Homilía en la Celebración Eucarística en la Fiesta Litúrgica de Nuestra Madre Santísima del Pueblito

Santa Iglesia Catedral, Santiago de Querétaro, Qro., 21 de abril de 2012

Estimados hermanos sacerdotes:
Queridos diáconos:
Apreciados Hijos de San Francisco, tanto regulares como seglares:
Hermanos y hermanas todos en el Señor:

Al reunirnos en esta mañana para celebrar el misterio pascual de Jesucristo, les saludo a cada uno de ustedes con la alegría del Resucitado, pues esta es la alegría que ha de llenar nuestra vida de esperanza y alimentar en nuestro peregrinar los corazones deseosos de contemplar el rostro de Dios.

Agradezco de manera significativa la presencia de los Hijos de San Francisco quienes con su espíritu evangelizador y misionero, promueven entre nosotros la devoción a la Bienaventurada Virgen María. En este día sábado II de pascua en que celebramos la fiesta litúrgica de la Virgen del Pueblito, aprobada su Santidad el Papa León XIII y posteriormente confirmada por el Papa Pío X, me uno a la alegría de mis antecesores, pues para la Iglesia Catedral es muy significativa, ya que es la Virgen de El Pueblito la patrona de esta Ciudad Episcopal y del cabildo catedralicio. Esperamos que los frutos de la novena que aquí se ha celebrado durante estos días, produzca verdaderos frutos espirituales en favor de nuestra amada Iglesia.

En esta ocasión en la cual nos congregamos en torno a Jesucristo para la escucha de su Palabra y alimentarnos con la comunión del pan único y partido, la Palabra de Dios nos permite reflexionar en la naturaleza de la Iglesia, como la “morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3), donde cada bautizado se descubre Hijo de Dios, pues por la gracia del Espíritu Santo que ha sido enviado a nuestro corazón, hemos sido constituidos herederos de las promesas mesiánicas.

En este proyecto de salvación, es María la mujer que por excelencia nos ha dado ejemplo de fe, por su fidelidad a la escucha de la Palabra de Dios y a la obediencia de su voluntad, con su sí definitivo ha inaugurado una nueva etapa de la historia de la salvación, en la cual cada uno de nosotros hemos sido colmados de innumerables beneficios. Su presencia tan cercana en el misterio de la redención, la convierte en modelo de la Iglesia que recibe a Jesucristo como el Salvador, en modelo de la Iglesia que experimenta el dolor que redime y salva, en modelo de la Iglesia que suplica la efusión del Espíritu, mientras camina con el “pueblo” hacia la patria celeste.

Queridos hermanos y hermanas, al celebrar esta solemnidad litúrgica de María en el tiempo pascual, es justo que reflexionemos en la naturaleza y dignidad de nuestro culto y devoción a María, pues al celebrar en primer lugar la obra de Dios en el misterio pascual de Cristo, en él, encontramos a la Madre íntimamente unida al Hijo. “Acudimos a María, para llegar a Jesús, alabamos a María para glorificar a Jesús, invocamos a la Madre para unirnos al Hijo”, pues la memoria de María es parte integrante de la celebración eclesial del misterio de Cristo. El indisoluble vínculo que une a María con Jesucristo, su Hijo y nuestro redentor, constituye por lo tanto el principio y el fundamento dentro del cual se expresa la veneración eclesial de María.

Es el en horizonte eclesiológico que celebramos a María. Ella, es Madre e hija de la Iglesia, su figura y modelo, ella es la primicia y figura perfecta de la comunidad de los redimidos. Este nexo tipológico y espiritualmente vital, encuentra aplicación en toda la Iglesia como en la singularidad de cada uno de nosotros sus miembros, pues en María resplandece la condición del perfecto discípulo de Cristo que cada uno de nosotros bautizados estamos llamados a reproducir en el propio vivir cotidiano.

La ejemplaridad de la Bienaventurada Virgen, que emerge de la celebración litúrgica, nos introduce en el dinamismo de hacernos semejantes a la Madre para configurarnos mejor con el Hijo. Nos mueve a celebrar los misterios de Cristo con los mismos sentimientos y actitudes que tenía la Virgen junto a su Hijo en el nacimiento, epifanía, muerte y en la resurrección, nos apremia para custodiar diligentemente la Palabra de Dios jubilosamente y darle gracias con alegría; para servir fielmente a Dios y a los hermanos y ofrecer generosamente la vida por ellos: para rogar al Señor con perseverancia e invocarle confiadamente; para ser misericordiosos y humildes; para observar la ley del Señor y hacer su voluntad; para amar a Dios en todo y sobre todo; para ser vigilantes en espera del Señor que viene (cf. Praenotandas de la Colección de las Misas de la Virgen María, 17).

Hermanos y hermanas, ¿Qué debemos entender por vivir el misterio de Cristo con María? Ante todo, es advertir «las actitudes que el Evangelio nos muestra en la Madre del Señor: de presencia discreta y de tensión contemplativa, de silencio y de escucha, de constante referencia al Reino y de apremiante solicitud por todos los hombres» (Orientaciones para el año mariano numero, 10). María, pues, está siempre en el umbral del misterio, invitándonos a entrar en él como ella lo hizo, con absoluta fidelidad a la misión que le fue encomendada, con una fe nutrida en la meditación de la Palabra divina conservada en su corazón, con un profundo espíritu de oración y de esperanza en la obra de Dios y con un amor muy generoso para con los hombres que han de recibir el anuncio de la salvación.

Pero además corresponde perfectamente al hecho del reconocimiento de María como modelo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (cf. LG 63), hacernos semejantes a la madre para configurarse en el Hijo. En modo particular la Iglesia se convierte en Madre cuando obediente al mandato de “vayan por todo el mundo, haciendo discípulos a todas las gentes bautizándolas” (Mt 28, 19), predica el evangelio y administra el bautismo.

Hermanos y hermanas, la tradición milenaria del culto a la Virgen María nos enseña que son cuatro las características que sintetizan el culto a la Madre de Dios y que hoy día es preciso considerar en nuestro itinerario espiritual: la veneración, el amor, la oración y finalmente la imitación. Viene a mi mente la más antigua (s. III) y bella oración con la cual la Iglesia se ha dirigido a María, en la que muestra su actitud de veneración, e estima y de fe: “Bajo el ala de tu misericordia nos refugiamos oh santa Madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas que te dirigimos en la necesidad, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita” (cf. S. Felici, LAS (1989), 207-240). En ella vemos reflejado indudablemente la devoción como veneración a la Madre de Dios, la fe en su poderosa intercesión, la compasión a sus dolores, o inclusive la dependencia a su real maternidad en el amor filial y espiritual. Estas características expresan el sentido definitivo del culto mariano en la Iglesia: Cada encuentro con María, no puede dejar de ser un encuentro con Cristo mismo, es decir, un encuentro para conocerlo, amarlo, glorificarlo, observando el mandamiento por excelencia del amor fraterno.

El culto a María, dirá san Luis María Griñón de Momfort, tiene que ser “para encontrar a Jesucristo en modo más perfecto, para amarlo más entrañablemente y para servirlo con mayor fidelidad” (Tratado de la verdadera devoción a María, 62). Por ello, María nos invita a entrar en una concepción esencialmente racional de la vida que nos conducirá a vivir una relación más profunda con Dios y con los hermanos.

Ante esta realidad nos podemos preguntar: ¿Qué cosa tiene que decir la Virgen María al mundo contemporáneo? ¿Qué eficacia puede tener la doctrina y el culto mariano, en un mundo preocupado de los grandes problemas de la paz, de la construcción de una sociedad más libre y más justa, y del progreso humano? La respuesta es sencillamente: ofrecer la salvación a los hombres en su transformación como hijos de Dios, a su introducción en el reino glorioso de Cristo, de manera que podamos construir y consolidar la comunidad de los hombres según la ley divina.

Deseo que cada uno de nosotros renovemos nuestra devoción filial a María, significativamente en la consagración cotidiana de nuestra vida y de nuestro obrar, que el rosario de todos los días sea el instrumento por el cual nos dirijamos a María para llegar a conocer más a los misterios de Dios. De este modo podremos continuamente expresar con la vida aquellas palabras que la Iglesia le dirige a María:

Salve, tú guía al eterno consejo;
Salve, tú prenda de arcano misterio.
Salve, milagro primero de Cristo;
Salve, compendio de todos sus dogmas.
Salve, celeste escalera que Dios ha bajado;
Salve, oh puente que llevas los hombres al cielo.
Salve, de angélicos coros solemne portento;
Salve, de turba infernal lastimero flagelo.
Salve, inefable, la Luz alumbraste;
Salve, a ninguno dijiste el secreto.
Salve, del docto rebasa la ciencia;
Salve, del fiel ilumina la mente.
SALVE, ¡VIRGEN Y ESPOSA! Amén.
(estrofa del akatistos)

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro