HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR Y LA JORNADA MUNDIAL DE LA VIDA CONSAGRADA.

 

Santa Iglesia Catedral, ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., sábado 02 de febrero de 2019.

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Muy estimados sacerdotes,

Estimado P. Sacramento Arias Montoya, Vicario Episcopal para la Vida Consagrada,

Queridos miembros de la Vida Consagrada,

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

  1. Con la conciencia de querer renovarnos en las fuentes de la gracia y a la luz de Jesucristo, Luz de la naciones, después de esta pequeña pero significativa peregrinación, con nuestras lámparas encendidas, esta tarde volvemos a encontrarnos sentados a la escucha de la palabra de Dios y a la comunión del pan único y partido, para celebrar nuestra fe, mediante el sacrificio de Jesucristo, en la santa Eucaristía.
  1. Unidos a toda la Iglesia, después de haber celebrado, hace cuarenta días, el misterio de la Navidad, hoy celebramos la fiesta de la presentación del Señor en el Templo. Acontecimiento mediante el cual, Jesús niño, se revela como Luz de las naciones y Gloria de Israel (Lc 2, 22-40). En este contexto, desde 1997 san Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, con el objetivo de “ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor” (Mensaje para la I Jornada Mundial de la Vida Consagrada, 6 de enero de 1997).
  1. Preparando la homilía me preguntaba a sí mismo ¿por qué celebrar a la Vida Consagrada en el contexto de esta fiesta litúrgica? La respuesta indudablemente nos la dejaba saber el mismo San Juan Pablo II: “La Presentación de Jesús en el templo constituye así un icono elocuente de la donación total de la propia vida por quienes han sido llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente” (Mensaje para la I Jornada Mundial de la Vida Consagrada, 6 de enero de 1997). En este sentido quiero invitarles para que nos detengamos a reflexionar en algunos de estos rasgos que, la carta a los hebreos nos ofrece en la segunda lectura (Heb 2, 14-18) que acabamos de escuchar y que considero será de gran ayuda para vivir, cada vez mejor, la propia consagración.

          a. El primero de ellos: “Jesús quiso ser de nuestra misma sangre”. Para poder comprender lo que allí ocurre en profundidad, hemos de escuchar más cuidadosamente aún las palabras de la Biblia y su sentido originario. Los estudiosos nos dicen que, en los tiempos remotos de que hablan las historias de los Patriarcas de Israel, «ratificar una alianza» significaba «entrar con otros en una unión fundada en la sangre, o bien acoger a alguien en la propia federación y entrar así en una comunión de derechos recíprocos». De este modo se crea una consanguinidad real, aunque no material. Los aliados se convierten en cierto modo en «hermanos de la misma carne y la misma sangre». La alianza realiza un conjunto que significa paz (cf. ThWNT II 105-137). ¿Podemos ahora hacernos al menos una idea de lo que ocurrió en la hora de la última Cena y que, desde entonces, se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía? Dios, el Dios vivo establece con nosotros una comunión de paz, más aún, Él crea una “consanguinidad” entre Él y nosotros. Por la encarnación de Jesús, por su sangre derramada, hemos sido injertados en una consanguinidad muy real con Jesús y, por tanto, con Dios mismo. La sangre de Jesús es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola. Pidamos al Señor que comprendamos cada vez más la grandeza de este misterio. Que Él despliegue su fuerza trasformadora en nuestro interior, de modo que lleguemos a ser realmente consanguíneos de Jesús, llenos de su paz y, así, también en comunión unos con otros.

En este sentido la Vida Consagrada, si realmente quiere llegar a ser consanguínea de Cristo, está invitada en cada uno de sus miembros, a sellar ese pacto de sangre con Jesús, es pacto de amor; de tal forma que en la vida diaria, manifieste la consanguinidad, la familiaridad. El lugar privilegiado para sellar esta alianza de amor, es sin duda, la última cena que se renueva cada día en la Santa Misa. En cada Eucaristía, en lo secreto de nuestro corazón digámosle al Señor: “Señor, Tú nos entregas hoy tu vida, Tú mismo te nos das. Llénanos de tu amor. Haznos vivir en tu «hoy». Haznos instrumentos de tu paz”.

Sin duda que todos ustedes celebran y participan, cada día, en la santa Misa. ¡Ojalá que no le pierdan nunca el gusto y el amor de la primera vez! Que cada día, al participar de la sangre de Cristo, se renueve en cada uno de ustedes, el deseo de corresponder a este deseo del Señor, que quiso ser de nuestra sangre, haciéndose semejante a cada uno de nosotros en todo. ¡Cuidémonos de la rutina! ¡Cuidémonos de ir a Misa porque toca!

b. El segundo aspecto es: “a fin de llegar a ser Sumo Sacerdote, tuvo que hacerse semejante en todo”. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abbá, Padre» y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; Catecismo de la Iglesia católica, 460).

El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Const. Gaudium et spes, 22). Es importante entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

En este sentido, la Vida Consagrada tiene una espléndida metodología, si realmente quiere asemejarse a Jesucristo, Sumo Sacerdote. Sin perder de vista su realidad humana, cada consagrado está llamado a ser uno con Cristo. Viviendo el carisma del propio Instituto, cada consagrado y consagrada, toca la realidad humana en un sin fin de escenarios. Esto es clave tenerlo siempre presente. Asemejarse en todo a la realidad que se toca,  pero al mismo tiempo viviendo, con la mirada puesta en Jesucristo, a quien se representa. Sabemos muy bien que, si bien es cierto que la gran mayoría no ejerce el sacerdocio ministerial —sobre todo las mujeres—, también es cierto que todos –ustedes y yo- por el bautismo, ejercemos el sacerdocio común. Y una manera extraordinaria de ejercer este sacerdocio, es rezando la Liturgia de las Horas. En ella y a través de ella, la realidad humana y la realidad divina se encuentran, se justifican y complementan. A través del rezo de la Liturgia de las Horas, nuestro sacerdocio no se limita al acto cultual de la santa Misa, en el cual todo se pone en manos de Cristo, sino que también toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es ofrecer. Por eso, ojalá que no dejen de rezar el Oficio divino. Y si no se tiene tiempo para ello, como alguien dijera: “agendémoslo”.

c. Finalmente, el tercer aspecto: “Jesús, fue fiel y misericordioso, tanto con Dios, como con los hombres”. La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como dice San Juan: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. […] Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).

Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que en base a ellas seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de misericordia corporales: dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenismo”, ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy.

  1. Que estos tres rasgos, que son destellos de la luz de Cristo, Luz de las naciones, les ayuden a cada uno de ustedes —consagrados y consagradas— a renovarse en su vida y así, renovar su carisma, de tal forma que se verá beneficiada la vida eclesial en su conjunto y tomará fuerza la nueva evangelización.
  1. Que Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, nuestra principal celestial patrona, interceda ante su Hijo, por los consagrados y consagradas de esta Diócesis, para que lleguen a ser como ella, consanguíneos de su Hijo. Amén.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

IX Obispo de Querétaro