La fiesta de Dios

XXVIII DOMINGO ORDINARIO
Mt. 22, 1-14

A las dos parábolas de los domingos anteriores, con las que Jesús enseña a sus oyentes en el templo, se añade ahora otra que se compone de dos partes: la primera cuenta la invitación a la boda del hijo de un rey (Mt 22, 2-10); y la segunda se desarrolla en la sala de la boda durante el banquete (Mt 22, 11-13). Cuyo nexo entre ambas partes es el tema de la “fiesta” con el motivo de enseñar la universalidad de la salvación. El tema del banquete podría aludir al tiempo escatológico (Cfr. Is 25, 6), pero en la tradición judía ese banquete escatológico no era nupcial. Sin embargo, los lectores del Evangelio pueden identificar a Jesús como el novio y a los invitados como sus discípulos o ellos mismos, de modo que el banquete no sería algo esperado para el futuro tiempo final, sino algo actual.

Al festín son invitadas varias personas que por diversas razones se excusan de asistir. Algunos incluso maltratan y asesinan a los mensajeros que el rey le envía por segunda vez. Como represalia éste excluye la ciudad de los homicidas; y al quedar excluidos los primeros convidados, el rey extiende la invitación  a todos los viandantes ocasionales. Se sobreentiende fácilmente que Dios es el rey que representa a su Hijo, el esposo de la nueva humanidad y de la Iglesia, por medio del anuncio de los profetas en primer lugar. Al ser rechazado posteriormente Jesús mismo en persona  por los judíos en su conjunto, primeros invitados, las puertas del reino se abren para todos sin discriminación: bueno y malos, pecadores y publicanos, gentiles y paganos. He aquí los nuevos destinatarios de la llamada del reino para construir el nuevo Israel de Dios que es la Iglesia de Cristo, el pueblo de la nueva alianza.

La enseñanza de la parábola es la vocación universal al reino de Dios, que se describe como un banquete, signo del amor gratuito de Dios al hombre, del cual la Eucaristía es la prueba más exquisita. Tanto la parábola evangélica de este domingo como la primera lectura de Isaías (25, 6-10ª) tienen claras referencias sacramentales. La Eucaristía es el gran signo del banquete del reino y anticipa el eterno festín mesiánico. Por eso la misa dominical no debe ser triste, sino participación en la fiesta de Dios y de los hermanos. Pues la familia de los bautizados, “reunida en la escucha de su palabra y en la comunión del pan único y partido, celebra el memorial del Señor resucitado mientras espera el domingo sin ocaso, en el que la humanidad entera entrará en su descanso. Entonces contemplará su rostro y cantará por siempre su misericordia” (Cfr. Prefacio Dominical X).

A esta fiesta Dios mismo nos invita, a nosotros toca dar una respuesta agradecida de la gratuidad amorosa del Señor. Desgraciadamente abundamos con frecuencia en las excusas de los primeros invitados de la parábola, y por la ceguera de nuestros mezquinos intereses  nos autoexcluimos de la fiesta. En el fondo, tal negativa a Dios es negación de la fraternidad humana, que se explaya en el ámbito festivo de una comida de amistad.

Tres son las condiciones para una respuesta adecuada a la invitación de Dios, y las hallamos expresadas en la segunda lectura del este domingo y en el evangelio: Tener alma pobre, porque “Dios colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos” (Lc 1, 53). De esta manera el alma se dispone para Dios y los hermanos, viviendo con el corazón despegado del consumismo, compartiendo con los demás lo que se tiene, sintiéndose desinstalado y con absoluta libertad, pues como dice San Pablo “se vivir en pobreza y en abundancia, pues estoy entrenado para todo: la hartura, y el hambre, la abundancia y la privación” (Fil 4, 12); Vestir el traje apropiado, es decir, convertir la mente, el corazón y la vida; Talante alegre y fraternal, pues todo lo puedo en Aquel que me conforta (Fil 4, 13).

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro