Homilía de Mons. Faustino en la Misa de la Fundación Karol Wojtyla

Homilía en la Celebración Eucarística con motivo de la Reunión Ordinaria de la Fundación Karol Wojtyla
 Centro de Investigación Social Avanzada, jueves 10 de abril de 2014.
Año de la Pastoral Litúrgica
 

 

Muy queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:

1. Cobijados por el clima de la V Semana  del Tiempo Cuaresmal, esta mañana nos reunimos para ponernos en la presencia de Dios e iniciar esta reunión ordinaria de la Fundación Karol Wojtyla, buscando renovar  los horizontes y las fuerzas para seguir impulsando nuestro compromiso cristiano con la persona, con la cultura, con la Iglesia y con la sociedad. Me alegro de poder celebrar con ustedes esta Eucaristía, sabiendo que es aquí, donde se explica la razón y el motivo de todas nuestras tareas y trabajos apostólicos. Es aquí donde Cristo, el Señor nos revela su identidad como Dios y como hombre y su deseo de que hagamos nuestra su Palabra, y podamos vivir así para siempre.

2. Esta mañana hemos escuchado un fragmento del evangelio de Juan (8, 51-59), que nos sitúa ante una manifestación de Jesús, donde nos revela la importancia de creer en él y la necesidad de permanecer fieles a su mensaje, en su Palabra y en su testimonio. Todos sabían que Dios había hecho una alianza con Abraham, asegurándole grandes promesas de salvación para su descendencia. Sin embargo, desconocían hasta qué punto llegaba la luz de Dios. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo» (1,1-2). Es muy hermoso ver cómo todo el Antiguo Testamento se nos presenta ya como historia en la que Dios comunica su Palabra. En efecto, «hizo primero una alianza con Abrahán (cf. Gn 15,18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24,8), la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como Dios vivo y verdadero. De este modo, Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones. Cristo nos revela que Abraham vio al Mesías en el día del Señor, al cual llama “mi día”. En esta revelación Jesús se muestra poseyendo la visión eterna de Dios. Pero, sobre todo se manifiesta como alguien preexistente y presente en el tiempo de Abraham. En su mensaje nos da la certeza que en la fidelidad a su palabra es posible hacer nuestra la inmortalidad, conocer a Dios, entender al hombre y continuar con su misión.

3. San Juan nos enseña que la Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Por ello, para conocer a Dios es preciso conocer su Palabra, tener un encuentro vivo con ella cotidianamente. Así, quien conoce la Palabra divina conoce también plenamente el sentido del hombre y de las creaturas. En efecto, si todas las cosas «se mantienen» en aquel que es «anterior a todo» (Col 1,17), quien construye la propia vida sobre su Palabra edifica verdaderamente de manera sólida y duradera.

4.  Queridos hermanos y hermanas,  ante esta realidad es oportuno que cada uno de nosotros se haga un serio cuestionamiento al respecto del papel y de la importancia que la Palabra de Dios, desempeña en la propia vida y en la propia existencia. Los invito a dejarnos interpelar por las palabras de Jesús que quieren sanarnos de la “cardioesclesoris espiritual” que nos aqueja y nos paraliza.  Esta mañana, la Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestra visión ante la realidad: reconociendo en el Verbo de Dios el fundamento de todo. De esto tenemos especial necesidad en nuestros días, en los que muchas cosas en las que se confía para construir la vida, en las que se siente la tentación de poner la propia esperanza, se demuestran efímeras. En efecto, necesitamos construir nuestra propia vida sobre cimientos sólidos, que permanezcan incluso cuando las certezas humanas se debilitan. Como hombres de fe y estudiosos de las cosas de Dios, estamos llamados a repetir con nuestra vida las palabras del salmista: «Tú eres mi refugio y mi escudo, yo espero en tu palabra» (Sal 119,114) y, como san Pedro, actuemos cada día confiando en el Señor Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Cristo, Palabra de Dios encarnada, crucificada y resucitada, es Señor de todas las cosas; él es el Vencedor, y ha recapitulado en sí para siempre todas las cosas (cf. Ef  1, 10). Cristo, por tanto, es «la luz del mundo» (Jn 8, 12), la luz que «brilla en la tiniebla» (Jn 1, 54) y que la tiniebla no ha derrotado (cf. Jn 1, 5). La Palabra que resucita es esta luz definitiva en nuestro camino. La historia nos enseña que los cristianos han sido conscientes desde el comienzo de que, en Cristo, la Palabra de Dios está presente como Persona. La Palabra de Dios es la luz verdadera que necesita el hombre, que necesaritas tú, que necesito yo.

5.  A los fariseos, tan conocedores de la ley, les acusa Jesús de no conocer a Dios, autor de la ley: «De quien ustedes dicen: «es nuestro Padre». Ustedes no lo conocen». No nos vaya a suceder lo mismo. Es triste ver que también hoy corremos el riesgo de convertir el cristianismo en una serie de leyes, normas y preceptos. El cristianismo es mucho más. Es, ante todo, la Revelación al hombre del misterio de Cristo, Hijo de Dios. Sería una pena que viviéramos preocupados por «cumplir» nuestros deberes de cristianos, olvidándonos de Cristo, como los fariseos «cumplían» la ley y no conocían a Dios. En este sentido el Papa Francisco nos señala que debemos estar atentos para no caer en “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (EG, 93). Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado» (EG, 150).

6. Cuando uno conoce a Dios, cuando llega a ser su amigo, entonces nace espontáneamente el deseo de agradarlo en todo, de cumplir con delicadeza su voluntad. Por eso Cristo dice: «yo lo conozco y guardo su palabra». Primero lo «conoce». Después, «guarda su palabra». Nos conviene pues conocer a Dios para cumplir su voluntad, ser fiel a sus leyes y preceptos. Cuando escuchamos a alguien quejarse de que la moral cristiana es muy exigente, cuando nosotros mismos nos revelamos internamente ante alguna dificultad que conlleva, ¿no será porque hemos «vaciado» el cristianismo de Cristo? ¿no será que estamos intentando vivir la ley, sin conocer profundamente a Dios, autor de la ley? Enamorémonos de Dios. Conozcamos a Cristo. Todo se nos hará mucho más fácil y llevadero.

7. San Hilario de Poitiers escribe en una bella oración: «Otórganos, pues, un modo de expresión adecuado y digno, ilumina nuestra inteligencia, haz también que nuestras palabras sean expresión de nuestra fe, es decir, que nosotros, que por los profetas y los Apóstoles te conocemos a ti, Dios Padre y al único Señor Jesucristo, podamos también celebrarte a ti como Dios, en quien no hay unicidad de persona, y confesar a tu Hijo, en todo igual a ti». Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro