Homilía en la Misa de despedida de la Diócesis de Matamoros

Matamoros, Tamps., 8 de Junio de 2011

Muy estimados hermanos y hermanas en el Señor Jesús:

Providencialmente las lecturas que hemos escuchado hoy en esta Eucaristía, iluminan de manera extraordinaria la ocasión por la que nos hemos reunido esta mañana; haber hecho lectio divina con ellas ha sido verdaderamente conmovedor, pues he visto reflejados en las palabras de la Sagrada Escritura mis propios pensamientos y sentimientos ante mi ya próxima partida. Agradezco la presencia de todos ustedes y agradezco también la oportunidad que me brindan de poder compartir en seguida estas reflexiones.

 

LECTIO

Al acercarnos a la primera Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, es necesario recordar su contexto: San Pablo va a Jerusalén a entregar una suma de dinero que había sido colectada entre los paganos para ayuda de la Madre de todas las Iglesias; su viaje es primordialmente de caridad, de solidaridad, pero también es una misión que expresa el reconocimiento de Jerusalén como la Iglesia que en ese tiempo poseía el primado entre todas las iglesias; se trata de la comunidad que está directamente vinculada con el ministerio del mismo Jesucristo y de los apóstoles y desde donde se extendió el Evangelio a todas las naciones. Sin embargo, la misión asumida por Pablo representa un verdadero riesgo, tan grande que pone en peligro su vida: Pablo mismo intuye que le esperan “prisiones y pruebas” (v.23); es consciente que puede correr la misma suerte de Jesús o de Esteban, de cuya muerte fue testigo, aun así, está decidido embarcarse en Mileto; es precisamente en esta situación que ha querido convocar a los pastores de las comunidades de Éfeso, a los que llama “πρεσβυτέρους” (v. 17) y “ἐπισκόπους” (v.28), a ellos abre su corazón de presbítero y de obispo y les ofrece un bellísimo testamento pastoral, lleno de consejos, de advertencias y de exhortaciones, palabras que manifiestan su corazón de pastor; ofrece un elocuente discurso de despedida que va dirigido no sólo a los presbíteros y obispos de Éfeso, sino a los presbíteros y obispos de todos los tiempos.

La situación de Jesús en el Evangelio es muy similar: San Juan nos relata ampliamente el discurso de despedida que Jesús dirige a sus apóstoles en la Última Cena, inicia en el capítulo 13 y concluye precisamente en el capítulo 17, parte del cual hemos escuchado hoy. Sabemos por los cuatro Evangelios que Jesús intuía de una manera muy clara no sólo que su final estaba cerca, sino que además el desenlace de su vida sería dramático, lleno de sufrimiento, en un ambiente de persecución, calumnias y traición; El mismo Evangelio de Juan lo atestigua, cuando dice que Jesús “sabía todo lo que le iba a suceder” (18,4). Rodeado de sus apóstoles, a quienes amaba entrañablemente y a los que declara sus “amigos” (15,15), Jesús abre de par en par su corazón, podemos contemplar a un Jesús apasionado, capaz de expresarse abiertamente, dirigiendo a sus apóstoles palabras alentadoras, pero también cargadas de un dramático y estremecedor realismo, les da a conocer los peligros que les aguardan, pero también las recompensas que tienen reservadas; Él sabe que no tendrá otra oportunidad para estar con ellos y no quiere desaprovechar la oportunidad para transmitir y dejar bien afianzada la esencia de su mensaje, enfatizando con especial cuidado su doctrina sobre el amor: “les doy un mandamiento nuevo, que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (15,15).

Mientras que en los capítulos 13 al 16 Jesús se dirige a los apóstoles, en el 17, como sabemos, Jesús realiza un asombroso giro: cambia de interlocutor, se dirige a su Padre; todo el capítulo es una bella plegaria que la tradición católica ha llamado “oración sacerdotal”, en ella Jesús pone en las manos de su Padre, con quien es uno, a sus apóstoles y junto con ellos a todos sus sucesores y a los colaboradores de sus sucesores y ofrece a todos nosotros la esencia de su identidad y misión: “por ellos me consagro” (17,1).

 

MEDITATIO

De ninguna manera pretendo comparar, ni siquiera mínimamente, el ministerio que he desarrollado en esta amada Diócesis por seis años con el apostolado incansable de Pablo, mucho menos con el ministerio de Jesús; sin embargo, no puedo dejar de descubrir en este momento que mis sentimientos entran en sintonía con estos dos formidables testimonios que hemos escuchado en la Liturgia de la Palabra: esta es una Eucaristía de despedida, el Santo Padre me ha llamado a ejercer el ministerio apostólico en otra Diócesis, he aceptado la encomienda porque mi fe me dicta que esa es la voluntad de Dios, a la cual quiero someterme en todo momento; agradezco la confianza que Su Santidad Benedicto XVI deposita en mis manos, de ninguna manera quiero defraudarlo a él y mucho menos a Jesucristo, que es quien llama.

Tres son los aspectos que quisiera meditar con ustedes y que me llevan especialmente a identificarme con Pablo y con Jesús. El primero es precisamente el amor; Pablo y Jesús son capaces de expresarse así porque uno y otro amaron verdaderamente. En estos seis años puedo reconocer que Dios ha despertado en mi persona la presencia de un profundo amor, de una verdadera caridad pastoral; puedo decir sin tapujos que he aprendido a amar la Diócesis de Matamoros, a sus personas e instituciones, sus paisajes, tradiciones e historia. Llegar aquí sin conocer siquiera a alguien fue difícil, sin embargo, pronto me di cuenta de la calidad de los habitantes de esta región: obreros, campesinos y pescadores acostumbrados al trabajo; comerciantes y servidores públicos comprometidos y conscientes de la responsabilidad de su servicio; hombres y mujeres honestos y transmisores de valores; comunidades católicas cuyos miembros aman a Dios y gozan sirviéndolo y edificando su Reino; niños, jóvenes y adultos, admirables creyentes, alegres y entusiastas, dispuestos a buscar la concordia y la relación fraterna; sacerdotes sensibles, evangelizadores, forjadores de una Iglesia viva y claramente presente en la sociedad.

Cada día que tuve la oportunidad de vivir y servir en todos los rincones de la Diócesis experimenté la alegría que suscita un amor creciente. Han sido sólo seis años, pero reconozco que ya soy tamaulipeco, y que me unen a este estado lazos estrechos de afecto sincero que permanecerán en mi corazón de pastor el resto de mi vida. Eso mismo hace que al igual que Jesús y Pablo experimente un íntimo dolor, patente en sus respectivas despedidas, muy semejante al que viví cuando el Beato Juan Pablo II me llamó a salir de mi tierra sonorense y dejar allá familia y amigos entrañables; tengo que dejar ahora grandes amigos tamaulipecos y eso es muy difícil. Me alegra la idea de seguir cumpliendo la voluntad de Dios en Querétaro, pero el amor me lleva a sufrir una ruptura más, lo hago con determinación pero también con serias dificultades.

El segundo punto que quisiera meditar esta mañana se refiere al desarrollo de mi ministerio apostólico como Obispo de Matamoros. Cuando fui llamado a esta vocación tenía algunas ideas nacidas en mi ministerio como presbítero en la Diócesis de Hermosillo, especialmente como formador de Seminario, como Párroco y finalmente como Vicario General; pensé aplicar algunas enseñanzas pastorales desde la idea que podía tener entonces de lo que tendría que ser un Obispo. Muchas de esas ideas se reafirmaron y han sido muy útiles, pienso sobre todo en el modo como había tenido la oportunidad de organizar las dos parroquias en las que estuve y que me permitieron ofrecer lineamentos muy claros y precisos, no sólo en lo que se refiere a la elaboración de planes parroquiales, sino a la organización misma de la Diócesis. Sin embargo, también reconozco que en esta amada Diócesis he aprendido a ser Obispo, y que todos ustedes han sido para mí maestros; el desarrollo de cualquier vocación y ministerio en la Iglesia se aprende mientras se ejerce, y eso me ha pasado en estos seis años. Sé que el aprendizaje continuará en Querétaro, pues la formación permanente es un proceso que no concluye, estoy dispuesto a seguir creciendo en mi identidad como Obispo; tengo la convicción que el Pueblo de Dios en Querétaro continuará ayudándome.

Por otro lado, un elemento más que ha sido parte de la enseñanza de la Providencia de Dios y que ha contribuido a la configuración de mi ser y misión como sucesor de los Apóstoles, ha sido la participación en el Sínodo de la Palabra de Dios, cuyo fruto es la Exhortación Apostólica Verbum Domini, así como en la V Asamblea General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida. En esas dos maravillosas experiencias eclesiales me colocaron ante diversas realidades esenciales de mi vocación: soy Obispo de una Iglesia Local, pero también soy Obispo en la Iglesia Universal. Es decir, soy por vocación verdadero Pastor, sucesor de los Apóstoles, pero soy también, y a la base de cualquier otra vocación, discípulo y misionero de Jesucristo.

Estas dimensiones de mi episcopado las he ido viviendo en el ministerio cotidiano, en el servicio a las comunidades de esta Iglesia, cuando ejercí el triple ministerio de enseñar, santificar y regir, y también cuando tuve el enorme privilegio de llevar el mensaje del Evangelio por las calles y brechas de toda la Diócesis, tocando las puertas de las casas, en el campo y la ciudad, acompañado de hermanos y hermanas, sacerdotes y catecúmenos. Asimismo, el horizonte de mi vocación apostólica se ha ampliado últimamente cuando fui llamado por mis hermanos Obispos a formar parte del Consejo de Presidencia de la Conferencia del Episcopado Mexicano y sobre todo ahora que el Santo Padre me llama a ser Obispo de Querétaro. Como Obispo en la Iglesia, soy también discípulo y misionero, estas son ahora convicciones firmes que iluminan mi vida. Como fruto de todas estas experiencias he dicho que sí a la nueva misión a la que el Señor me llama. Pablo y Jesús dan testimonio de su entrega, he dicho que no puedo compararme a ellos, sin embargo, haber servido incansablemente en Matamoros y en la Iglesia Universal, me llevan a tener una profunda comunión con los sentimientos y las palabras que hemos escuchado en esta Eucaristía.

Por último, como tercer punto de la meditación, quisiera que dirigiéramos la atención al hecho que tanto Pablo como Jesús se dirigen a hombres llamados al ministerio eclesial: a los apóstoles y a los presbíteros de Éfeso; ambos desarrollaron no una relación predominantemente pragmática con ellos, sino iluminada y penetrada por la caridad pastoral, por el afecto fraterno, lo cual se transparenta en sus palabras y actitudes; es conmovedor escuchar el relato de Lucas en los Hechos de los Apóstoles, en el que se resaltan gestos de profundo cariño. Por ello, en este momento quisiera dirigir unas palabras a mis hermanos presbíteros de esta Diócesis de Matamoros, tendremos oportunidad de convivir todavía un poco más tarde, sin embargo, ante sus comunidades aquí representadas, quiero agradecer profundamente a cada uno de ustedes por su persona, por su vocación, por su trabajo, por todos los esfuerzos que cotidianamente realizan a favor de la construcción del Reino de Dios, especialmente hacia los más pobres; sobre todo quisiera reconocer y agradecer su cercanía y disponibilidad, su franqueza y honestidad, su respeto, la búsqueda incansable por la unidad y la auténtica fraternidad sacerdotal. Me voy con la consolación interior de que a final de cuentas entre ustedes, mis hermanos sacerdotes, encontré siempre una obediencia activa e inteligente. Gracias en gran medida a la disposición de cada uno de ustedes y de todos como familia presbiteral, veo un clero unido, fuerte, con claridad de metas y con disposición a seguir sirviendo. Doy mi reconocimiento especial a Mons. Roberto Ramírez Hernández, decano del presbiterio y sesenta y dos años de ordenado: Monseñor, gracias por su testimonio y su entrega, me llevo sus enseñanzas, los frutos de su sabiduría permanecerán siempre como luz en mi ministerio. Me resta unirme a San Pablo, en la lectura que hemos escuchado, y exhortarlos como él lo hizo, a que “miren por ustedes mismos y por todo el rebaño, del que los constituyó pastores el Espíritu Santo, para apacentar a la Iglesia que Dios adquirió con la sangre de su Hijo”. Lo que hemos aprendido juntos será un precioso tesoro que conservaré con celo; oren por mí, que yo les aseguro mi oración siempre.

Y ligado al presbiterio, el Seminario, como una de las instituciones más apreciadas en la Diócesis, lugar privilegiado de formación de misioneros. A mi llegada a la Diócesis expresé mi opción decisiva en la atención a esta querida casa de formación, así lo he tratado de hacer durante estos seis años; quisiera haberme hecho más presente, sin embargo, gracias a Dios siempre hemos contado con equipos de formadores sólidos y con jóvenes entusiastas y generosos; gracias padres, gracias, muchachos por su decidido “sí” y por la realización de una bella vocación. Me da mucho gusto que tengan la ocasión de ir a Querétaro, allá nos veremos con el favor de Dios. Valoro también mi convivencia con los miembros de los institutos de vida consagrada; ustedes me han permitido entender que es posible armonizar y complementar la vida diocesana a la vida consagrada cuando centramos nuestra relación en Cristo y en la Evangelización.

 

ORATIO

La primera lectura nos relata que Pablo se puso de rodillas y oró con los presbíteros de Efeso, el capítulo 17 del Evangelio de San Juan recoge la oración de Jesús que ha inspirado la espiritualidad sacerdotal en toda la historia de la Iglesia. Quisiera en este momento también que me permitan concluir con una oración, únanse a mí.

Señor Jesús, Dios eterno, Pastor y guardián de nuestras almas (Cf. I P 2,25), Buen Pastor, que conoces a tus ovejas y das la vida por ellas (Cf. Jn 10,11). Te doy gracias por haberme llamado por el bautismo a la vida cristiana; te agradezco por el crisma de la Confirmación, a través del cual recibí la vocación de ser tu testigo; gracias por hacerme participar desde mi niñez del Pan de la Eucaristía; bendito seas por haberme llamado al sacramento del Orden en sus tres grados, y por el que me has constituido Pastor y ministro de tus Sacramentos. Te pido perdón por no haber respondido del todo a las vocaciones a las que me has llamado; sin embargo, también te doy gracias por tantas bendiciones que me has concedido: por mi familia de origen, por mi vocación, por mi vida sacerdotal en la Diócesis de Hermosillo y por haberme dado esta amada Diócesis de Matamoros como esposa, gracias infinitas por compartir conmigo la caridad pastoral a favor de esta Iglesia de Dios, que has adquirido con tu propia sangre (Cf. Hch 20,28); por haberme concedido el privilegio de servirla a lo largo de estos seis años, como discípulo y misionero tuyo; por darme la oportunidad de estar en medio de tu Iglesia, siendo signo de tu presencia; por ser instrumento indigno de tu gracia y representación sacramental de tu corazón de Buen Pastor. Te agradezco por cada uno de los presbíteros de esta Diócesis, que tantas veces me edificaron; por su entrega cotidiana y generosa a la vocación que les haces; por su trabajo tantas veces escondido, cotidiano y lleno de riesgos, pero ejercido con fidelidad, alegría y generosidad. Te doy gracias por mis hermanos y hermanas laicos, comprometidos con el Evangelio y con el Reino, porque son testigos en medio del mundo de que estás vivo y de que nos amas incondicionalmente; gracias por las familias, por los jóvenes, por los niños, discípulos y misioneros tuyos, incansables, entusiastas y edificantes. Hoy, esta mañana, quisiera pedirte muchas cosas, me uno por lo pronto a tu oración, quiero hacerla mía. Ahora que estoy a punto de partir de Matamoros te pido, Jesús, que todos mis hermanos sean uno, como tú y el Padre son uno (Cf. Jn 17,11.21), “No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal.” (Jn 17,15). Fortalece a la Diócesis de Matamoros, envía un Pastor según tu corazón que sepa conducir a todos a tu gozo pleno. De modo particular quiero pedirte que protejas a todos estos hermanos y hermanas míos; tú sabes que lo que más me cuesta, lo que más me hace sufrir, es dejar esta tierra con tantos desafíos. Concédenos el don de la paz, da a los habitantes de la Diócesis de Matamoros, de todo Tamaulipas y de México entero volver a gozar de relaciones de justicia y libertad, de auténtico progreso y de seguridad, “para que en ti nuestro Pueblo tenga vida digna”; te pido que nuevamente podamos circular por los caminos con tranquilidad, que podamos establecer entre todos relaciones de tolerancia y respeto, que los servidores públicos puedan buscar el bien de toda la sociedad.

María, Reina, ruega por nosotros. ¡Dios bendiga a la Diócesis de Matamoros!  ¡Dios bendiga a Tamaulipas!

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro