Homilía en el Festejo Jubilar del Decanato de Santa Ana

Santiago de Querétaro, Qro., 3 de Junio de 2008

Hermanos Presbíteros

Hermanos y Hermanas Consagrados

Hermanos y Hermanas en nuestra santa fe católica:

1. Mucho agradezco a los hermanos Presbíteros de este Decanato el haber preparado este encuentro para ayudarme a dar gracias a Dios por mis próximos 25 años de ministerio episcopal. En la santa Iglesia todos estamos bajo la obediencia a Dios mediante los legítimos superiores y el Papa Juan Pablo Segundo me pidió este servicio a todos ustedes. De mi parte, lo he realizado con alegría y espero haberles servido en la medida de mis fuerzas. Estamos en las manos de Dios, confiados en su infinita misericordia y Él aquilatará la obra de cada uno. A Ustedes les agradezco su participación gozosa, su fe y su amor a sus pastores y a la santa Iglesia. Que sus santos Patronos, desde el cielo, los bendigan abundantemente junto con sus familias. Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, nuestra Madre y Patrona diocesana, cure nuestras heridas, mitigue nuestros dolores y nos haga fieles seguidores de su Hijo Jesucristo.

2. Hoy celebra la santa Iglesia a san Carlos Lwanga y compañeros mártires, un grupo de cristianos de Uganda, quienes, recién convertidos al cristianismo, fueron martirizados, unos decapitados y otros quemados vivos por su fe en Jesucristo. Todos ellos eran jóvenes, el menor de sólo 13 años, y los canonizó el papa Pablo Sexto. La sangre de esos mártires ha hecho florecer la fe en el continente africano, como también la de los mártires mexicanos ha revivido la fe católica en nuestra patria. La persecución y el martirio engalanan a nuestra madre la Iglesia.

3. Este hecho nos ayuda a pensar en el sentido de nuestra vida y en el destino que nos ofrece nuestra fe católica. Sobre el sentido de la vida, lo primero que nos llama la atención es la brevedad de ella: La vida es breve y pasa. El salmo 89 lo expresa hermosamente: “Tú, Señor, haces volver al polvo a los humanos… Setenta son los años que vivimos; llegar a los ochenta es más bien raro; pena y trabajo son los más de ellos, como suspiro pasan y pasamos”. En contraste, Dios es eterno, vive desde siempre y para siempre: “Mil años son para ti como un día, que ya pasó; como una breve noche… Desde antes que surgieran las montañas, y la tierra y el mundo apareciesen, existes Tú, Dios mío, desde siempre y para siempre”. Nuestra vida es un soplo frente a la eternidad de Dios; por eso la oración hermosa del salmista: “Llénenos de tu amor por la mañana y júbilo será la vida toda. Haz, Señor, que tus siervos y sus hijos puedan ver tus obras y tu gloria”. Que Dios nos abra los ojos del alma para poder contemplar con fe y gratitud las obras maravillosas de Dios a favor nuestro y le demos gloria.

4. ¿Cuál es la respuesta de Dios ante la brevedad de la vida? La tenemos en la primera carta de san Pedro: “Nosotros, los cristianos, confiamos en la promesa del Señor y esperamos un  cielo nuevo y una tierra nueva, en donde habite la justicia”. Jesús, con su muerte y resurrección, ha hecho una “nueva creación”, su cuerpo resucitado y glorioso es el inicio de esos “cielos nuevos y tierra nueva”, donde habitará la justicia y estaremos todos con el Señor. Este es nuestro destino final, no la muerte sino la vida y la vida para siempre con el Señor Jesús resucitado. Por eso los cristianos debemos pensar “con cuánta santidad y entrega debemos vivir esperando y apresurando el advenimiento del día del Señor,… creciendo en gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”. Son nuestros pecados los que retardan la venida del Señor; viviendo, en cambio, en santidad apresuramos su advenimiento glorioso. Así alentaba san Pedro la fe de sus cristianos perseguidos.

5. Los santos mártires son para nosotros hermanos victoriosos, que nos ayudan con su ejemplo y nos apoyan con su intercesión ante Dios. Son “aquellos -dice la Liturgia- que siguieron en la tierra las huellas de Cristo, y se alegran ahora en el cielo; y porque lo amaron hasta morir por él, con él se gozan eternamente” (Antífona de entrada). En la santa Eucaristía encontraron la fuerza necesaria para este seguimiento heroico del Señor Jesús; se alimentaron del Pan de vida y bebieron del Cáliz de la salvación y ahora reinan con Cristo glorioso en el cielo. A ellos les dice Jesús: “Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas, y yo les he preparado a ustedes un Reino, para que en él comen y beban en mi mesa” (Ant. de la comunión). Se alimentaron de la Mesa eucarística en este mundo, ahora se sientan en el banquete del Reino de Dios. El mismo Señor se pondrá a servirles y enjugará las lágrimas de sus ojos, dice el Apocalipsis. Recordemos que nosotros también estamos invitados a ese mismo banquete: “¡Dichosos los invitados a la cena del Señor!”, escuchamos en la misa dominical. Con san Pablo, oramos para que “el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes, a fin de que podamos comprender cuál es la esperanza que nos da su llamamiento” (Ef 1, 17s), la inmensa dignidad y grandeza que significa ser cristiano, ser católico. Nuestro gran pecado es no estimar ni agradecer suficientemente el don de la fe.

6. En el evangelio, Jesús nos da una regla muy importante para conducirnos en este mundo, sobre todo frente a los poderes terrenales. A lo largo de la historia, como sucedía con el César de Roma, no pocas veces los gobernantes reclaman el poder absoluto y hasta pretenden usurpar el lugar de Dios. Jesús reconoce que debe haber una autoridad terrena y que debe ser respetada, pero que no puede ocupar el lugar de Dios. Ningún gobernante es Dios: A Dios lo que es de Dios y al César, que no es Dios, lo que es del César. Los mártires sólo adoraron a Dios. La Iglesia no compite con el César el poder temporal. Su finalidad es otra y otra su misión, como hermosamente dice el Concilio: “Este pueblo mesiánico –la Iglesia– tiene a Cristo por cabeza…, y teniendo ahora un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jo 13, 34). Y tiene por último, como fin, dilatar más y más el reino de Dios, iniciado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos Él mismo lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3, 4), y la misma criatura sea liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios (Rm 8,21). Esta es nuestra noble y trascendente misión: promover la vida, la libertad y la dignidad de la persona humana y dar culto y gloria a Dios. Por eso la hermosa recomendación final del apóstol san Pedro: “Así pues, queridos hermanos, ya están ustedes avisados; vivan en guardia para que no los arrastre el error de los malvados y pierdan su seguridad. Crezcan en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. A él la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad. Amén”.

 
† Mario de Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro