HOMILÍA EN LA MISA IN COENA DOMINI

Santa Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., jueves santo 24 de marzo de 2016
Año de la Misericordia – Año de la Programación y Evaluación del PDP

 

Estimados sacerdotes y diáconos,
Apreciados miembros de la vida consagrada,
Queridos laicos, hermanos y hermanas todos en el Señor:
  1. En la Plegaria Eucarística, que es el corazón y cumbre de la acción de gracias de la Santa Misa, escuchamos al sacerdote que después de las palabras de la consagración dice: “Así pues, al hacer el memorial de tu Hijo Jesucristo, nuestra Pascua y nuestra paz verdadera, celebramos su muerte y resurrección de entre los muertos, y, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, Dios fiel y misericordioso la Víctima que reconcilia a los hombres contigo” (cf. Plegaria Eucarística de la Reconciliación I, Misal Romano, 628). Estas palabras —quizá muchas veces pasando desapercibidas para nosotros— reflejan el significado y la importancia de la acción redentora que Dios ha llevado a cabo en favor de la humanidad; además, nos ayudan a entender el significado tan profundo de este día. Permítanme detenerme en la reflexión de este texto, de manera que al celebrar cada día la Santa Misa, podamos comprender aquello que celebramos y nuestra participación en la acción sagrada, sea cada vez más consciente, piadosa y activa (cf. SC, 48). Especialmente en ente tiempo en el que tanta falta nos hace sentirnos cerca de la misericordia de Dios.
  1. Dice nuestro texto: “Así pues, al hacer el memorial de tu Hijo Jesucristo, nuestra Pascua y nuestra paz verdadera, celebramos su muerte y resurrección de entre los muertos”. En la lectura del libro del Éxodo, que acabamos de escuchar, se describe la celebración de la Pascua de Israel tal como la establecía la ley de Moisés. Una fiesta de primavera que en sus orígenes era sencillamente de origen nómada. Sin embargo, para Israel esta fiesta se transformó en una fiesta de conmemoración, de acción de gracias y, al mismo tiempo, de esperanza por la intervención de Dios en favor de su pueblo. Así, los elementos rituales como el haggadah, la berakha y el cordero pascual, concentrados en la cena de pascua, reflejaban que Dios mismo había llevado a cabo la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto y que en el momento en el que el padre de familia lo celebrara con sus hijos, aquella acción de gracias, se llegaba a convertir en súplica y esperanza, pues Dios debía llevar a cabo la libertad definitiva.

Jesús, después de predicar el arrepentimiento y anunciar el evangelio de la misericordia, “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre” (Lc 13, 1), en la misma noche en que iba a ser entregado, al iniciar su pasión salvadora, celebró con sus discípulos la cena de pascua, en la cual instituyó el sacrificio de la Nueva Alianza para el perdón de los pecados. Ofreciéndose él mismo como el Cordero pascual en el altar de la cruz, nos entregó su cuerpo como alimento y su sangre como bebida salvadoras.

De manera que desde entonces, la cruz permanece siempre en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don. Ahora él nos la ofrece a nosotros. El haggadah pascual del pueblo de Israel, es decir la conmemoración de la acción salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha convertido en nuestra celebración  eucarística, en  la  que el Señor bendice nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.

En el sacrificio de la Misa se hace nuevamente presente la pasión de Cristo y la Iglesia ofrece nuevamente a Dios, por la salvación de todo el mundo, el Cuerpo que fue entregado por nosotros y la Sangre derramada para el perdón de los pecados. (cf. Prenotandas del Ritual de la Penitencia, n. 2).

  1. Volviendo al texto de la plegaria leemos que dice: “Mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, Dios fiel y misericordioso la Víctima que reconcilia a los hombres contigo”. Estas palabras nos ayudan a entender algo que quizá a veces nos cuesta trabajo entender. Al celebrar la Santa Misa, no sólo conmemoramos el misterio pascual de Cristo en la Cruz, sino que también pregustamos ya de la gloria futura. Esto es muy importante entenderlo. “En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con El” (cf. SC, 8). Esto nos ayuda a entender que la expectación de la segunda venida de Cristo, ha de llevar a los cristianos a vivir siempre vigilantes, espiritualmente preparados. El cristiano sabe –con una sabiduría enraizada en la fe, “fundamento de las cosas que se esperan” (Heb 11, 1)– que el Evangelio es una comunicación que comporta hechos y cambia la vida, porque “quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (cf. Benedicto XVI, Spe salvi, n. 2). Sabe que su existencia no es un sinsentido, de modo que la fe en la vida futura transfigura la presente y la llena de contenido.

Es curioso que en el Evangelio que hemos escuchado según san Juan (13, 1-15), nos narra el lavatorio de los pies, precisamente para ayudarnos a entender que  la vivencia del misterio pascual conlleva una nota esencialmente caritativa, de servicio, de misericordia. Jesús les lava los pies a los discípulos, para delinear el camino de la Iglesia y de sus seguidores, para mostrar que el culto de la Nueva Alianza, conlleva una característica esencialmente  caritativa y que, mientras llega el día de su segunda venida, los creyentes en Cristo, hemos de esperar viviendo y ejerciendo la caridad. El Papa Benedicto XVI al respecto nos enseñó: “Una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma. Viceversa —como hemos de considerar más detalladamente aún—, el « mandamiento » del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser « mandado » porque antes es dado” (Deus caritas  est, n. 14).

El Papa Francisco en días recientes meditando este texto nos enseñaba que: “Lavando los pies a los apóstoles, Jesús quiso revelar el modo de actuar de Dios en relación a nosotros, y dar el ejemplo de su «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34) de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, o sea dando la vida por nosotros” (cf. Audiencia general, 12 de marzo de 2016).

  1. Queridos hermanos y hermanas, al celebrar la Santa Misa, seamos conscientes que Cristo nos reconcilia con el Padre y que al comer su Cuerpo y su Sangre, dejamos que en la propia vida, Dios nos sumerja en su misericordia. Evitemos caer en el peligro de la indiferencia, que nos orilla a la auto marginación. Sintámonos parte de esta gran fiesta de la misericordia que cada domingo que se vive en la Eucaristía. Luchemos contra todos los obstáculos culturales y sociales que muchas veces nos orillan a perder la centralidad de la Santa Misa en nuestra vida.
  1. Pidámosle a Dios, Padre misericordioso, que en el curso de nuestra historia, nos mire bondadosamente y nos conceda, por la fuerza de su Espíritu, que participando de un mimo pan y de un mimo cáliz, formemos siempre en Cristo, un sólo cuerpo en el que no hay ninguna división. Amén.

+Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro