Homilía en la Misa de Acción de Gracias por el Año 2010

Santa Iglesia Catedral, Santiago de Querétaro, Qro., 31 de diciembre de 2010

 

LA ÚLTIMA PALABRA ES DE DIOS o Cuando Dios habla en el Silencio

 “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,18) 

1. Dios tiene la última palabra de la historia humana como tuvo la primera que dio origen al universo. Esa palabra puede resonar en el cielos que cantan su gloria, puede ser proclamada desde lo alto de un monte como en el de las Bienaventuranzas, o puede ser pronunciada en el silencio de la noche, como en Belén o como en la Cruz. El silencio de Dios suele ser su palabra definitiva pero elocuente, la que cimbra la creación y estremece al hombre y es la que nos hace preguntarnos: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no nos habla? ¡Respóndeme Señor! Y no obstante este reclamo, Dios calla. Pero cuando Dios guarda silencio en la historia humana, es cuando hay que afinar el oído y poner atención, pues es el momento en que Dios quiere hablar al corazón humano.

2. Tal parece que atravesamos en estos momentos de nuestra historia patria, un tiempo de reposo, de silencio inquietante de Dios, que nos hace tambalearnos al ritmo veleidoso del relativismo moral y doctrinal imperante, donde todo carece de sentido, como que hemos perdido el rumbo y han desaparecido nuestras seguridades, como que Dios está cada día más lejos de nuestro alcance.

3. Este año celebramos algunos acontecimientos importantes de nuestro calendario civil, el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución. ¿Cuál es la lección que nos dejan, la enseñanza que aprendimos, el proyecto de futuro que forjamos para tener y ser un México mejor? Más allá de recuerdos, conmemoraciones o festejos, nosotros los cristianos sabemos que todo lo que sucede, sin excepción alguna, se encuentra orientado por la mano providente de Dios, que nada sucede al acaso, y que Cristo, el que acaba de aparecer en Belén, es el principio, el centro y la plenitud de los tiempos y que su presencia convierte a nuestra frágil y enmarañada historia, en historia de salvación; y así, todo lo que sucede, contribuye al bien de los que lo aman.

4. Como fue la vida de Jesucristo, así será la historia de los creyentes y de su esposa la Iglesia. Por la Encarnación él se hizo hermano nuestro, solidario con nuestra historia y la Iglesia que es su cuerpo, “se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GSp 1), de modo que su presencia en el acontecer humano no es sólo pretensión legítima de sus discípulos, sino exigencia ineludible de su condición de creyentes. Nadie debe sentirse más comprometido con el progreso humano auténtico de su patria, que el discípulo de Jesucristo.

5. La historia humana no es un estar de manera apacible y sosegada en la indiferencia, sino lucha y desafío constantes y aquí, en la opción por el bien y en el esfuerzo por lo mejor, es donde cada uno se juega, no sólo el futuro temporal, sino su destino eterno. Este mundo será siempre imperfecto, y no se verá libre por completo del mal, ni la Iglesia en su camino dejará de tropezar, y su victoria será producto, sí, de su esfuerzo, pero sobre todo de la misericordia de Dios. Será siempre la Iglesia santa que abarca en su seno a los pecadores y será dichoso, según Jesús,“aquel que no se escandalice de él y persevere en su seno hasta el final”.

6. Puesto que la historia humana —desde luego la de nuestra patria—, es el lugar y el instrumento de la acción salvadora de Dios, será siempre a partir de la fe desde donde se pronuncie el juicio definitivo y certero del actuar de los humanos. El veredicto final lo dictará Dios, y los creyentes con él, no los medios de comunicación. Por eso el creyente, sin dejar de escuchar la resonancia de los estertores humanos, más bien pone su oído en la Palabra de Dios, en sus mandamientos y sabe escuchar, desde el interior de la Iglesia, los latidos del corazón de Dios que marcan nuestro rumbo y  el destino final.

7. Por esta razón, en estos momentos en que la violencia crece y el miedo paraliza y todos  quisiéramos que Dios, si no del Tabor por lo menos del Sinaí nos hablara fuerte, me atrevo a invitarlos a hacer silencio en su familia, comenzando por su propio corazón, para escuchar allí, en la intimidad y con el evangelio del Crucificado enfrente, la voz sonora del silencio de Dios. “Como pone de manifiesto la cruz de Cristo, dice el Papa Benedicto, Dios habla por medio de su silencio… Colgado en el leño de la Cruz, se quejó del dolor por este silencio: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’ (Mc.15,34)… Esta experiencia de Jesús es indicativa, prosigue el Papa, de la situación del hombre que, después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, ha de enfrentarse también con su silencio… El silencio de Dios prolonga sus palabras precedentes. En esos momentos de oscuridad habla en el misterio de su silencio. Por tanto, en la dinámica de la revelación cristiana —y de nuestra vida, me atrevo a añadir— el silencio aparece como una expresión importante de la Palabra de Dios” (VD 21).

8. La noche será larga para nuestra patria y el silencio de Dios prolongado, pero, como dice san Pedro, “harán ustedes bien en escuchar la Palabra profética que brilla como lámpara en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en sus corazones el lucero de la mañana”, que es Jesucristo nuestro Señor (Cf. 2P 1,9). En Él descansa nuestra fe y en Él y por Él hemos sido salvados “en esperanza”. Porque hay esperanza de salvación, puedo con verdad desearles paz y felicidad para el año nuevo que se avecina. ¡Feliz año en el Señor, nuestra Esperanza!

† Mario De Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro