PALABRA DOMINICAL, Domingo de Ramos. Ciclo B.

Le llevaron el burro, y le echaron encima los mantos y Jesús monto en él.

La entrada de Jesús en Jerusalén marca el comienzo de la semana santa. En el evangelio que hemos escuchado al inicio de la celebración, Jesús les ordena a sus discípulos que entren en un pueblo cercano, donde encontrarán un burro. Deben tomar posesión de él, y si alguien los cuestiona, deben responder como Jesús les instruyó. Los discípulos siguen las instrucciones de Jesús, y todo funciona según lo planeado. Jesús monta al burro, y sus discípulos y otros crean una procesión, con prendas y ramas pavimentando el camino. En medio de los gritos de “Hosanna” y las referencias al próximo reino de David, Jesús y sus discípulos se abrieron paso hasta la antigua ciudad de Jerusalén.

Es curioso que, de los diez versículos de este episodio, siete se ocupen exclusivamente del modo de procurar al burro. ¿Por qué tanta importancia a este detalle? San Marcos quiere mostrar que en Jesús se cumple la profecía de Zacarías:

¡Alégrate sobre manera, hija de Sión; grita Jubilosa, oh hija de Jerusalén! He aquí que tu rey viene a ti; es justo y victorioso, humilde y montado sobre un asno, sobre un pollino cría de asnas. Aniquilará los carros de Efraín y la caballería de Jerusalén y se hará pedazos el arco del guerrero, y anunciará la paz a todas las naciones.  Zac. 9.9-11.

Jesús no entra en la ciudad como un peregrino, y tampoco como un maestro o un taumaturgo, sino como el Rey prometido. No viene, sin embargo, como un conquistador ni como un rey con la fuerza de la violencia, tampoco viene con esplendor y fama, sino totalmente inerme, humilde y pacífico. Nada tiene que ver con los esplendores de los poderes exteriores, ni con los criterios artificiales que etiquetan a las personas. Jesús no lleva otra cosa que su propia persona. No pretende subyugar ni dominar a nadie; quiere que todos entiendan el veredero paso de Dios en la vida de cada hombre. Jesús intenta mostrar en que consiste la Salvación inaugurada por su Mesianismo. Recordemos que en tiempos de Jesús, el pueblo esperaba y clamaba la llegada del mesías para que desde el cielo pusiera solución (de forma espectacular, bélica y milagrosa) a todos los problemas que aquejaban a Israel; dichos problemas, se pensaba, que tenían su único origen en agentes externos y por tanto debían ser exterminados. Esta visión de la realidad y de su posible solución no dejaba espacio a la autoevaluación ni a la conversión, ¿pues si otros son los culpables de los males por qué tendría que asumir yo la responsabilidad?

Al entrar encontrarán amarrado un burro…

Jesús, con un pequeño pero profundo signo quiere recordar que la visión mesiánica tradicional es diametralmente opuesta al mesianismo inaugurado por el Evangelio; la verdadera liberación ya ha sido anunciada en la Escritura, y así como el burro no está en un lugar recóndito, sino en un lugar público y bien accesible y puede ser encontrado sin esfuerzo por cualquiera. Así también la Palabra de Dios es publica y accesible para todos. El sentido figurado de la escena sugiere que los dos discípulos enviados a desatar al burro son quienes deben recodar y clarificar el sentido pleno de la Revelación. Es tarea de los discípulos y misioneros mostrar la Verdad que Jesús nos ha traído para que nuestros pueblos en Él tengan vida.

Muchos extendían su manto en el camino y otros tapizaban con ramas cortadas en el campo.

Cuando uno descubre y experimenta la liberación que Jesús nos trae, se experimenta la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.

El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo.

La fiesta que hoy celebramos, la entrada Jesús a Jerusalén, es una invitación para que todos nosotros renovemos nuestro encuentro personal con el Señor. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!