HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN SACERDEDOTAL DE LOS DIÁCONOS VÍCTOR EFRAÍN URBINA BÁRCENAS Y MIGUEL ANTONIO CASAS AGUILAR.

Basilia de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, Soriano – Colón, Qro., a 14 de junio de 2019.

Año Jubilar Mariano

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Estimado Señor Obispo Emérito, D. Mario De Gasperín Gasperín,

Muy estimados sacerdotes,

Queridos ordenandos,

Estimados miembros de la vida consagrada,

Queridos amigos y familiares,

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

  1. Con alegría y con mucha esperanza, nos hemos reunido para celebrar en esta mañana la Ordenación Sacerdotal de nuestros hermanos diáconos: Víctor Efraín Urbina Bárcenas y Miguel Antonio Casas Aguilar; queremos, al amparo y con la intercesión de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, en esta su basílica, pedirle a Dios que derrame el “Espíritu de Santidad” sobre ellos, para que configurados con Cristo el Buen Pastor, puedan ejercer santamente el ministerio sacerdotal, procurando única y exclusivamente, la gloria de Dios Padre y la santificación de los hombres. «Esta gloria —como enseña el santo concilio ecuménico Vat. II—, consiste en que los hombres reciban consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiesten en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre» (Presbyterorum Ordinis, n. 2).

  1. Los tiempos en que vivimos, nos apremian para que los sacerdotes como ‘testigos del misterio de Dios’, en primer lugar, dediquemos tiempo para contemplar a Dios y después, tras la contemplación de dicho misterio, atraigamos a muchos a tener una experiencia semejante. «Para muchos jóvenes Dios, la religión y la Iglesia son palabras vacías, en cambio son sensibles a la figura de Jesús, cuando viene presentada de modo atractivo y eficaz. Por eso es necesario que la Iglesia no esté demasiado pendiente de sí misma sino que refleje sobre todo a Jesucristo. Esto implica que reconozca con humildad que algunas cosas concretas deben cambiar, y para ello necesita también recoger la visión y aun las críticas de los jóvenes». (Christus vivit, 39). De la calidad y vivencia de nuestro ser sacerdotal, dependerá la calidad y vivencia del modo de vivir de muchos cristianos.

  1. Es por ello que al abrazar voluntariamente este ministerio, ustedes queridos jóvenes ordenandos, deben ser conscientes de la necesidad de poseer siempre algunas calidades esenciales que manifiesten al mundo la gloria de Dios, viviendo con alegría y con libertad el ser sacerdotal, del cual hoy son constituidos (cfr. Presbyterorum Ordinis , 15-17):

 

En primer lugar: Humildad y obediencia.

Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar, no su voluntad, sino la voluntad de quien los envió. Porque la obra divina, para cuya realización los tomó el Espíritu Santo, trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues “Dios eligió los débiles del mundo para confundir a los fuertes” (1 Cor 1, 27). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios, y como encadenado por el Espíritu, es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en los quehaceres diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su vida.

Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio obispo y de otros superiores; gastándose y agotándose de buena gana en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde y pobre que sea. De esta forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo, que crece “por todos los ligamentos que lo nutren”. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investiguen prudentemente nuevos caminos para el mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan instantemente las necesidades del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.

Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que “se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo…, haciéndose obediente hasta la muerte” (Fil 2, 7-9). Y con esta obediencia venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el apóstol: “Por la desobediencia de un hombre muchos fueron hechos pecadores; así también, por la obediencia de uno muchos serán hechos justos” (Rom 5, 19). ¡Jóvenes: sean humildes y obedientes!

 

En segundo lugar: Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia.

La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo.

El celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen “no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios” (Jn 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o el celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único, Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres.

Es, pues, necesario que lo abracen con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor, y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. ¡Jóvenes: vivan célibes!

En tercer lugar: Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria.

Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres, pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque vivirán en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que no son del mundo, según la sentencia del Señor, nuestro Maestro. Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen, llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pues, todo lo que el Padre celestial les concede para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo lo que se les presenta, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto obstaculiza su misión.

En este sentido, ya que el Señor es nuestra porción y herencia, los sacerdotes, deben usar los bienes temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia.

Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos según las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de expertos seglares, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el mantenimiento del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de la caridad, sobre todo con los necesitados. En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular, los presbíteros, apliquémoslos, en primer lugar, a nuestro honesto sustento y a la satisfacción de las exigencias de nuestro propio estado; y lo que sobre, destinémoslo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengamos, por consiguiente, el beneficio como una ganancia, ni empleemos sus emolumentos para engrosar el propio caudal. Por ello, teniendo el corazón despegado de las riquezas, hemos de evitar siempre toda clase de ambición y abstenernos cuidadosamente de toda especie de comercio.

Más aún, sintámonos invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarnos más claramente a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que fuéramos ricos con su pobreza. Y los apóstoles manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay que distribuirlo gratuitamente, sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad. Pero incluso una cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la Iglesia primitiva, prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral; y por esa forma de vida pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo recomienda.

Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres, los presbíteros, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongamos nuestra morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla.

 

4. Queridos jóvenes ordenandos: a lo largo de su formación han dado prueba que cuentan con el perfil necesario para poder salir adelante. Sin embargo, no pueden confiarse a sus propias fuerzas, es necesario siempre, el soporte de la gracia, por lo cual, esta comunidad cristiana hoy ora por ustedes. En breve invocaremos al Espíritu de Dios para que los unja y selle su corazón de tal manera que nada ni nadie lo pueda corromper. Una manera muy concreta que les ayudará para crecer en estas virtudes, será sin duda la formación permanente. «La cual procura garantizar la fidelidad al ministerio sacerdotal, en un camino de continua conversión, para reavivar el don recibido con la ordenación». (cfr. RFIS, n.81). Les animo para que no la descuiden, déjense acompañar, déjense formar. Sean humildes y dejen que un guía espiritual los acompañe. Nunca caminen solos.

5. Pidámosle a la Virgen María, la mujer llena de virtudes, Nuestra Señora de los Dolores de Soriano aquí presente, que como Madre y Maestra espiritual, nos enseñe a todos los que nos hemos decidido por la causa del Reino, los caminos necesarios para ser pastores según el corazón de su Hijo. De manera especial, pidámosle, que enseñe a estos jóvenes ordenandos, las herramientas necesarias que les ayuden para ser sacerdotes: humildes, sencillos, castos, pobres y obedientes. Amén.

 

 + Faustino Armendáriz Jiménez

IX Obispo de Querétaro