Homilía en la celebración eucarística de la Solemnidad de Corpus Christi

Templo parroquial de San Isidro Labrador, Santiago de Querétaro, Qro., 4 de junio de 2015

Año de la Pastoral de la Comunicación  – Año de la Vida Consagrada

 

Queridos hermanos sacerdotes,

queridos miembros de la vida consagrada,

queridos hermanos y hermanas laicos,

muy apreciados niños y jóvenes de algunos de los colegios presentes en esta ciudad episcopal.

hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. La celebración del Santísimo Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, es una hermosa oportunidad para re-vivir aquello que celebramos el jueves santo en la víspera de la pascua, cuando Jesús se sentó a la mesa con sus discípulos, tomó el pan en sus manos y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomen, este es mi cuerpo”. Después tomó el cáliz, dio gracias, se los dio y todos bebieron de él. Y dijo: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14, 22-24). Este acontecimiento, a la luz de la resurrección, sintetiza el misterio central de nuestra fe y nos revela el amor infinito de Dios por cada hombre. “En el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos «hasta el extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre (cf. Sacramentum Caritatis, 1). En la Eucaristía, el Señor sigue derramando de manera sacramental la sangre que nos lava y nos purifica (Ex 24, 3-8); la sangre que sella la alianza de amor entre Dios y los hombres (Mc 10, 12-16. 22-26); la sangre con la cual Cristo nos obtuvo la redención eterna (Hb 9, 11-15).

2. A la luz de esta fiesta deseo reflexionar sobre la palabra de Dios que se acaba de proclamar y profundizar en el misterio de la Preciosa Sangre de Cristo. Porque este misterio nos lleva a ver la unidad entre el sacrificio de Cristo en la cruz, el sacrificio eucarístico que ha entregado a su Iglesia y su sacerdocio eterno; el signo de la misericordia redentora de Dios derramada en el mundo por la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

3. El libro del éxodo nos narra la escena en la cual, Moisés sella mediante un sacrificio de holocausto el pacto que el Señor e Israel han estipulado en la áspera soledad del Sinaí. El altar es el símbolo de Dios. Moisés derrama la sangre de las víctimas inmoladas. La sangre, símbolo de la vida, crea una comunión total entre el Señor y el pueblo, que a partir de ese momento quedan unidos por un destino común. Durante la celebración de este rito Moisés lee públicamente, como elemento esencial el código de la alianza. A la iniciativa divina, sigue la respuesta de Israel que libremente se compromete a ser fiel  al pacto establecido. Esta realidad, en Cristo encuentra su plenitud y su cumplimiento, pues Jesucristo al ofrecerse como víctima  de expiación por los pecados de la humanidad, sella la alianza nueva y definitiva. Cristo es sumo sacerdote pero a diferencia de Moisés lo es de los bienes definitivos. Cristo no celebra en una tienda material como aquella que acompañaba a Israel por el desierto, sino en la tienda de su propio cuerpo. Cristo no utiliza la sangre de animales sacrificados como en el holocausto del Sinaí, sino que derrama su propia sangre Cristo no nos purifica sólo externamente, en la carne, sino que su acción purifica nuestras conciencias uniéndonos íntimamente a Dios. La efusión de la sangre de Cristo es la fuente de la vida de la Iglesia y en ella somos lavados y regenerados. La Carta a los Hebreos extrae, podríamos decir, las implicaciones litúrgicas de este misterio. Jesús, por su sufrimiento y muerte, con su entrega en virtud del Espíritu eterno, se ha convertido en nuestro sumo sacerdote y “mediador de una alianza nueva” (Hb 9,15). Estas palabras evocan las palabras de nuestro Señor en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía como el sacramento de su cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc 14,24; Mt 26,28; Lc 22,20).

4. Fiel al mandato de Cristo de “hacer esto en memoria mía” (Lc 22,19), la Iglesia en todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el Señor vuelva en la gloria, alegrándose de su presencia sacramental y aprovechando el poder de su sacrificio salvador para la redención del mundo. La realidad del sacrificio eucarístico ha estado siempre en el corazón de la fe católica; así lo vivimos y así lo podemos constatar, en la vida de nuestras comunidades parroquiales. Sin embargo, es necesario que hoy confirmemos nuestra fe  y nuestra esperanza en que el Señor sigue ofreciéndonos su sangre.  Nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los méritos infinitos de su sacrificio nuestros propios sacrificios, sufrimientos, necesidades, esperanzas y aspiraciones. Por Cristo, con Él y en Él, presentamos nuestros cuerpos como sacrificio santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En este sentido, nos asociamos a su ofrenda eterna, completando, como dice San Pablo, en nuestra carne lo que falta a los dolores de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24).

5. Hoy, queridos hermanos y hermanas, vemos este aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo actualizado de forma elocuente por los mártires de todos los tiempos, que bebieron el cáliz que Cristo mismo bebió, y cuya propia sangre, derramada en unión con su sacrificio, da nueva vida a la Iglesia. También se refleja en nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe cristiana. También está presente, con frecuencia de forma oculta, en el sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del Señor para la santificación de la Iglesia y la redención del mundo. Pienso ahora de manera especial en todos los que se unen espiritualmente a esta celebración eucarística y, en particular, en los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente. También está presente en tantos niños que con el crimen del aborto son sacrificados al “dios de egoísmo”. La sangre de Cristo sigue derramándose en tantas injusticias a la gente humilde que  en calidad de migrantes o por su condición social se ven obligados a salir de su casa para trabajar muchas veces en condiciones inhumanas.

6. Queridos hermanos y hermanas, aprovechemos la sangre de Cristo, limpiando y purificando nuestra vida del pecado. Mediante el sacramento de la reconciliación. “Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones” (LG, 11). El Papa Francisco nos ha dicho recientemente: “La misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón” (cf. Misericordiae vultus, 6). Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras habitaciones al menos una vez por semana aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio. Así mismo pasa con el alma, si no se confiesa el alma se descuida y los pecados se acumulan,  por eso es útil confesarse regularmente para mantener la limpieza, la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida (cf. Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con niños de primera comunión, 15 de octubre de 2015). ¡Lavemos nuestra vida y nuestra conciencia con la sangre de Cristo!

7. Retomemos la centralidad de la Eucaristía en el caminar de nuestra vida, buscando que cada día tengamos por lo menos un breve momento de adoración con él. Que no nos acostumbremos a dejar de comulgar cuando asistamos a la Santa Misa, por el contrario nuestra vida espiritual se verá vacía. Que la Virgen Santísima nos enseñe a permanecer contemplando el misterio redentor de la santa Cruz, donde Cristo cada día sigue ofreciéndonos su Cuerpo y Sangre para salvarnos.  Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro