Homilía en la Celebración Eucarística con motivo de la XCIV Asamblea Plenaria de la CEM

Lago de Guadalupe, Edo. de México, 15 de noviembre de 2012

Muy estimados hermanos Cardenales,
queridos hermanos Obispos y Arzobispos,
hermanos todos en el Señor:

1. Les saludo a todos ustedes en la alegría de Señor resucitado, quien ha venido al mundo para revelarnos el secreto de Dios, mediante la instauración de su Reino, a fin de que podamos experimentar la grandeza de su amor y poder así cumplir la voluntad de Dios en la propia vida. Durante estos días como Conferencia Episcopal nos hemos reunido con un doble objetivo: “compartir y evaluar nuestro compromiso como episcopado ante la tarea de la instauración del Reino entre los hombres y además, elegir a quienes como cabeza nos han de guiar durante los próximos años, en la tarea de la Nueva Evangelización”.

2. En la liturgia de la Palabra de esta mañana escuchamos un trozo del evangelio de Lucas que quiere centrar nuestra mirada en uno de las realidades más apasionantes de la vida de Jesús: el Reino de Dios y el día del Hijo del hombre. Jesús va camino hacia Jerusalén, donde tendrá cumplimiento definitivo el proyecto divino del Padre. Lucas une la pregunta  de los fariseos por el Reino  con la enseñanza a los discípulos sobre el día de Hijo del hombre. Si bien el Reino de Dios “ya está en ustedes”,  Jesús explica a sus discípulos que desearán ver uno solo de los días del Hijo del hombre, y no lo verán (Lc 17,22). El Reino de Dios ya empezó, ya está en nuestras manos. El día del Hijo del hombre, en cambio todavía es una esperanza (Lc 17, 24-25.30). El Reino de Dios que “ya está en medio de ustedes” es la presencia de Dios mismo en medio de su pueblo, en medio de nosotros. Otorgando seguridad y confianza, pues Dios está en medio de nosotros y nos renueva con su amor (Sof 3, 15-17) Esta presencia liberadora de Dios es lo que manifiesta Jesús con sus hechos, perdonando pecados, curando de las enfermedades, enseñando y reuniéndose con los marginados.

3. Muy estimados hermanos obispos y arzobispos, “El Reino de Dios está dentro de nosotros”. En estas palabras Jesús enseña siempre la primacía de lo interior. Comenta San Ambrosio: «“El Reino de Dios está dentro de nosotros” por la realidad de la gracia, no por la esclavitud del pecado. Por lo tanto, el que quiera ser libre, sea esclavo en el Señor (1 Cor 7,22), pues en la misma medida que participamos de esa esclavitud, en esa misma participamos del Reino» (cf. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VIII, 33). Que el Reino está ya en medio de nosotros y en manos nuestras, en primer lugar es la noticia para que cada uno de nosotros aumentemos nuestra fe; no podemos vivir ajenos a ello, es una realidad que le tenemos que creer a Jesús. En este año de la fe que la Iglesia nos regala, dejémonos tocar por la gracia de Dios y aumentar nuestra fe en Jesús a quien predicamos y de quien somos sus testigos; además estas palabras  son una confirmación que Jesús nos hace, para colaborar con él y así el Reino sea cada día más una realidad. Jesús ya nos enseñó y nos mostró con su vida como hacerlo.

4. Recientemente  hemos sido testigos en la Iglesia del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización para la transmisión de la fe, una experiencia que nos mueve a pensar que la evangelización también es para nosotros. “La Iglesia, los obispos, debemos, ante todo ponernos a la escucha de la Palabra Encarnada. La invitación a evangelizar se traduce en una llamada constante a la conversión. Sentimos sinceramente que debemos convertirnos, ante todo nosotros mismos, a la potencia de Cristo que es capaz de hacer nuevas todas las cosas, sobre todo nuestras pobres existencias. Hemos de reconocer con humildad  que las miserias y debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros  hacen mella en la credibilidad de la misión” (cf. Mensaje final de la  XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos al Pueblo de Dios, n. 5). Estas palabras proféticas de los padres sinodales, son una traducción de cómo podemos asumir el Reino de Dios en nuestra propia vida.  En la oración del Padre Nuestro cada día le pedimos a Dios que venga su Reino, el Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “el Reino de Dios adviene  en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días  y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2816). San Cirilo de Jerusalén  en sus catequesis mistagógicas solía decir: “Solo un corazón puro puede decir con seguridad: ʽ¡Venga a nosotros tu Reino!ʼ Es necesario haber estado  en la escuela de Pablo para decir: Que el pecado no reine en nuestro cuerpo mortal (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios ¡Venga tu Reino!” (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis mistagógicas, 5, 13).

5. Sin embargo queridos hermanos, este deseo no distrae a la Iglesia  de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor, a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo (cf. Misal Romano, Plegaria eucarística IV). Es necesario por tanto confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra historia, desde un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros (cf. DA 11).  Así lo predica Pablo a Filemón, transmitiéndole una llamada de Dios, y considerándolo como “hijo suyo”, engendrado por él en el Evangelio. En efecto, la Palabra de Dios es eficaz y lleva consigo la vida y la fecundidad. Por lo tanto aquel que la transmite ejerce una especie de paternidad (1 Cor 4,14-21). Y cuando el Apóstol no se contenta con transmitir verbalmente la Palabra de Dios, sino que la vive en su propia persona hasta el sufrimiento, la Cruz y la prisión (Gal 4,19), manifiesta que su paternidad es verdadera, como la vida de Cristo fue el instrumento de la paternidad de Dios para con los hombres (1 Cor 4,15). Puede, por tanto, exigir a sus discípulos un afecto filial que él tiene sumo cuidado de atribuir a Dios, ya que su paternidad es simplemente vicaria (1 Tes 2,7-11). Por eso Pablo intercede ante su hijo Filemón en favor del esclavo Onésimo.

6.    Las diferentes tareas que como episcopado queremos impulsar y asumir en las comisiones y dimensiones, son el momento de Dios en esta historia para hacer efectiva la Nueva Evangelización. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino, para dar sentido a la propia existencia. La experiencia personal que como obispo he vivido a lo largo de este año en mi diócesis realizando la visita pastoral en cada uno de los decanatos que integran esta Iglesia particular, me confirma en la convicción de que ésta realidad solo será posible si asumimos este desafío con  ojos abiertos y corazón palpitante.

7. Animo a cada uno de ustedes a hacer suyas las palabras de la antífona que precede al evangelio de este día: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho futo” (Jn 15, 5). Ejemplo de ello es la vida de San Alberto Magno a quien celebramos en  este día, quien asumió como norma de la «fórmula de la santidad» la cual consiste en: “Querer todo lo que yo quiero para la gloria de Dios, como Dios quiere para su gloria todo lo que él quiere”, es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para querer y hacerlo todo sólo y siempre para su gloria (cf. Benedicto XVI, Catequesis sobre san Alberto Magno, 24/03/2010). Amén.


† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro