Homilía en la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán 102 Asamblea Plenaria de la CEM +Eugenio Lira Rugarcía, Obispo electo de Matamoros

Jesús hablaba del templo de su cuerpo (cf. Jn 2, 13-22)

Homilía en la fiesta de la dedicación de la Basílica de Letrán

102 Asamblea Plenaria de la CEM

+Eugenio Lira Rugarcía, Obispo electo de Matamoros

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Señores Obispos, hemanas y hermanos:

Estamos reunidos en Jesús, en quien Dios se ha hecho uno de nosotros para liberarnos del pecado, darnos el torrente de su Espíritu y hacernos hijos en el Hijo, quien, como dice san Gregorio, “muestra que forma una sola persona con la Iglesia que él asumió”[1]. Por eso san Pablo afirma que somos casa de Dios[2]. Casa que él edifica haciendo fluir el agua de su Palabra y de sus sacramentos, que hacen la vida por siempre feliz[3].

Esto es lo que simbolizan los edificios sagrados, como recuerda el beato Paulo VI[4], de entre los cuales destaca la Basílica de san Juan de Letrán, «Madre y Cabeza de toda las iglesias de la ciudad y del mundo», sede de la Cátedra del Obispo de Roma, cuya autoridad, como afirmaba Benedicto XVI, es hacer “que la palabra de Dios, ¡la verdad!, resplandezca entre nosotros, indicándonos el camino de la vida”[5].

Sin embargo, a veces ponemos obstáculos a la acción divina en nosotros y en los demás, reduciendo la relación con Dios a una especie de “compra-venta” basada más en los propios méritos que en su misericordia. Cuando eso sucede, los pastores terminamos convirtiéndonos en fríos funcionarios de lo sagrado, que, al alejarnos de la verdad, que en definitiva es Dios, nos hacemos incapaces de compender la relidad y de reconocer en el otro a un hermano que el Padre nos ha confiado.

Entonces dejamos a la gente sola, sobre todo cuando su vida y sus problemas rompen nuestros paradigmas. La abandonamos a una ignorancia religiosa que provoca una piedad superficial, “mágica” y sin compromiso. La confundimos y la escandalizamos cuando ve que nuestras actitudes contradicen a Jesús, Cabeza de la Iglesia. Y la empujamos a un alejamiento parcial o total.

Jesús nos previene de este peligro mortal para nosotros y para los demás, diciendo: “No conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. La Casa del Padre, ¡nuestra casa!, es el propio Jesús, que muriendo y resucitando nos enseña que la única manera de unirnos a Dios y entre nosotros es el amor; un amor misericordioso que se compadece, se acerca, perdona, restaura y lleva todo a su plenitud sin final.

Este es el amor que debemos vivir entre nosotros y comunicar a los demás, haciendo de la Iglesia, como pide el Papa Francisco, “la casa abierta del Padre… donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”[6]. Que a veces no se ve con claridad cómo hacerlo en la complejidad de un mundo cambiante como el de hoy, es innegable. Pero lo podremos hacer si confiamos en Dios, que es nuestro refugio y fortaleza[7]. Que la Madre de Guadalupe, san Rafael Guízar y todos los ángeles y santos, cuyo ejemplo nos edifica, intercedan por nostros para que lo hagamos así.

[1] Moralia in Job, Praefatio 6, 14.

[2] Cf. 2ª Lectura: 1Cor 3,9-11.16-17.

[3] Cf. 1ª Lectura: Ez 47,1-2.8-9.12.

[4] Cf. Constitución Apostólica Mirificus eventus, 2. Enchiridion Vaticanum, Supplementum 1, 72.

[5] Homilía al tomar posesión de la cátedra del Obispo de Roma, 7 de mayo de 2005.

[6] Evangelii Gaudium, 30, 47. 49.

[7] Cf. Sal 45.