Reflexiones sobre la participación del empresario en el cambio social contemporáneo

Santiago de Querétaro, Qro., 15 de agosto de 2014

 

Queridos amigos:

Agradezco profundamente la oportunidad de estar con ustedes este día reflexionando en voz alta sobre el papel del empresario en el momento actual.

En abstracto el empresario tiene una misión al interior de la sociedad: producir bienes y servicios, abrir fuentes de empleo, invertir creativamente para colaborar al desarrollo personal y comunitario, etcétera. Todos estos lugares comunes ustedes los conocen mejor que yo.

Sin embargo, en concreto, el empresario se desenvuelve en un contexto particular. Y por eso su misión tiene que atravesar un conjunto de circunstancias concretas, de retos dinámicos, de obstáculos no siempre previsibles. Dicho de otro modo, el contexto actual no puede ser ignorado al momento de pensar en voz alta sobre la responsabilidad empresarial.

¿Cómo es el mundo actual? ¿Cuál es el contexto en el que se desempeña el empresario mexicano en estos momentos?

No es  mi intención ofrecer un análisis político o económico. La mirada que la Iglesia tiene sobre el escenario actual está atenta a estas dimensiones pero las trasciende. Los obispos, en Aparecida, hemos reconocido que nos encontramos no sólo en una época de cambios sino en un verdadero “cambio de época” que posee una dimensión fundamentalmente cultural.

Decir esto significa que los cambios que estamos viviendo son profundos y tocan el modo cómo cada uno de nosotros asume el desafío de ser plenamente humanos. La cultura antes que ser exposición de pintura, ballet folklórico u obra arquitectónica, es la manera como nos relacionamos con la naturaleza, con nuestro prójimo y con Dios. Esto quiere decir que la cultura es la atmósfera humana que creamos con los valores que afirmamos a través de nuestra libertad. Cultura, también es la manera cómo manifestamos el sentido definitivo de nuestra vida en cada una de nuestras acciones.

Miremos con atención nuestro mundo: lleno de inéditas y maravillosas oportunidades.  En palabras de su Santidad, el Papa Francisco, “la humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación”.

Un mundo lleno de maravillosas oportunidades, sí, pero también enfermo de diferencias sociales en las que solamente algunos privilegiados gozan de los frutos de una buena educación, de un trabajo bien remunerado y, con todo ello, de las condiciones de bienestar y desarrollo que deberían de ser propias de todos los seres humanos en función de su igual dignidad.

A esto mismo se refiere el Papa Francisco cuando nos recuerda que “no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con dignidad”.

El empresario actual vive así en un mundo en el que una gran tarea está por realizarse: la de proveer a todos y cada uno de sus hermanos con las condiciones necesarias para su pleno desarrollo.

La expresión “pleno desarrollo” puede interpretarse como ofrecer bienes y servicios, bienestar material y salario justo. Sin embargo, si la miramos con mayor atención, cuando afirmamos esto queremos decir que el empresario está más definido por su trascendencia cultural que por su respuesta al mercado.

En efecto, el trabajo es la transformación del mundo a través de la transformación del hombre. San  Juan Pablo II ha escrito la “carta magna” sobre el mundo del trabajo en su Encíclica Laborem excercens. En ella, la idea central precisamente es esta: trabajar es transformar. Sin embargo, para que el trabajo sea plenamente humano y no fuente de injusticias e inequidades, es necesario que responda a las exigencias de la condición humana profunda. Trabajar, producir, emprender son así actividades en las que el hombre puede crecer como hombre. Son ocasión para ser más y no simplemente para “tener más”.

Como es evidente, el empresario no es el único responsable del “desarrollo pleno” de las personas y de las sociedades. Muchas otras son las instituciones que están llamadas a auxiliar a las personas en su lucha por hacerse de los medios necesarios para crecer en humanidad.

No obstante, por su propia naturaleza, el empresario es aquel que ha recibido las dotes y la oportunidades necesarias para contribuir al desarrollo de la sociedad mediante la eficaz transformación de los recursos de la tierra y las capacidades humanas en bienes y servicios que sostienen y potencian la vida de los seres humanos.

Así las cosas, el empresario está llamado a ser mucho más que un mero actor económico decidido a generar utilidades; es, en primera instancia, una pieza clave en el desarrollo integral de la comunidad a la que pertenece, llamado a velar, junto con muchos otros, por un desarrollo capaz de “promover a todos los hombres y a todo el hombre”.

“La vocación de un empresario, – afirma el Papa Francisco -, es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesible para todos los bienes de este mundo”.

Cuando el Papa Francisco habla de un “sentido más amplio de la vida” no se refiere a algo nebuloso o a una motivación más o menos vaga sobre la trascendencia.

El sentido definitivo de la vida se alcanza en Cristo. Por ello, los empresarios, sobre todo aquellos que se reconocen cristianos, pueden considerar el “emprender” como un auténtico camino de santificación. Jesús trabajó con sus manos, con su inteligencia y con su corazón. De esta manera nos mostró que la buena noticia del evangelio no se refiere solo a los bienes que gozaremos en el cielo sino que también apunta a los bienes que necesitamos para vivir conforme a la s exigencias de nuestra humanidad.

Ser empresarios y ser cristianos no es así una realidad sobrepuesta artificialmente. Para un fiel laico tener la oportunidad de servir a través de las actividades productivas es una gran oportunidad de mostrarle al mundo que la vida puede ser distinta si Jesucristo está presente en medio de nuestras vidas.

Permítanme decir esto mismo de un modo más punzante: un empresario sin Cristo hace el bien. Pero un empresario cristiano, que deja que Jesús transforme su vida y su acción, se vuelve signo y testimonio no sólo de un buen desempeño al interior de la dinámica del mercado, sino de una vida más grande, más magnánima, más libre.

¿Y cómo habrá de realizar el empresario semejante tarea?

Pongo a su consideración cinco posibles vías para que ello se convierta en realidad:

1. Como es evidente, el empresario tiene que ser un gran maestro del arte que le ha sido encomendado: el de emprender. Ha de ser un hombre dotado de la entereza de carácter y de la inteligencia práctica necesarias para llevar a buen puerto, año con año, la tarea productiva que desempeña; y como nadie puede realizar una empresa como ésta en soledad, por necesidad ha de ser un buen líder; un hombre creativo, laborioso y justo en el que se pueda confiar, no sólo por su pericia técnica, sino por su constante voluntad de velar por el bienestar de todos aquellos con los que le corresponde trabajar.

2. En segundo lugar, el empresario debe de ser consciente de que su labor no consiste meramente en poner a la disposición de la gente riquezas materiales bajo la forma de sueldos, salarios, bienes o servicios capaces de contribuir a que todos puedan vivir una vida más humana, sino que esa misma vida buena que buscan promover debe de constituir el eje de toda la labor productiva que encabezan.

En otras palabras, el empresario tiene la grave responsabilidad de transformar su empresa en un bastión de humanidad.

Tal y como leemos en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, “los empresarios y los dirigentes no pueden tener en cuenta exclusivamente el objetivo económico de la empresa, los criterios de la eficiencia económica, las exigencias del cuidado del «capital» como conjunto de medios de producción” (n. 344), sino que deben de ser conscientes de que para cumplir con la misión que les ha sido encomendada, su primera preocupación debe ser siempre la de velar por los miembros de la empresa en la que trabajan y, en última instancia, los de la sociedad a la que sirven.

Cualquiera puede hacer dinero explotando o descuidando a otros, pero eso no es ser un buen empresario, eso es ser un criminal.

Las repercusiones sociales de este tipo de empresas criminales nos golpean hoy de forma viva y constante en nuestro México, donde la violencia y el crimen organizado nos recuerdan a diario lo mucho que hay de verdad en las siguientes palabras del Papa Francisco:

“Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión”.

Digámoslo de nuevo, la tarea del empresario no es, simple y llanamente, la de producir bienes y servicios, sino la de crear espacios de humanidad dedicados a la generación de riquezas que sirvan a la totalidad de la persona.

3. En tercer lugar, el empresario debe de ser consciente de que para realizar la tarea que le corresponde, su responsabilidad va mucho más allá de las paredes de su propia empresa. En otras palabras, para poder ser quien está llamado a ser, el empresario no puede luchar sólo; necesita de otros, comenzando por aquellos que han recibido la misma llamada que él. De allí que sea tan importante que los empresarios se asocien entre sí para velar no sólo por sus intereses, sino por los de la sociedad a la que están llamados a servir.

El empresario que piensa que su responsabilidad se reduce al cuidado su propia empresa; aquel que cree que con generar riqueza y pagar impuestos cumple con su responsabilidad social, se inscribe entre quienes han de esperar sentados a ver cómo el mundo que los rodea termina colapsándose, víctima de un individualismo reinante que todo lo destruye. Al contrario, aquel empresario que se decide a asumir en plenitud su responsabilidad con respecto de su comunidad, realiza la función que la sociedad espera de uno de sus más importantes actores.

En soledad, lo que todo hombre experimenta es miedo e impotencia; en un mundo así, nos sentimos justificados por las circunstancias para actuar como los demás, a seguir la corriente.

En ocasiones incluso nos decimos que actuando así, contribuiremos a la creación del bien común, en la medida en la que estaremos haciendo nuestra parte para que el sistema económico responda poco a poco a las necesidades de los demás.

Actuar así en un mundo como el nuestro, donde millones de pobres nos miran a los ojos, es actuar con cobardía y comodidad.

Hoy, afirma el Papa Francisco, “ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone; requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo”, objetivos que nadie puede conseguir por si mismo, de donde se desprende el grave deber que todo empresario tiene de colaborar activamente con otros para el mejoramiento de su comunidad.

4. En cuarto lugar, el empresario debe de tener en cuenta que si bien cumple una función social de primera importancia al construir una empresa digna de ese nombre, hacerlo no lo exime del deber de cumplir con el resto de sus responsabilidades sociales, comenzando por las que se siguen de su pertenencia a una familia concreta, “pues, ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (Mc 8, 36).

Las responsabilidades del empresario en cuanto padre o madre, esposo o esposa, hijo o hija, amigo o amiga, son tan importantes como las que se siguen de su deber profesional, toda vez que estaría faltando a su responsabilidad fundamental si no comenzase por construir espacios plenos de humanidad en el seno de su propio hogar.

Este es uno de los ámbitos en que más y mejor se puede constatar la urgente necesidad de contar con Jesucristo al momento de emprender. Jesús siempre nos invitará a mirar que el bien común primario por el que debemos de trabajar es por el de nuestras familias. Este bien se construye con coherencia, con perseverancia, con fidelidad y con perdón.

5. Todo lo anterior (pericia técnica, liderazgo auténtico, preocupación por el bien común, compromiso con el pleno desarrollo de toda persona, participación social y política, vida familiar), vivido en tiempos de globalización, implican una carga que muchas veces puede parecer titánica.

Conformarse con menos es posible; lo que no es posible es hacerlo y luego vivir con un corazón lleno y una conciencia tranquila. La mediocridad no es compatible con la plenitud; de allí que la amistad con Aquel ante cuya mirada nada pasa desapercibido, sea una necesidad vital para el empresario:

“Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).

El empresario está así llamado a ser un hombre o una mujer capaz de tomarse en serio los reclamos más profundos e importantes de su corazón.

Vivimos pues en tiempos de grandes retos en los que una indiferencia y una economía que matan nos impiden sacar el máximo provecho posible de las oportunidades que se nos presentan.

Para que las cosas funcionen de manera diferente debemos recordarnos una y otra vez, tal y como lo hizo en su momento Benedicto XVI, que “el desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.

Esos hombres y esas mujeres no surgen de forma espontánea en el seno de una comunidad… y no obstante, su presencia es indispensable para que podamos evitar tragedias como las de la crisis financiera mundial por la que acabamos de pasar.

Lo que está en juego es mucho más que el Producto Interno Bruto de tal o cual país; es una gesta de la más urgente e indispensable humanidad.

Y en este tema, todos necesitamos descubrirnos necesitados de ayuda. Todos debemos emprender un camino educativo para no olvidar los motivos esenciales por los que vivimos y por los que hacemos las cosas. Por eso, me congratulo de que estemos reunidos este día. Con nuestra amistad y nuestra compañía podremos recordarnos mutuamente que las grandes responsabilidades que tenemos para con nuestras familias y para con nuestra sociedad, necesitan de un corazón abierto a la realidad que nos toca vivir y a la gracia que Jesucristo nos regala para que no naufraguemos en estos arduos esfuerzos.

¡Muchas gracias!

† Mons. Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro