Homilía en la Misa de la Convivencia-Posada del Presbiterio

Seminario Conciliar de Querétaro, 17 de diciembre de 2012.


Estimados sacerdotes,
queridos hermanos todos en el Señor:

1. Les saludo a todos ustedes con grande gozo en el Señor Jesús. Encontrarnos reunidos para compartir la vida y estar juntos en esta jornada, durante el tiempo de preparación a la celebración anual del misterio de la Encarnación,  es una oportunidad muy hermosa para descubrir que Dios es el vínculo de la unidad y de la fraternidad sacerdotal. “Pues es bueno y da gusto que los hermanos convivan juntos” (Sal 133, 1). El presbiterio es considerado  como expresión concreta  de la comunión sacerdotal: en su plena verdad es un misterio, es decir, una realidad sobrenatural que tiene su origen en el proyecto de Dios trino y su manifestación en el sacramento del orden. Por eso, el presbiterio es también un ministerio, que tiene como propia una radical forma comunitaria.

2. Hemos iniciado ya al segunda parte del tiempo del adviento,  durante el cual, sentiremos que la Iglesia nos toma de la mano y, a imagen de María, manifiesta su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor que salva y consuela. La liturgia no se cansa de alentarnos y de sostenernos, poniendo en nuestros labios, el grito con el cual se cierra toda la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: «¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20).

3. Significativamente en esta mañana, el texto que precede al evangelio que hemos escuchado decía: “Sabiduría del Altísimo, que dispones  de todas las cosas  con fortaleza  y con suavidad, ven a enseñarnos  el camino de la vida”. Esta oración, es un ejemplo de la súplica de la Iglesia y que cada cristiano anhela en su corazón, en primer lugar reconociendo en Jesucristo, la Sabiduría eterna del Padre. Esta estupenda invocación refiere la «Sabiduría», figura central en los libros de los Proverbios, la Sabiduría y el Sirácide, que por ella se llaman precisamente «sapienciales» y en los que la tradición cristiana ve una prefiguración de Cristo. Esa invocación resulta realmente estimulante y, más aún, provocadora, cuando nos situamos ante el belén, es decir, ante la paradoja de una Sabiduría que, brotando «de los labios del Altísimo», yace envuelta en pañales dentro de un pesebre (cf. Lc 2, 7.12.16).

4. San Pablo, en su carta a los Corintios, usa esta expresión: «La sabiduría de Dios, misteriosa» (1Co 2, 7), es decir, un designio divino, que por largo tiempo permaneció escondido y que Dios mismo reveló en la historia de la salvación. En la plenitud de los tiempos, esta Sabiduría tomó un rostro humano, el rostro de Jesús, el cual, como reza el Credo apostólico, «fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos».

5. Hermanos sacerdotes, la paradoja cristiana consiste precisamente en la identificación de la Sabiduría divina, es decir, el Logos eterno, con el hombre Jesús de Nazaret y con su historia. No hay solución a esta paradoja, si no es en la palabra «Amor», que en este caso naturalmente se debe escribir con «A» mayúscula, pues se trata de un Amor que supera infinitamente las dimensiones humanas e históricas. Así pues, la Sabiduría que esta mañana se ha cantado en el aleluya es el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad; es el Verbo, que, como leemos en el Prólogo de san Juan, «en el principio estaba con Dios», más aún, «era Dios», que con el Padre y el Espíritu Santo creó todas las cosas y que «se hizo carne» para revelarnos al Dios que nadie puede ver (cf. Jn 1, 2-3. 14. 18).

6. Queridos hermanos, un sacerdote lleva en su interior el amor apasionado por esta Sabiduría. Lee todo a su luz; descubre sus huellas en la gente sencilla y en la vida ordinaria. Sin ella no se hizo nada de lo que existe (cf. Jn 1, 3) y, por consiguiente, en toda realidad creada se puede vislumbrar un reflejo de ella, evidentemente según grados y modalidades diferentes. Todo lo que capta la inteligencia humana, puede ser captado porque, de alguna manera y en alguna medida, participa de la Sabiduría creadora. También aquí radica, en definitiva, la posibilidad misma del estudio, de la investigación, del diálogo científico en todos los campos del saber.

7. Al llegar a este punto, no puedo menos de hacer una reflexión un poco incómoda, pero útil para nosotros que estamos aquí y que, por lo general, pertenecemos al ambiente intelectual y del mundo de las letras. Preguntémonos: ¿Quién estaba, la noche de Navidad, en la cueva de Belén? ¿Quién acogió a la Sabiduría cuando nació? ¿Quién acudió a verla, la reconoció y la adoró? No fueron doctores de la ley, escribas o sabios. Estaban María y José, y luego los pastores. ¿Qué significa esto? Jesús dirá un día: «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11, 26): has revelado tu misterio a los pequeños (cf. Mt 11, 25).

8. Pero, entonces ¿para qué sirve estudiar y prepararnos en el seminario? ¿Es incluso nocivo y contraproducente para conocer la verdad? La historia de dos mil años de cristianismo excluye esta última hipótesis, y nos sugiere la correcta: se trata de prepararnos, de profundizar los conocimientos manteniendo un espíritu de «pequeños», un espíritu humilde y sencillo, como el de María, la «Sede de la Sabiduría». ¡Cuántas veces hemos tenido miedo de acercarnos a la cueva de Belén porque estábamos preocupados de que pudiera ser obstáculo para nuestro espíritu crítico y para nuestra «modernidad»! En cambio, en esa cueva cada uno de nosotros puede descubrir la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre, sobre sí mismo. En ese Niño, nacido de la Virgen, ambas verdades se han encontrado: el anhelo del hombre de la vida eterna enterneció el corazón de Dios, que no se avergonzó de asumir la condición humana.

9. Queridos sacerdotes, ayudar a los demás a descubrir el verdadero rostro de Dios es la primera forma de caridad, que para cada uno de nosotros asume el carácter de normativa de vida por la caridad pastoral que sumimos en la ordenación. Estamos viviendo el año de la fe y por lo tanto nuestra tarea como sacerdotes es ayudar a muchos a encontrarse con Dios. El concilio Vaticano II afirma sintéticamente: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Const. Gaudium et spes, 19).  El camino de la Vida que Jesucristo nos enseña es precisamente este: el servicio de la caridad.  El Santo padre Benedicto XVI recientemente ha publicado el Motu proprio “intima Ecclesiae natura” en el cual nos dice: “El servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia (cf. ibíd.); todos los fieles tienen el derecho y el deber de implicarse personalmente para vivir el mandamiento nuevo que Cristo nos dejó (cf. Jn 15, 12), brindando al hombre contemporáneo no sólo sustento material, sino también sosiego y cuidado del alma (cf. Carta enc. Deus caritas est, 28)”. A cada uno de nosotros pastores se nos deposita en las manos el cuidado y crecimiento de la vida espiritual de los fieles. Mi deseo como obispo es, a que fortalezcamos cada día mas los lazos interpersonales en la comunidad sacerdotal, el camino de la Iglesia hoy día, como lo ha sido siempre, es y será la comunidad. Ojalá que las iniciativa en favor de la fraternidad sacerdotal  sean más cada vez.

10. Vivimos además el año de la Pastoral Social y el desafió  a nivel presbiterio es buscar caminos para no caer en una simulación de una espiritualidad de la comunión y realmente vivirla, como “una capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad”, (cf. Carta enc, , Novo Milenio Ineunte, 43).

 

11. La comunidad sacerdotal, es el camino de la vida que en esta mañana le hemos pedido a Dios que nos muestre. El camino de la vida que le pedimos a Jesús que nos enseñe, como comunidad sacerdotal,  es saber « dar espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidia (cf. Ibíd. 43). Un cristiano, un sacerdote, una comunidad  presbiteral que sean activos y fieles al proyecto de Dios que nos ha amado primero, constituye un camino privilegiado para cuantos viven en la indiferencia o en la duda sobre su existencia y su acción. Esto, sin embargo, pide a cada uno de nosotros hacer cada vez más transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo.

12. Dejemos que el Niño de Belén, la Sabiduría del Altísimo,  que está por venir ponga su casa entre nosotros, a fin de que aprendamos de él realmente los caminos de la vida.

13. Aprovecho para desearles a cada uno de ustedes y a sus comunidades una santa Navidad, ¡muchas felicidades!


† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro