La Transfiguración

Celebramos hace muy poco la fiesta de la Transfiguración del Señor Jesucristo en el monte Tabor. Ya, de entrada, hay que decirlo: es la fiesta de la vocación o destino de todo fiel cristiano; pero, es claro, esto necesita alguna explicación.

Acababa el señor Jesucristo de anunciar su pasión, lo cual provocó el rechazo de los discípulos. ¡Imposible que el Mesías padeciera la afrenta de la cruz! Tal cosa no cabía en la cabeza de Pedro ni de nadie. Por eso el “antagonista” de Jesús, es decir, quien menos lo comprende y se opone a sus planes, es Pedro. Le falta todavía acostumbrarse al modo de actuar de Dios. A él precisamente invita Jesús, junto con Santiago y Juan, a subir al monte donde el poder del Padre lo “transfiguró”: Los vestidos de Jesús resplandecieron de blanco como la nieve, la luz bañó su semblante y la voz del Padre lo proclamó como a su Hijo querido,  cuya palabra deben escuchar: “¡Escúchenlo!”.

Esta es, decía, la vocación y el destino de todo cristiano. San Pablo explica así a los Filipenses el destino final de nuestro cuerpo: “El Señor transfigurará nuestro miserable cuerpo mortal hasta hacerlo semejante a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas”(3, 21). Tenía, en parte, razón Simón Pedro al querer permanecer allí, en la cima de la montaña; pero se equivocaba al solicitar sólo para ellos, los tres videntes, ese privilegio y más erraba al querer permanecer en el monte, separado de la gente y de la realidad, evitando la cruz.

La transfiguración apunta a la resurrección corporal, pero todavía no lo es; es la fuerza divina y la luz interior que imprime el Padre a quien es su hijo amado, primero a Jesús y luego a cada uno de nosotros los cristianos. La transfiguración es la fuerza interior que Dios comunica al cristiano para llevar sin remilgos la cruz de Cristo y culminar en la resurrección. Cristiano por tanto equivale a hombre transfigurado a imagen de Cristo.

En el bautismo se nos dio ya la vestidura blanca, que hay que ir blanqueando siempre más -como los mártires del Apocalipsis- en la sangre del Cordero, hasta que recobre todo el esplendor de Cristo. San Pablo dirá que el cristiano debe revestirse del mismo Cristo. Para eso se nos señala el camino: Escuchar al Hijo, escuchar la palabra de Dios, comenzando por el Antiguo Testamento —Moisés y Elías—, y ahora de boca de los Apóstoles, testigos privilegiados de este acontecimiento, cuya voz sigue resonando en la Iglesia. Sin escucha atenta y obediente de la Palabra de Dios es imposible la transformación del cristiano.

† Mario de Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro