PALABRA DOMINICAL: DOMINGO 6º DEL TIEMPO ORDINARIO, (5, 17-37). MI NUEVA LEY: EL AMOR.

 

MI NUEVA LEY: EL AMOR.

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Durante estos últimos domingos hemos venido escuchando en el Evangelio el así llamado «Sermón de la montaña» (Mt 5-7) en el cual Jesús da a conocer a sus discípulos los elementos que han de constituir  la vida de aquellos que decidan seguirle como discípulos suyos. Después de las «bienaventuranzas» (Mt 5, 1-12), que son su programa de vida; posteriormente, ante la persecución Jesús alertó a los discípulos sobre las exigencias de ser “sal de la tierra” y “luz del mundo” como las cualidades que les librarían de la corrupción y la oscuridad (Mt 5, 13-16); hoy, Jesús  proclama la nueva Torá, es decir la nueva  llamada así por el pueblo judío (Mt 17-32), con la esperanza que su ley logue penetrar en el corazón de sus discípulos. En efecto, el Mesías, con su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y es precisamente lo que Jesús declara: «No crean que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: «Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos» (Mt 5, 17.20). Pero ¿en qué consiste esta «plenitud» de la Ley de Cristo, y esta «mayor» justicia que él exige?

Jesús lo explica mediante una serie de antítesis entre los mandamientos antiguos y su modo proponerlos de nuevo. Cada vez comienza diciendo: «Han oído que se dijo a los antiguos…», y luego afirma: «Pero yo les digo…». Por ejemplo: «Han oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; y el que mate será reo de juicio. Pero yo les digo: “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado”» (Mt 5, 21-22). Y así seis veces. Este modo de hablar suscitaba gran impresión en la gente, que se asustaba, porque ese «yo les digo» equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, fuente de la Ley.

La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo «llena» los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. «La plenitud de la Ley es el amor», escribe san Pablo (Rm 13, 10).

Jesús propone a quien le sigue la perfección del amor: un amor cuya única medida es no tener medida, de ir más allá de todo cálculo. El amor al prójimo es una actitud tan fundamental que Jesús llega a afirmar que nuestra relación con Dios no puede ser sincera si no queremos hacer las paces con el prójimo. Y dice así: «Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano» (vv. 23-24). Por ello estamos llamados a reconciliarnos con nuestros hermanos antes de manifestar nuestra devoción al Señor en la oración.

Las leyes no por el hecho de ser leyes, garantizan el bien común, la paz social, el bienestar, la dignidad humana  y la fraternidad de los pueblos. Ellas son un camino. Sin embargo, lo más importante es lo que Jesús hoy nos pide: “que éstas sean motivadas y tuteladas por el amor”. Un amor, purificado y acrisolados en el crisol de la cruz. No basta con decretar leyes sociales, humanas y civiles, si el corazón no es capaz de comprometerse en dar cabida al Espíritu de Dios, quien es el que realmente nos orienta en nuestra manera de obrar y vivir.

De todo esto se comprende que Jesús no da importancia sencillamente a la observancia disciplinar y a la conducta exterior. Él va a la raíz de la Ley, apuntando sobre todo a la intención y, por lo tanto, al corazón del hombre, donde tienen origen nuestras acciones buenas y malas. Para tener comportamientos buenos y honestos no bastan las normas jurídicas, sino que son necesarias motivaciones profundas, expresiones de una sabiduría oculta, la Sabiduría de Dios, que se puede acoger gracias al Espíritu Santo. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu, que nos hace capaces de vivir el amor divino.

Que esta sea una oportunidad para que todos —tanto a nivel personal como institucional — hagamos un serio examen de conciencia que nos ayude y nos permita hacer una real y verdadera reforma de nuestra vida, de nuestras leyes y patrones de conducta.