Homilía en la Misa de la 52ª peregrinación de Querétaro al Tepeyac

El Bosque, Edo. de México, 13 de Julio de 2011

Haciendo un alto en el camino, nos congregamos en torno al altar, para celebrar la Eucaristía. Saludo con mucho aprecio a nuestra hermanas peregrinas que caminan hacia el Tepeyac, de manera especial, a quienes por primera vez recibirán el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, a nuestros hermanos sacerdotes, a todos ustedes hermanos en el Señor que nos acompañan.

El día de hoy, la liturgia de la Palabra, en la primera lectura nos presenta el llamado de Dios a Moisés que caminaba por el desierto y la encomienda a una misión con la garantía de su presencia: «Yo estaré contigo» (Ex 3,12). Esta misión de Moisés, nos recuerda el mandato misionero de Jesús, Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, igualmente con su presencia, día tras día, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).

El peregrinar es un modo de cumplir, también con este mandato. Al igual que Jesús recorría con sus discípulos los caminos de Palestina para anunciar el Evangelio de la salvación, los peregrinos se convierten en anunciadores de Cristo (cf. DPPL 286). Hermanas peregrinas, su marcha hacia el Tepeyac, al encuentro con la Santísima Virgen María de Guadalupe, constituye una valiosa oportunidad para evangelizar, tengan presente que siempre, en todo lo que digamos y hagamos, podemos anunciar a Cristo, muerto y resucitado.

En este año de 2011, en nuestro Plan Diocesano de Pastoral, se ha pedido la acentuación de la prioridad «Refundamentar la familia», por este motivo, reflexionemos sobre el cuarto mandamiento del Decálogo:  Honrarás a tu padre y a tu madre.

El Decálogo, como lo indica el Catecismo de la Iglesia Católica, debe ser interpretado a la luz del doble y único mandamiento del amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente y amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Los tres primeros mandamientos se refieren a nuestra relación con Dios, y los otros siete a nuestra relación con el prójimo. Es, por lo tanto, el cuarto mandamiento, el de honrar a tu padre y a tu madre, el primero con respecto al prójimo.

Dios nos recuerda y nos manda, en primer lugar, a que después de Él establezcamos una relación de amor y respeto con nuestros padres, «a los que debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios» (CatIC 2197).

«Honrar» significa,  como escribía el Santo Padre, Juan Pablo II, en la Carta a las familias por el Año de la familia, en 1994, reconocer, dejarse guiar «por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la familia […]  La honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es “una entrega sincera de la persona a la persona” y, en este sentido, la honra coincide con el amor» (n. 15) .

Pero, también este mandamiento implica los deberes de los padres hacia sus hijos, es una relación recíproca. Los padres deben con su comportamiento merecer la honra y el amor de sus hijos (cf. Ibid.).

Esta relación recíproca de amor y respeto de padres e hijos, fortalece y cohesiona los vínculos internos de la familia, haciendo que ésta sea «imagen de Dios que, en su misterio más íntimo no es una soledad, sino una familia» (DP 582).

Recordemos, que «en el seno de una familia, la persona descubre los motivos y el camino para pertenecer a la familia de Dios. De ella recibimos la vida, la primera experiencia del amor y de la fe» (DA 118).

El respeto a los padres, llamado piedad filial, está hecho «de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia» (CatIC 2215).

Este respeto necesita también del perdón, para todos aquellos padres y madres que no quisieron, no supieron o no pudieron dar el amor, el tiempo y la dedicación que tanto necesitaban sus hijos.

Para llenar esos vacíos, hay que abrir el corazón a la revelación amorosa de Dios, como escuchamos en el Evangelio. «Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él» (1 Jn 4,9). La sequela Christi, el seguimiento de Cristo, es imprescindible, para sanar las heridas, restablecer las relaciones rotas. Él ha dicho: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37). La centralidad del amor de Jesucristo en los hijos y en los padres, se vuelve como un filtro a través del cual los sentimientos se purifican y los hace ser capaces nuevamente de amar y perdonar.

Además del respeto, los hijos deben hacia sus padres docilidad y obediencia verdaderas. Los hijos mayores de edad, en la medida de sus posibilidades reales, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en los momentos de soledad o de abatimiento.

Por su parte, los padres deben amar y respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios. Educarlos en la fe cristiana y proveer a sus necesidades materiales y espirituales. Elegir una escuela adecuada y ayudarles en la elección de la profesión y del estado de vida(cf. CatIC 2216-2230).

Sobre la educación en la fe, el Santo Padre, Benedicto XVI, en el discurso inaugural de Aparecida recordó que «la asistencia de los padres con sus hijos a la celebración eucarística dominical es una pedagogía eficaz para comunicar la fe y un estrecho vínculo que mantiene la unidad entre ellos». Hoy, a ustedes que hacen su Primera Comunión, les invito a que con sus padres reciban frecuentemente este Sacramento, que su Primera Comunión sea la primera de muchas comuniones.

Los obispos, en Aparecida, insistimos en que en nuestra condición de discípulos y misiones de Jesucristo, todos estamos llamados a trabajar para que la familia asuma su ser y su misión en el ámbito de la sociedad y de la Iglesia (cf. DA 432).

La estabilidad en la relación de padres e hijos es comunicativa, «cuando las demás familias ven cómo se aman, nace el deseo y la práctica de un amor que vincula a las familias entre sí, como signo de la unidad del género humano» (DP 586).

La familia es, entonces, misionera, evangeliza con su testimonio de vida, el amor de Dios a los demás.

Pidamos a Dios, con la intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe, bendiga a nuestras familias, bendiga a nuestra Patria. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro