María, junto con el apóstol, clavada al pie del crucificado y también la están viendo los siglos. Ahí están permanentemente juntos la madre y el hijo en el calvario, cómo lo estuvieron en Belén, en Egipto y en Nazaret. Terminando está, finalmente, el camino de amargura hasta el calvario. Ya lo despojan de sus vestiduras y su total desnudez es una afrenta a su naturaleza humana y para su madre fue un tormento aquella brutal irreverencia. Ya lo tienen en la cruz y lo vemos, tan dócil a los verdugos que más parece que está allí por su propia voluntad que por una condena a muerte. Jesús es hermoso a despecho de su lamentable estado, adorable en su misma ignominia: el Dios eterno se tiende en la cruz como víctima voluntaria.

Ya los verdugos le alargan el brazo derecho sobre el Madero de la Cruz, ya hora dan y remacha en su mano el clavo retorcido, en aquella mano que siembra de Gracia el universo. Los martillazos estremecen todas las carnes del mudo Cordero, pero el dolor no altera la serenidad de su mirada. Crujir hace que Juan y la Magdalena se tapen los oídos; María también lo oye, y mira el cielo sin pronunciar palabra; sólo Dios padre podría comprender la ofrenda de aquel corazón, ya tantas veces lacerado: cada golpe de martillo Es para ella un martirio especial, una nota dolorosa de aquella horrible cadencia.

Ya, para clavar la mano izquierda, que no alcanza a llegar al agujero abierto para el clavo, los verdugos aprietan las rodillas de Jesús contra su costado, hasta que sus huesos crujen sin romperse, y dislocándole el brazo, pone la mano en su sitio. La víctima exhala apenas un leve suspiro que no altera su serenidad. Pero María… ¡oh! Endurezca aquí el Humano lenguaje.

Ya hacen la misma operación con las piernas y dislaceran el tejido de los pies, pues se resbalan a uno y otro lado del Madero. ¡Ay, Madre! Sin auxilio del Todopoderoso, ¿Cómo hubieras podido sobrevivir?

Ya enderezan la cruz con Jesús, que los Mira siempre amorosos, y la transportan hasta el hoyo en qué hacen clavarse; van tirando con cuerdas hasta ponerla en vertical y la dejan caer en el hoyo con tal violencia que siembra el cuerpo de crucificado. Error tras error corre desatado como la lava volcánica en los profundos senos del corazón de aquella madre. Mírenla cristianos y lloren es el idioma del divino amor. ¡Oh, madre frigidísima! ¡Bendita sea una y mil veces sea la Santísima Trinidad por los milagros de Gracia que obró contigo en aquella hora tremenda!

La tierra tiembla hasta en sus entrañas y con el terremoto se desgarra el velo del templo, simultáneamente, las tinieblas del eclipse oscurecen en la tierra, como si el mal quisiera eclipsar al Sol de Justicia, la luz eterna del Padre. Con todos estos sucesos, María santísima puede llegar al pie de la Cruz, ya que los sumó sacerdotes y fariseos habían oído pasmados de terror, pero ahí quedaban los desalmados verdugos y los soldados Romanos que jugaban a los dados las vestiduras de Nuestro Señor, entre ellas, su túnica inconsútil, símbolo de la unidad de la iglesia que sería desgarrada por los sismos a lo largo de los siglos. Y para que nada faltase a la perfección de sus Dolores, todos los improperios y blasfemias pronunciadas contra su Hijo, atravesaban como dardos el corazón de María. Pero el alma de María, bien que, embargada de tanta amargura, no cesó un instante de estar fija en Jesús.

Nuevos tormentos causan a la santísima virgen la inscripción que Pilatos manda poner sobre la cruz: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”; como causa de ignominia para el mundo entero. Jesús era Rey, pero su propio pueblo le erige como trono el patíbulo de la Cruz, sin embargo, reina en el corazón dolorido de su santa Madre.

Estos episodios causaron la aflicción de María durante la primera hora de la agonía de Jesús en el Gólgota, sin distraer la del objeto en el que estaban concentradas todas sus potencias interiores y exteriores: su Jesús pendiente de la cruz Y a quién los ojos de su espíritu veían tanto más claro cuanto menos se le dejaban ver a sus ojos corporales las tinieblas sombrías que lo rodeaban. La Santísima Virgen estaba remontada en la presencia de Dios y anegada en su inmensa lumbre para soportar estar sumergida en este océano de dolor.

Entretanto, Jesús, mudo; su cuerpo, abatido, como inerte, pendiendo de los clavos; pálido cada vez más su Divino Rostro; su sangre corriendo por el Madero hasta empapar la tierra; de su agonía es un digno acto de reparación que Dios Hijo que le favorece a su divino Padre, quién le daba auxilio de lo alto, pero no alivio y consuelo; y toda esta desolación, entretanto, comunicándose de lleno al Espíritu y el corazón de María, quien no menos necesitaba un milagro para no sucumbir a tan atroz angustia. En efecto, el milagro se obró, pero como en su divino hijo, es decir negándole todo consuelo, bien que infundiendo mundos enteros de gracia y santidad Durante los minutos de aquella hora.

Comienza la segunda hora en el calvario comienza la segunda hora en el calvario. Las tinieblas se han es pesado, ya hay menos gente en torno a la cruz, reina el silencio; Jesús va a hablar: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Diálogo de Jesús con su eterno padre y se manifiesta como intercesión del hijo por los pecadores que cometían aquel crimen abominable. Es más, esta plegaria, maravillosamente continua, es aplicable a todos los pecados y a todos los pecadores de todos los tiempos. «no saben lo que hacen». Cierto, Nadie sabe lo que hace cuando peca, y en eso consiste la mayor malicia del pecado; en que el pecador sabe que está malicia excede a toda comprensión. Esta frase resonó en íntimo del alma de María, Quién comprende lo maravilloso del paciente silencio de Jesús que hasta entonces había guardado. Comprendía que aquellas palabras le dirigían en madre de misericordia.

Después de dar Gloria a su padre, la principal aspiración de Nuestro Señor era el afecto a su inmaculada Madre, así lo quiso al asumir una naturaleza humana. Eso explica porque entre las últimas 7 palabras de Jesús se encuentra una cláusula compuesta de dos términos: la primera dirigiéndose a su Madre, y la segunda hablando de ella. Estas palabras fueron creadoras, no sólo para María sino también para la iglesia de Jesucristo. Esta cláusula de su Testamento, inspirada en el mar inefable amor, aparece seca y desabrida y debió hacer más agudo el dolor de la Santísima Virgen María: ¡Mujer! La llama como sí quisiera dejar de ser hijo suyo y poner en su lugar al apóstol Juan. A pesar de la aflicción no se le oculta a María el sentido profundo de aquella palabra de Jesús quién le acaba de erigir como la segunda Eva, madre del género humano. Bien sabía, María, que, de este modo, Jesús la había unido más estrechamente y asemejado a sí mismo más que nunca, que jamás la había amado tanto como entonces Ni se lo había mostrado mejor.

«mujer ahí tienes a tu hijo», y dirigiéndose al discípulo amado continúo: «ahí tienes a tu Madre». Pues bien, María después de oír a Jesús y de conformarse a su voluntad, tiene que pensar ante todo y sobre todo en los pecadores; tiene que apartar sus ojos de su divino hijo para ponerlo en su iglesia y en sus enemigos y perseguidores. Tenía que dimitir, Por así decirlo, su oficio de madre de Dios para emplearse exclusivamente en el de madre del género humano, pues claramente lo había dicho su hijo al hablar con Ella y al hablar de Ella. Para María, todo esto se convertía en un inmenso dolor, más cruel que cuentos le había causado aquella triste jornada.

Aquí comienza la tercera y última hora de la agonía de Jesús. La primera palabra que pronunció durante ella fue para su santísima madre más aguda que la espada de Simeón. «tengo sed». Y grande, en efecto, debía tenerla, Pues estaba deshidratado por la flagelación, la coronación de espinas; su sudor había respetado sus vísceras; por lo tanto, no es difícil de comprender que jamás hubo ser como la de Jesús en aquel trance y sólo por un milagro pudo sobrevivir. Tremendo debió ser tal padecimiento que, a víctima tan sufrida y silenciosa, arrancó exclamación tan dolorosa. Pero no menos de maravillar es que, en trance tan angustioso, permaneciera fiel a sí misma aquella frigidísimo Madre sin mostrar una sola señal de femenil flaqueza, ni exhalar un solo gemido, ni expresar su dolor con algún movimiento desconcertado. Pero lo más intolerable, para la Madre, fue el sentir que no podía socorrer a su hijo agonizante. María lanza sobre el rostro ya casi cadavérico de Jesús, una mirada también de agonía y de aquellos labios resecos, trémulos y pálidos con la palidez de la muerte, y no puede, ¡Oh tormento! ni siquiera acercársele, los verdugos no le permiten humedecer aquellos divinos labios con una gota de agua, que hubiera pagado a precio de toda su sangre.

Pero la sed de Jesús no era de agua solamente, sino, sobre todo sed de almas. Esta sed de Jesús recorrería todos los siglos venideros, buscando en ellos, almas y más almas que rescatar. María la comprendió y este espectáculo la transportó a un nuevo y desconocido mundo de dolores, porque en ese mundo vio como éstas ser de Alma sería tan mal satisfecha Como aquella otra; y junto a Jesús contemplo, en espíritu, la interminable fila de hijo de Adán, qué sacrílegamente ingratos, correrían al infierno con el sello de bautismo en la frente y rociados con la sangre preciosísima del Redentor, muerto en la cruz por ellos.

Pero llega el momento en que Jesús ha de bajar, y con Él su Madre, a un abismo de su pasión más profundo de los que lleva ya agotados. Las palabras que vamos a oírle no se dirigen a nosotros, sino que son el amor lejano y misterioso, exhalado del más hondo seno de la agonía espiritual: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? El eterno Padre, todo bondad, todo paciencia, todo paterno amor en el cielo y en la tierra, fue quién permite, que el hijo de sus complacencias sienta su abandono, sienta una nueva crucifixión espiritual en aquel instante Terrible y crítico de su agonía, en el que ya estaba casi agotada la posibilidad de padecer físicamente. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me ha abandonado? Aún tiene que colmarse el cáliz de la amargura de Jesús, Y por consiguiente el de María, pues era necesario que ella, con esfuerzo extraordinario que le venía de la gracia de Dios, levantara también el corazón al padre y conformándose a su soberana voluntad, abandonarse, en cierto modo, a su Hijo para entregárselo al Padre, y confesará a su Creador como último fin de toda criatura. ¡Ay, madre! ¡Cuán costoso había de ser para ti satisfacer la gloria de Dios! Ahí ves a tu Jesús, abandonado, Hoy es el grito de su alma nuevamente crucificada por aquel decreto de la Justicia del padre, sin embargo, Tú, qué tan inefablemente lo amas, no quieres que otra cosa no sea sino lo que quiere el padre.

Y ahora ya, madre santísima, ahora que te has remontado a tal cumbre de heroísmo y de santidad, ya puede llegar el fin. Todo, en efecto, ya puede llegar al fin, está consumado que resta nada sino el material consumación de un castigo, causado por la criatura, castigo creado por la desobediencia de una mujer, de Eva. De ella procedió principalmente este castigo que es la muerte. Prepárate ¡Oh, María! Levanta aún más alto el corazón para que en la hora tremenda de la muerte de Jesús, pueda saber, cuánto puede una criatura, sobre los misterios divinos.

La mirada de Jesús que expira, atraer la mirada de María Quién levanta la cabeza y lo mira también. Y ella siente un repentino estremecimiento en sus entrañas, Jesús Clama «¡Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu!», y espira; su sacratísima cabeza cae desplomado sobre el pecho helado, sus párpados se cierran, y su alma pasa, más veloz que un Relámpago por delante de María. Después del eclipse, naturaleza vuelve a su ritmo normal, entretanto, María, Madre ya, y sin Hijo, está muy firme al pie de la Cruz. Así se termina la tercera hora del Calvario.

¡Ruega por nosotros, dolorosa Madre! Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro señor Jesucristo. Amén

𝗢𝗥𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡 𝗙𝗜𝗡𝗔𝗟.
Oh, santa Madre de Dios, al sumergirme en el océano de tus dolores y contemplar lo que has padecido junto a tu hijo por mi salvación y la salvación de mundo entero, el arrepentimiento de mis pecados invade mi corazón y surge, en mí, un firme propósito de enmienda y cambio de vida. Además, tengo la plena confianza de que Tú acoges, en tu corazón inmaculado y dolorido, mi humilde suplica que ahora te presento (hago mi petición por la que estoy haciendo esta novena) … Oh dolorosa Madre, entrégala a tu divino Hijo, Nuestro Señor Jesucristo; y así, asociándome contigo a su pasión, pueda yo merecer participar de su gloriosa resurrección, Amén.
¡Ruega por nosotros, Virgen Dolorosa!
Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
𝗦𝗘𝗡̃𝗔𝗟 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗖𝗥𝗨𝗭.
PERSIGNARSE: Por la Señal + de la Santa Cruz, de nuestros + enemigos, líbranos + Señor Dios Nuestro.
SANTIGUARSE: En el nombre del Padre, + y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
𝑉. ¡Ave María Purísima!
𝑅.. Sin pecado concebido.
𝗖𝗔𝗡𝗧𝗢 𝗙𝗜𝗡𝗔𝗟
Ruega por nosotros Dolorosa Madre.
*Ruega por nosotros,
Dolorosa Madre,
para que tu Hijo
no nos desampare.
Salve mar de penas,
Salve triste Madre,
Salve Reina hermosa,
llena de piedades.
*Ruega por nosotros, etc.
De tus ojos penden
las felicidades,
míranos Señora,
no nos desampares.
*Ruega por nosotros, etc.