DESDE LA CEM: EL ABRAZO DEL PADRE, XXIV Domingo Ordinario.

de Enrique Díaz Díaz
Obispo Coadjutor de San Cristóbal de las Casas

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Éxodo 32, 7-11. 13-14: “El Señor renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo”

Salmo 50: “Me levantaré y volveré a mi Padre”

I Timoteo 1, 12-17: “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores”

San Lucas 15, 1-32: “Habrá alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente”

Se ha puesto de moda la justicia colectiva contra los criminales. A cada momento escuchamos que agarraron a un delincuente, que lo quemaron, lo mutilaron o lo asesinaron. Basta que un ciudadano dé la voz de alerta para que todos se abalancen contra el “criminal”, aunque resulte después que todo era una falsa alarma, y ha habido casos en que la víctima inocente ha sido despedazada o quemada viva. Hemos llegado a tal situación de violencia que necesitamos desahogar nuestras inconformidades y frustraciones buscando víctimas que sacien nuestra sed de venganza. Por toda la República se repiten los casos y quedan la mayoría de las veces en confusión, justificaciones e impunidad. Como si socialmente se justificara la venganza para frenar con el miedo a los delincuentes. Llevamos por dentro tan metido el resentimiento que buscamos una víctima propicia.

Viviendo en un mundo de violencia hemos hecho del desquite una de nuestras opciones de sobrevivencia. El perdón no entra en nuestro planes y la búsqueda de reconciliación la dejamos en el olvido. En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas, tres en particular: la oveja perdida, la moneda extraviada, y el padre y los dos hijos. En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.

Partiendo de una realidad similar donde se coloca el objeto perdido como lo más preciado al grado de arriesgar otros valores con tal de encontrarlo, las dos primeras parábolas resaltan la gratuidad de la búsqueda y del perdón. Nada hace la oveja para retornar al redil, mucho menos la moneda perdida. Todo es regalo de un amor que va más allá de los límites que propondría una sana prudencia. Pero el amor no tiene límites y se torna locura, búsqueda infatigable, misericordia sin medida y alegría compartida. Si bien en la parábola del hijo que retorna, aparecerían destellos de arrepentimiento, éste es tan raquítico que el hijo pródigo se conforma con ser sirviente y no hijo. La misericordia supera el pecado y abre los brazos para retornar a la filiación y a la fraternidad rotas, y todo como don gratuito e inmerecido.

Es lo que no entienden los fariseos y lo que no entendemos nosotros: la misericordia supera al pecado aun antes del arrepentimiento del pecador. Así superaríamos muchas de las guerras y divisiones, muchos de los problemas y resentimientos. Estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. Del perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir. ¡Cómo es difícil perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices.

¿Cómo actúa Jesús? Nadie más claro que Jesús para denunciar y desenmascarar el pecado y la injusticia, pero nadie más misericordioso y compasivo con el pecador. La misericordia divina es una de las constantes bíblicas de toda la historia de la salvación humana, que culmina en Cristo, imagen y espejo del rostro misericordioso de Dios. Con las parábolas que hoy nos presenta Jesús, condena todo puritanismo clasista y sus consecuencias: la marginación a todos los niveles. Muy claro en la parábola del hijo pródigo. Mientras el hermano mayor se ha olvidado de que quien regresa es precisamente su hermano menor y lo llama “ese hijo tuyo”, lo trata con desprecio y se niega a participar con él, el Padre lo abraza en su ternura y lo estrecha contra su corazón. Todo se olvida en este abrazo lleno de compasión. El padre le devuelve todos los signos de filiación, lo nombra “hijo”, “hermano tuyo” y lo vuelve a poner a la mesa, donde comparten los iguales, donde se reconstruye la fraternidad. La fraternidad nunca se podrá reconstruir con desprecio, marginación y olvido.

El desprecio al otro nunca será cristiano ni liberador; representa más bien la inversión de los valores evangélicos. Cristo insiste una y otra vez que Él no ha venido para los justos sino para los pecadores y que hay alegría en el cielo por la conversión de uno solo de ellos.

Las parábolas de este día nos llevan a la conciencia de dos grandes verdades: que el amor de Dios es más grande que nuestro pecado y que no tenemos derecho a juzgar a los demás. El amor de Dios hacia nosotros es de tal manera gratuito que no podemos pretender haberlo ganado y es de tal manera permanente y firme que nunca podremos decir que estamos fuera del amor de Dios por más pecadores que seamos. Pero este amor de Dios nos debe llevar a amar a los diferentes y dejar la actitud farisaica y discriminatoria que nos presenta el evangelio. Hay muchos hermanos que no están en casa y necesitamos salir a su encuentro para que nuestra mesa sea compartida. Ciertamente necesitamos dejar la actitud arrogante que a veces adoptamos y lanzarnos a buscar las ovejas que están fuera del redil, pero en actitud de encuentro no de condena. Debemos barrer con cuidado toda la basura de la casa para encontrar la pequeñita moneda perdida. Debemos abrir amplios nuestros brazos para reencontrarnos con el “otro” en un abrazo fraternal.

Que este día sintamos el abrazo amoroso de Dios Padre, a pesar de nuestras miserias, y que abramos nuestra mente y nuestro corazón para acoger a todos los hermanos como una sola familia.

Padre bueno, que nos amas aún cuando somos pecadores, concédenos acercarnos de tal manera a tu amor, que podemos experimentar la grandeza de tu perdón que nos renueva en lo más íntimo y nos acerca a la mesa a compartir con los hermanos. Amén