Homilía en la Misa del XXV aniversario de ordenación sacerdotal del P. José Luis Andrade Montoya

Capilla de Teología del Seminario Conciliar de Querétaro, Santiago de Querétaro, Qro.,  18 de septiembre de 2014
Año de la Pastoral Litúrgica

 

 

Estimados hermanos en el episcopado,
apreciados hermanos sacerdotes,
muy querido P. José Luis Andrade Montoya,
seminaristas y miembros de la vida consagrada,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. En esta feliz ocasión en la cual  nos reunimos para la celebración del XXV aniversario de la ordenación sacerdotal del P. José Luis Andrade Montoya, a quien saludo con afecto, es el Señor mismo, quien a través de su palabra, aviva en nuestros corazones, vivos sentimientos de gratitud para poder “proclamar sin cesar, su misericordia” (cf. Sal 88) y poder así detenernos un poco en el camino, para reflexionar en la grandeza de este don que Cristo le ha confiado a su Iglesia.

2. Celebrar, significa reconocer lo que Dios ha hecho en nosotros y descubrir aquello que necesitamos continuar haciendo en nuestra vida, para poder responder a su proyecto de salvación. Es por ello, que esta mañana,  los invito para que reflexionemos un poco en el evangelio que hemos escuchado (Jn 15, 9-17).

3. El evangelista nos narra una parte del discurso de despedida que conocemos como el discurso de “la vid verdadera” (Jn 15, 17) en el cual, Jesús, retomando la figura veterotestamentaria de la viña, y que el pueblo de Israel entendía muy bien, se asemeja a ella, por su significado para el pueblo de Israel y por lo que representan sus frutos para la vida de la comunidad. Es importante señalar que para la cultura mediterránea el “vino” representa la fiesta; permite al hombre sentir la magnificencia de la creación. Más aún, el vino deja vislumbrar algo de la “fiesta definitiva de Dios con la humanidad” a la que tienden todas las esperanzas de Israel. Recordemos que Jesús se encuentra cenando con sus discípulos, justo la noche antes de padecer y de llevar a plenitud la obra de la redención. Por eso, a manera de despedida y de testamento espiritual, les narra el secreto de su corazón. “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15, 1). Él mismo se identifica con la vid. Él mismo al asumir la naturaleza humana se ha convertido en la vid. Se ha dejado plantar en la tierra, en el seno bendito de María. La vid, ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede también, arrancar y rechazar. Él mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre con la vid. De esta manera, Jesús asume en sí mismo la promesa de reunir a los hijos dispersos de Israel (Jn 11, 52). Lo que nos enseña que la vid de ahora en adelante representa a la comunidad de los creyentes en Cristo. Por medio de él y con él, se convierten todos en vid  y su vocación es permanecer en la vid. Así, las palabras sobre la vid muestran el carácter irrevocable del don concedido por Dios, que nunca será retirado y los frutos que la vid ha de dar, no serán frutos agrios, sino frutos dulces y sabrosos, que sirvan para producir vino dulce, que alegre el corazón de los hombres.

4. En este contexto, Jesús, consciente que sabía lo que decía, se dirige a sus discípulos y les dice: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor… No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá” (Jn 15, 9). Queridos hermanos y hermanas, el sacerdocio no puede ser entendido como una realidad fuera de la vida y de la misión de Cristo. Por eso, Jesús les aconseja a sus discípulos “permanecer”. Este “permanecer” en Jesús, no es una permanencia yuxtapuesta, es una permanencia que impregna, que incluye, que integra, que da vida y fundamento a la existencia. Jesús, invita a sus discípulos a vivir vinculados a él, con la esperanza de que solamente unidos a él, es como se pueden producir buenos frutos, capaces de producir el buen vino de la esperanza, de la justicia,  de la rectitud, del amor y de la santidad. Y que en el corazón de los discípulos produce la alegría, la alegría plena. La misión del sacerdote es ser mediador, puente que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera luz, a su verdadera vida. Por eso, Jesús dice: “Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá” (Jn 15, 9).  La misión del sacerdote es  combinar, conectar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios —lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre— y nuestro mundo humano.

5. Queridos hermanos sacerdotes, debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el cual Dios nos da todo lo que nosotros no podríamos dar nunca: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo. Es importante que en la raíz del compromiso pastoral, como sacerdotes establezcamos una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo el sacerdote, enamorado de Cristo, podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con la “Vid verdadera”; sólo unidos a la “Vid verdadera”, podremos tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podremos infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor nos confía. Jesús nos señala que el fruto que debemos dar nosotros como sarmientos, es el fruto del amor, el amor que acepta con él misterio de la cruz  y se convierte en participación de la entrega que hace de sí mismo.

6. La carta a los hebreos, en la misma línea nos ayuda a entender qué tipo de frutos son los que como miembros de Cristo, los sarmientos hemos de dar, porque dice: [Todo Sumo Sacerdote] debe ser una persona con “compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza” (Heb 5, 2) y también “habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor reverencial” (Heb 5, 7). Para la carta a los hebreos un elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión, es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo.

7. Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contemplación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con las cosas hermosas, con la belleza divina, pero “el trabajo” lo hacen otros. Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la “pasión” de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido encomendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su corazón siempre estuvo fijo en Dios, vio siempre a Dios, siempre hablaba íntimamente con él, pero al mismo tiempo él llevaba todo el ser, todo el sufrimiento humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, que andan sin pastor, sufría con ellos y nosotros los sacerdotes no podemos retirarnos aislarnos, sino que debemos estar inmersos en la pasión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en comunión con él, debemos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.

8. Padre José Luis, sin duda que en este sentido, la celebración de estos veinticinco años, son una oportunidad que el Señor te da para meditar en esta gran verdad;  Jesús te ha elegido, mediante la llamada sacerdotal para ser junto con él, esa “Vid verdadera” que haga realidad la promesa del pueblo de Israel. Una promesa que es necesario seguir haciendo presente en este tiempo en el cual, muchos hombres y mujeres viven sin futuro y sin esperanza. Una promesa que es necesario anunciar a las jóvenes generaciones que buscan vivir con un sentido para su vida. Sin duda que en este sentido, nos has dado ejemplo de perseverancia, espacialmente indicando a muchos jóvenes seminaristas, el camino para poder lograr descubrir en Jesús, esa “Vid verdadera” que produce frutos abundantes. Pues tu servicio en el seminario por más de 20 años, es una muestra de que la constancia en la fidelidad, no es fruto de la buena voluntad, sino de la conciencia de tu llamada y la generosidad en tu respuesta, permaneciendo unido a Cristo, viviendo tu ser de sarmiento. Sólo de esta manera se puede explicar el resultado de los frutos que el sacerdocio de Cristo ha dado a través de ti, y que continúa, día con día, ofreciendo a las jóvenes generaciones, de tantos seminaristas y jóvenes que vienen aquí para conocer cuál es la esperanza que les puede hacer  capaces de llegar a ser felices.

9. Por el testimonio de varios sacerdotes y seminaristas,  sé que eres un hombre que puede comprender el corazón del hombre, conducirlo y ayudarle para que se encuentre con Dios; te pido, Padre, que nunca te dejes robar la alegría de tu vocación, continua siendo para muchos seminaristas y muchos hermanos sacerdotes, un testimonio vivo de fe, un testimonio que nos lleve a muchos a vivir una vida de total consagración a Dios. Muchas felicidades en este día.

10. Que la Santísima Virgen María de Guadalupe, te acompañe siempre en tu vocación sacerdotal y que arropado bajo su regazo de madre, sientas y experimentes siempre, la alegría de la Madre que cuida y custodia tu corazón sacerdotal. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro