Homilía en la Misa de la Celebración de la V Vigilia Eucarística Juvenil Diocesana

Colegio Salesiano, Santiago de Querétaro, Qro., 19 de mayo de 2012

Queridos jóvenes les saludo a todos con afecto en el Señor resucitado:
Hermanos presbíteros: Padre José Luis Trejo, Coordinador de la Dimensión Juventud
Apreciados miembros de la Vida Consagrada:

Con la celebración de la Eucaristía iniciamos esta hermosa “V Vigilia Eucarística Juvenil Diocesana” que es un testimonio preclaro de la juventud de la Iglesia Diocesana de Querétaro, gracias por estar aquí presentes, por atreverse a encontrarse con Aquel que nos ha devuelto la vida y ha hecho posible en nosotros la resurrección. Al verles aquí, reunidos en gran número de todas partes de la diócesis, mi corazón se llena de gozo pensando en el afecto especial con el que Jesús les mira. Sí, el Señor les quiere y les llama amigos suyos para que estén con él (cf. Jn 15,15). Él viene a su encuentro y desea acompañarles en su camino, para abrirles las puertas de una vida plena, y hacerles partícipes de su relación íntima con el Padre. Ciertamente, son muchos en la actualidad los que se sienten atraídos por la figura de Cristo y desean conocerlo mejor. Perciben que Él es la respuesta a muchas de sus inquietudes personales. Pero, ¿quién es Él realmente? ¿Cómo es posible que alguien que ha vivido sobre la tierra hace tantos años tenga algo que ver conmigo hoy?

En el Evangelio que hemos escuchado (Jn 16, 23-28) en la liturgia de la Palabra de esta celebración eucarística, encontramos la clave para saber quién es Jesucristo, cuál es su misión y el contenido de su mensaje. San Juan nos pone de frente a uno de los paradigmas mas preciosos del evangelio “el amor de Dios”, es decir, nos revela que la nueva era predicha por el Señor a los suyos, consistirá en la comprensión de la relación reciproca que existe entre el Padre y el Hijo y en la manifestación de Jesús con el don del amor. Esta es la novedad del evangelio queridos jóvenes, una novedad que se justifica en cada uno de ustedes. Pues Jesucristo nos ama tanto que desea que le correspondamos a su amor amando a su Padre que está en los cielos. Y para amarlo es preciso conocerle y lo podremos conocer solamente en la intimidad de la oración. Es una novedad porque los discípulos no estaban acostumbrados a orar en el nombre de Jesús, ahora sin embargo, por medio del Espíritu Santo, enviado por el Padre, se ha inaugurado un tiempo nuevo en el que nos podemos dirigir al Padre en el nombre de JESÚS, porque él, en virtud de su paso al Padre se ha convertido en el verdadero mediador entre Dios y el hombre. Es en la oración donde cada uno de nosotros como discípulos, conoceremos la intima relación que existe entre Jesús y el Padre, y de este modo podremos configurar nuestros proyectos personales a los revelados por Jesucristo.

Queridos Jóvenes, la belleza de saber que Dios nos ama es la realidad que el evangelio nos revela, esta noticia ha transformado el mundo, la historia, el corazón de tantos y tantos hombres. Y hoy quiere transformar su propia historia. El amor de Dios que se ha revelado en Cristo no es una utopía o una idea, Jesucristo es la prueba contundente de esta realidad.

Todos como personas sentimos el deseo de amar y de ser amados. Sin embargo, ¡qué difícil es amar, cuántos errores y fracasos se producen en el amor! Hay quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Las carencias afectivas o las desilusiones sentimentales pueden hacernos pensar que amar es una utopía, un sueño inalcanzable, ¿habrá, pues, que resignarse? ¡No! El amor es posible y la finalidad de este encuentro eucarístico es contribuir a reavivar en cada uno de ustedes, que son el futuro y la esperanza de la humanidad, la fe en el amor verdadero, fiel y fuerte; un amor que produce paz y alegría; un amor que une a las personas, haciéndolas sentirse libres en el respeto mutuo. San Juan lo subraya bien cuando afirma que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16); con ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor.

Y podemos preguntarnos ¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? La Cruz de Cristo revela plenamente el amor de Dios. En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites. La Cruz, locura para el mundo, escándalo para muchos creyentes, es en cambio “sabiduría de Dios” para los que se dejan tocar en lo más profundo del propio ser, “pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co 1,24-25). Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo y extirpa el odio del corazón del hombre. Ésta es su verdadera “revolución”: el amor.

En la Cruz Cristo grita: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la intensidad de este misterio nos damos cuenta de la necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él nos ha amado. Esto comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. Ya en el Antiguo Testamento Dios había dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18), pero la novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los enemigos, “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1).

Quisiera ahora detenerme en tres ámbitos de la vida cotidiana en los que ustedes, queridos jóvenes, están llamados de modo particular a manifestar el amor de Dios.

El primero es la Iglesia, que es nuestra familia espiritual, compuesta por todos los discípulos de Cristo. Siendo testigos de sus palabras – “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13,35) –, alimenten con su entusiasmo y su caridad las actividades de las parroquias, de las comunidades, de los movimientos eclesiales y de los grupos juveniles a los que pertenecen. Sean solícitos en buscar el bien de los demás, fieles a los compromisos adquiridos. No duden en renunciar con alegría a algunas de sus diversiones, acepten de buena gana los sacrificios necesarios, dando testimonio de su amor fiel a Cristo anunciando su Evangelio especialmente entre sus amigos.

El segundo ámbito, donde están llamados a expresar el amor y a crecer en él, es su preparación para el futuro que les espera. Si son novios, Dios tiene un proyecto de amor sobre su futuro matrimonio y su familia, y es esencial que lo descubran con la ayuda de la Iglesia, libres del prejuicio tan difundido según el cual el cristianismo, con sus preceptos y prohibiciones, pone obstáculos a la alegría del amor y, en particular, impide disfrutar plenamente esa felicidad que el hombre y la mujer buscan en su amor recíproco. El amor del hombre y de la mujer da origen a la familia humana y la pareja formada por ellos tiene su fundamento en el plan original de Dios (cf. Gn 2,18-25). Aprender a amarse como pareja es un camino maravilloso, que sin embargo requiere un aprendizaje laborioso. El período del noviazgo, fundamental para formar una pareja, es un tiempo de espera y de preparación, que se ha de vivir en la castidad de los gestos y de las palabras. Esto permite madurar en el amor, en el cuidado y la atención del otro; ayuda a ejercitar el autodominio, a desarrollar el respeto por el otro, características del verdadero amor que no busca en primer lugar la propia satisfacción ni el propio bienestar. En la oración común pidan al Señor que cuide y acreciente su amor y lo purifique de todo egoísmo. Non duden en responder generosamente a la llamada del Señor, porque el matrimonio cristiano es una verdadera y auténtica vocación en la Iglesia. Igualmente, queridos y queridas jóvenes, si Dios les llama a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial o de la vida consagrada, estén preparados para decir “sí”. Su ejemplo será un aliciente para muchos de sus coetáneos, que están buscando la verdadera felicidad.

El tercer ámbito del compromiso que conlleva el amor es el de la vida cotidiana en sus diversos aspectos. Me refiero sobre todo a la familia, al estudio, al trabajo y al tiempo libre. Queridos jóvenes, cultiven sus talentos no sólo para conquistar una posición social, sino también para ayudar a los demás “a crecer”. Desarrollen sus capacidades, no sólo para ser más “competitivos” y “productivos”, sino para ser “testigos de la caridad”. Únanse a la formación profesional el esfuerzo por adquirir conocimientos religiosos, útiles para poder desempeñar de manera responsable sumisión. Que el Espíritu Santo les haga creativos en la caridad, perseverantes en los compromisos que asumen y audaces en sus iniciativas, contribuyendo así a la edificación de la “civilización del amor”. El horizonte del amor es realmente ilimitado: ¡es el mundo entero!

Queridos jóvenes, “atreverse a amar”, a no desear más que un amor fuerte y hermoso, capaz de hacer de toda su vida una gozosa realización del don de ustedes mismos a Dios y a los hermanos, imitando a Aquél que, por medio del amor, ha vencido para siempre el odio y la muerte (cf. Ap 5,13). El amor es la única fuerza capaz de cambiar el corazón del hombre y de la humanidad entera, haciendo fructíferas las relaciones entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre culturas y civilizaciones. De esto da testimonio la vida de los Santos, verdaderos amigos de Dios, que son cauce y reflejo de este amor originario. Esfuércense en conocerlos mejor, encomiéndense a su intercesión, intenten vivir como ellos. Me limito a citar a la Madre Teresa que, para corresponder con prontitud al grito de Cristo “Tengo sed”, grito que la había conmovido profundamente, comenzó a recoger a los moribundos de las calles de Calcuta, en la India. Desde entonces, el único deseo de su vida fue saciar la sed de amor de Jesús, no de palabra, sino con obras concretas, reconociendo su rostro desfigurado, sediento de amor, en el rostro de los más pobres entre los pobres. La Beata Teresa puso en práctica la enseñanza del Señor: “Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Y el mensaje de esta humilde testigo del amor se ha difundido por el mundo entero.

Cada uno de nosotros, queridos amigos, puede llegar a este grado de amor, pero solamente con la ayuda indispensable de la gracia divina. Sólo la ayuda del Señor nos permite superar el desaliento ante la tarea enorme por realizar y nos infunde el valor de llevar a cabo lo que humanamente es impensable. La gran escuela del amor es, sobre todo, la Eucaristía. Cuando se participa regularmente y con devoción en la Santa Misa, cuando se transcurre en compañía de Jesús eucarístico largos ratos de adoración, es más fácil comprender lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo de su amor, que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,17-18). Además, el compartir el Pan eucarístico con los hermanos de la comunidad eclesial nos impulsa a convertir “con prontitud” el amor de Cristo en generoso servicio a los hermanos, como lo hizo la Virgen con Isabel.

Que María, la Madre del Amor, les muestre el camino para poder llegar a amar con el amor de Cristo, consagren su vida a su corazón inmaculado, pidiendo su constante intercesión. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro