HOMILÍA EN LA SANTA MISA DE II DOMINGO DE CUARESMA.

II DOMINGO DE CUARESMA

 

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia está dominada por el episodio de la Transfiguración, que en Evangelio de san Lucas sigue inmediatamente a la invitación del Maestro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús.

San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadlo» (v. 35).

Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (v. 36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21).

«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9, 33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.

En este segundo domingo de Cuaresma la invitación es a encontrarnos con la palabra de Dios. Meditar asiduamente en el Evangelio que quiere revelarnos los secretos de Dios. es la invitación para que nos demos cuenta que la Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». (Carta enc. Deus caritas est, n. 1).  La renovación de este encuentro y de su comprensión produce en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa divina que el hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría podido inventar. Conscientes que como dirá san Buenaventura:  «El fruto de ahondar en la lectura de la Sagrada Escritura no es uno cualquiera, sino la plenitud de la felicidad eterna. En efecto, la Sagrada Escritura es precisamente el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para que no sólo creamos, sino que poseamos también la vida eterna, en la que veremos, amaremos y serán colmados todos nuestros deseos» (Prol.: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 5, 201-202).

Leamos la palabra de Dios; meditemos la palabra de Dios; oremos con la palabra de Dios.

La proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros, para ser recibido.

Demos espacio al silencio en nuestra vida, pues  la palabra sólo puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que hay casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masa, aunque solo sea por un momento. Hagamos silencio orante.

Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. Amén.

 

+ Faustino Armendáriz Jiménez

IX Obispo de Querétaro