Homilía en la Misa con motivo del Encuentro Nacional de Laicos y Dimensión de Laicos

Capilla de Teología del Seminario Conciliar de Querétaro, Santiago de Querétaro, Qro., 14 de marzo de 2014.

Año de la Vida Consagrada – Año de la Pastoral de la Comunicación

 

Estimados hermanos sacerdotes,

queridos miembros de los Consejos Diocesanos de Laicos y Dimensión de Laicos,

hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. Con fe y alegría nos reunimos esta mañana para celebrar nuestra fe, cobijados por el clima del ‘desierto cuaresmal’, el cual nos conduce como un itinerario hacia la celebración anual de la Pascua, donde conmemoraremos el triunfo del Señor sobre la muerte y renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Lo hacemos, además, en el marco de este Encuentro Nacional de Consejos Diocesanos de Laicos y Dimensión de Laicos, del cual se espera que consolidemos, estructuremos e impulsemos los Consejos Diocesanos de Laicos como un instrumento de animación  y compromiso misionero en cada una de las diócesis.

2. Es este contexto litúrgico y eclesial, que la palabra de Dios hoy nos habla y nos anima para que hagamos un examen de conciencia sobre la autenticidad de nuestra religiosidad y nuestra relación con Dios. El evangelista Lucas (18, 9-14) nos refiere la parábola, donde aparecen dos personajes contrapuestos: el fariseo y el publicano, con la cual Jesús, en su camino hacia Jerusalén revela las condiciones necesarias para entrar en el Reino. Ambos en la oración dicen la verdad de su existencia.

3. El fariseo saca a colación sus méritos: se tiene por acreedor de Dios. En el fondo no necesita de Dios, aunque le dé gracias, al menos formalmente por que le ha concedido ser tan perfecto. Pero hay más. Su justicia le hace juez y juez despiadado: tan ciega es la estima que encuentra en sí mismo que cuando mira a los demás es solo para despreciarlos. El fariseo se siente justo, se siente en orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano por el contrario, consciente de sus pecados, en realidad está abierto al cielo y espera de Dios todo: goleándose el pecho, llama a la puerta del Reino, y se le abre. No utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre en verdad se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la misericordia de Dios. La oración del publicano es la oración del pobre, es la oración que agrada a Dios que, como dice la primera Lectura, “sube hasta las nubes” (Si 35,16), mientras que la del fariseo está marcada por el peso de la vanidad.

4. A la luz de esta palabra, cada uno personalmente podemos preguntarnos, sobre cuál es nuestra actitud ante Dios: ¿cómo la del fariseo o cómo la del publicano? El profeta Oseas nos invita a que como Iglesia nos reconozcamos todos pecadores: “Vengan, volvamos al Señor, él nos ha desgarrado y él nos curará; él nos ha herido y él nos vendará” (cf. Os 6, 1-6). Nos invita a que el hagamos caso al Señor que nos dice: “No endurezcan su corazón” (cf. Sal 94, 8).   “Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo” (EG, 26).

5. La conversión pastoral comienza con la conversión personal, es decir, la vuelta a Dios que nos ha mirado con amor y nos acoge con misericordia, siempre y cuando reconozcamos que necesitamos de él. Somos conscientes que algunos de los males que nos aquejan es la auto referencialidad, el gris pragmatismo y la mundanidad espiritual, muchas veces con actitudes semejantes a las del fariseo que no era capaz de verse necesitado de Dios ni mucho menos de corregir alguna cosa en su vida. “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (EG, 93). Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios.

6. Todo esto nos debe ayudar a entender que lo más importante es dejar caer las caretas con las que pretendemos ocultarnos, sobre todo a nosotros mismos, la pobreza de nuestro ser, la mezquindad de nuestro corazón, la dureza de nuestros juicios. Uno sólo puede curarse si se reconoce enfermo, necesitados de salvación. Todos somos un poco fariseos pero a todos nos brinda Dios poder hacer la experiencia del publicano, la que reconoce que Dios es mayor que nuestro corazón y que siempre perdona. Hemos escuchado en la lectura del profeta Oseas que El señor del dice al pueblo de Israel: “Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os, 6, 6),  un mensaje clave que se encuentra en el corazón de la Sagrada Escritura  y que es una invitación para que lo hagamos nuestro con todo el corazón. La verdadera religión consiste en el amor a Dios y al prójimo. Esto es lo que da valor al culto y a la práctica de los preceptos.

7. Queridos hermanos y hermanas, en el corazón de la cuaresma estamos invitados a vivir una fe auténtica, sin fingimientos y sin simulaciones. El Papa Francisco en su mensaje para esta Cuaresma nos señalaba: “La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un “tiempo de gracia” (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: “Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19)”. Revisemos las actitudes que nos mueven a vivir nuestra fe y nuestra relación con Dios.

8. Dirigiéndonos ahora a la Virgen María, pidamos por su intercesión vivir siempre en la alegría de la experiencia cristiana. Que la Virgen, Madre de la Misericordia, suscite en nosotros sentimientos de abandono filial a Dios, que es misericordia infinita; que ella nos ayude a hacer nuestra la oración que san Agustín formula en un famoso pasaje de sus Confesiones:  «¡Señor, ten misericordia de mí! Mira que no oculto mis llagas. Tú eres el médico; yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso; yo, lleno de miseria. (…) Toda mi esperanza está puesta únicamente en tu gran misericordia» (X, 28. 39; 29. 40). Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro