PALABRA DOMINICAL: DOMINGO 1° DEL TIEMPO DE ADVIENTO. Mt 24, 37-44. ¡Velen y estén preparados!

DOMINGO 1° DEL TIEMPO DE ADVIENTO

Mt 24, 37-44. 

¡Velen y estén preparados!

Hoy iniciamos con toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, para vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, para recorrer dentro de la historia del mundo, a fin de abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico comienza con el tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera del retorno de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal. San Bernardo nos enseña que entre las dos venidas visible de Cristo en la historia y al final de los tiempos existe una venida invisible, aquí y ahora. (cf. Oficio de lectura, lunes I Semana de Adviento). Dicha realidad no sólo nos sitúa en el tiempo mesiánico, sino que nos anima para no perder nunca de vista que como cristianos debemos estar atentos a los signos de los tiempos que nos ofrecen la presencia de Dios en la vida personal, histórica y social.

Jesús en el evangelio de este primer domingo  (Mt 24, 37-44) nos recuerda cuáles deben ser las actitudes que nos han de ayudar a vivir nuestra fe, mientras ocurre el final de los tiempos. “Velen pues, y estén preparados, porque no saben  qué día va a venir su Señor”. ¿Cómo debemos entender esto?

Vigilar, significa estar despierto, estar atento. Saber qué es lo que pasa cuando otros duermen. Vigilar, significa despertar de la inconciencia. Estar atentos a la realidad. Como cristianos no podemos estar dormidos, somnolientos y apesadumbrados por el cansancio.

Hoy, Jesús, nos anima para que sin descuidar la vida ordinaria, estemos preparados con la vigía en las manos. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que una manera de permanecer despiertos es la “sobriedad del corazón”. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al “hoy”. El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: “Dice de ti mi corazón: busca su rostro” (Sal 27, 8)” (n. 2730).

San Pablo en la carta a los romanos (13, 11-14), alentándonos pues a vivir en la sobriedad del corazón, nos anima para que durante este tiempo, vivíamos alejados de todo a aquello que nos puede distraer. “Basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias”. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón (EG, 97).

Que durante este tiempo, podamos purificar nuestra vida, nuestras relaciones interpersonales, nuestra sociedad y nuestra cultura, de manera que cuando venga  nos encuentre “despiertos”,  “atentos” y “preparados”. Vivamos estos días del adviento con un corazón sobrio, capaz de darnos cuenta de la obra de salvación en nuestra vida y en nuestra historia. Solo así cambiará el mundo, cambiará la sociedad, cambiaremos cada uno. Que no nos pase que llegue el Señor y no nos demos cuenta de su venida, porque estamos distraídos o con el corazón embriagado.