DESDE LA CEM: Nosotros, fariseos

autor_2_1448907347-1Nosotros, fariseos

XXX Domingo Ordinario

Eclesiástico 35, 15-17. 20-22: “La oración del humilde llega hasta el cielo”

Salmo 33: “El Señor no está lejos de sus fieles”

II Timoteo 4, 6-8. 16-18: “Ahora sólo espero la corona merecida”

San Lucas 18, 9-14: “El publicano regresó a su casa justificado y el fariseo no”.

Por la propaganda machacona, por las terribles posibles consecuencias que se pronostican para nuestra patria, porque todo mundo habla de ello y porque también a él le interesa lo que sucede en su entorno, Bonifacio se ha metido de lleno en la feroz batalla que sostienen los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos. Pronto se apasionó y muy pronto también se decepcionó. “En nuestra comunidad, se busca el que pueda prestar el servicio y el ‘candidato’ normalmente se queda en silencio, dispuesto a servir pero sin ofrecerse. Y estos pleitos que los candidatos tienen son un asco donde cada quien enloda al otro y quiere aparecer como inmaculado. Pero cada vez es más decepcionante. Los dos se sienten superiores y los dos están llenos de soberbia. El orgullo no los deja escuchar. Así no se puede servir”. Bonifacio solamente se hace eco de ese sentimiento de muchas personas no sólo respecto a estos candidatos, sino respecto a muchos que se sienten grandes, que humillan a los demás pero que no saben ser humildes para servir.

Soy el único bueno”. “Soy el único que no se equivoca y siempre tiene la razón”. Es la actitud pedante y despectiva que se adopta para denigrar y despreciar a los demás. Es ridícula, ¡pero sin darnos cuenta la asumimos! Y a veces hasta involucramos a Dios en nuestras ideologías y estupideces. El cuento que hoy nos ofrece Jesús es una aplicación muy concreta de la soberbia actitud que adoptamos frente a Dios y a nuestros hermanos. La parábola del fariseo y del publicano contrapone dos actitudes espirituales, dos maneras de orar, dos formas de creer y de relacionarse con Dios y con los demás, dos formas de vivir y enfrentar la vida. Una, la de quien se siente lleno de todo, pagado de sí mismo; la otra, de quien se muestra sencillo, abierto a la gran bondad de Dios y a su infinita misericordia. Jesús no compara en su ejemplo, un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo y que mira por encima del hombro a los otros.

Si alguien nos preguntara que si somos fariseos, inmediatamente responderíamos que no y nos parecería que esta parábola no tiene nada de actual, pero es dolorosamente actualizada por muchos de nosotros. Creyéndonos justos, nos apoyamos en nuestra religión y en nuestras posiciones para mirar a los demás como inferiores, despreciarlos, juzgarlos y condenarlos. Muchos de los conflictos actuales a nivel local y a nivel mundial, no son otra cosa que la prepotencia de quien se siente dueño del mundo, que utiliza a Dios y a la religión para sentirse satisfecho y para aprovecharse de los demás. Hay quienes pagan hasta la última veladora al Señor, pero no tienen empacho en despojar al pobre, “legalmente”, de sus tierras, de su agua y de su casa y ¡no se sienten ladrones! Hay quienes embriagan con sus licores y sus mentiras a nuestros indígenas y después los condenan por borrachos y flojos, en cambio ellos se sienten muy dignos.

Qué vacío debe haber en el interior del fariseo. Hace toda una presentación de sí mismo, pero ¡siempre diciendo lo que no es! “no soy como los demás hombres… tampoco soy como ese publicano”, sabe muy bien lo que no es, pero no sabe lo que es, ni lo que hay en su interior, pues cuando intenta hacer presente su persona viene decir: “ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias”, como si todo su valor dependiera de su dinero o de lo que no se come. Pero, ¿quién es en realidad? Jesús viene a trastocar el orden establecido por el sistema judío y si miramos las cosas con  detenimiento, también viene a trastocar todo nuestro sistema. No importa lo exterior, sino lo que hay realmente en el interior. Parecería que el hombre moderno está lleno de materialismo, de comparaciones, de competencia feroz contra los demás. Que vale sólo por lo que tiene. Se llena de todo y no deja lugar para experimentar dentro de sí mismo el gran amor de Dios. El pecado del fariseo y de nuestro mundo, es reducirlo todo a comercio, a vanidad, a orgullo y no dejar espacio ni para Dios ni para el prójimo.

La primera lectura de este domingo nos enseña que Dios no entra en este mundo de comercialización y de intercambio. Si por alguien tiene Dios predilección es por los pobres y humildes. “El Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda.” (Sir 35,15-17). ¡Cómo quisiéramos que hoy esto también fuera realidad! Que los jueces, que las autoridades, no se dejen impresionar por las apariencias, que no menosprecien a nadie,  que no vendan la justicia. Pero hay quien con angustia vive en los límites extremos de la pobreza y  ya no sabe a quién clamar justicia.

Nos debe quedar muy claro: no es que Jesús esté de acuerdo con el pecado. Los publicanos o, como algunos lo traducen, los recaudadores de impuestos, eran tenidos por el pueblo como traidores y los rechazaban porque vivían a costa de los sufrimientos del pueblo. Jesús no está de acuerdo con la injusticia, pero cuando encuentra la conversión, cuando encuentra un corazón dispuesto, da salvación, por eso termina su narración diciendo: “Yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». Sólo el que está vacío de sí  mismo puede llenarse de Dios. Sólo quien tiene espacio en su corazón puede recibir a sus hermanos.

La parábola de Jesús nos lleva a examinar seriamente cómo es nuestra actitud. Detrás de los dos personajes se puede descubrir la oposición entre dos tipos de justicia: la del hombre que cree que es capaz de alcanzarla cumpliendo la exterioridad de la ley; o la justificación que Dios concede al pecador que se reconoce como tal y se convierte. A un corazón cerrado  y atiborrado de orgullo, no puede entrar ni el hermano ni Dios. Para llenarse de Dios, se necesita estar vacío de uno mismo, despojarse del orgullo, mirarse pequeño e inútil. Sólo entonces estaremos en posibilidades de recibir su infinita misericordia. Lo mismo acontece frente a los hombres: sólo quien abre su corazón, tiene posibilidad de encontrar hermanos.

Señor, me siento perdido. Quiero ser tu amigo y nada exigirte. Quiero ser tu amigo y vivir de tu gratuidad, vivir de tu Misericordia. Dios del pobre, del que desde su barro busca todo de tu gracia, lléname de tu presencia. Amén.