Homilía en la Solemnidad de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe, Visita de las Reliquias del Beato Juan Pablo II

Santiago de Querétaro, Qro., 12 de diciembre de 2011

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

Les saludo con gozo a cada uno de ustedes, quienes han venido de diferentes partes de la Diócesis en este día de fiesta, para celebrar la fe que nos hermana y que nos identifica en Jesucristo, el Hijo de Dios y de la Virgen María. Hoy es un día solemnísimo, pues los mexicanos celebramos 480 años del acontecimiento guadalupano que ha marcado nuestra historia cultural y religiosa; además estamos muy felices y contentos por la visita del hombre que ha impreso con su testimonio de vida, en nuestro corazón, el amor a Dios y a su palabra, el Beato Juan Pablo II, de quien guardo en grata memoria. Gracias por acudir pues su presencia renueva nuestra esperanza y fortalece nuestra caridad.

En esta celebración festiva se nos ha proclamado la Palabra de Dios cuyo mensaje se centra en la figura de María, la mujer discípula fiel y misionera por excelencia de la buena Noticia de Jesucristo. Hemos escuchado del libro del Eclesiástico, un texto que retoma la centralidad de la sabiduría en la vida del hombre (Eclo. 24, 23-31). La Sabiduría de Dios que es Cristo, quien se ha convertido en Camino, Verdad y Vida. Alimentarse de aquel que es la Palabra nos va transformando, día a día, en un signo del amor de Dios en medio de nuestros hermanos. Si el Señor habita en nuestros corazones como en un templo, de ese corazón brotarán abundantes frutos de salvación, pues ya no se dejarán guiar por sus inclinaciones, egoísmos y pasiones desordenadas, sino solo por el mismo Dios, cuya Sabiduría hará que sean rectos nuestros caminos. María, nuestra Madre y Madre de Dios, por la aceptación en la fe a la voluntad de Dios, es la culminación, el fruto eximio que brota de aquella que quiso unir su sí personal y comprometido a los designios de Dios. Quien sea fiel al Señor, quien se alimente de Él podrá ser fecundo, no sólo dejándose engendrar por el Espíritu Santo en Hijo de Dios, sino colaborando para que el Señor tome cuerpo, vida en aquellos a quienes evangelizamos, no sólo para ilustrarlos en la fe, sino para que lleguen a ser hijos de Dios en el Hijo.

El dulce rostro de la Guadalupana es para nuestro continente una poderosa representación de los aspectos maternales del amor de Dios por los hombres. María es la encarnación más alta del mensaje de su Hijo divino; Él mismo ha querido darla como Madre de los desamparados a todo su pueblo. María parece repetir en Guadalupe las palabras de la Escritura: el amor no acaba nunca (1 Cor 13, 8).

En María de Guadalupe el Señor ha vuelto su mirada hacia nosotros para manifestarnos su obra salvadora. Todas las naciones están llamadas a participar de la vida que Él nos ha ofrecido por medio de su Hijo encarnado en María Virgen. Dios quiere que todas las naciones se conviertan en una continua alabanza de su Santo Nombre, porque el Espíritu del Señor repose sobre ellas. Entonces habrán terminado las luchas fratricidas, la violencia, el odio, la pobreza, la ignorancia, los desprecios de los más desprotegidos, las persecuciones injustas; entonces viviremos todos como hijos de un sólo Dios y Padre. Agradezcamos al Señor la cosecha abundante de salvación que se nos ha dado en Cristo; ojalá y la recojamos y almacenemos en nuestro corazón, para que desde ahí transforme nuestra vida, y podamos distribuirla a todos aquellos a quienes hemos sido enviados para proclamarles el Evangelio. María, llevando a Jesús no sólo en su seno, sino en su corazón, se acerca a nosotros para que la Salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, sea también salvación nuestra.

Desde el acontecimiento de Cristo los hombres, que vivimos unidos a Él por la fe, tenemos la misma dignidad ante Dios. Ante el Señor ya no cuentan los criterios humanos de la dignidad y el poder. El más grande es el que se hace servidor de todos, pero en serio y no de un modo maquillado o pasajero. Así como el Hijo de Dios no se presentó entre nosotros con un cuerpo aparente, sino que hizo suya, en su totalidad, nuestra naturaleza humana, llegando a hacerse pecado el que no tenía pecado, para clavar la maldad en la cruz y redimirnos de ella, así, quien quiera manifestar su importancia en la comunidad de creyentes, no puede tener otro camino que el del mismo Cristo Jesús, nacido de mujer y cercano a nosotros. María, nuestra Madre, no sólo nos protege como una madre amorosa; su presencia en nuestra vida es para que asumamos el compromiso de su propio Hijo, cercano a todos y amando hasta dar la vida para salvar a los culpables. Por eso no podemos quedarnos en un amor lleno de romanticismo espiritual ante ella, sino que, si en verdad la amamos y la queremos como Madre nuestra, conforme a la voluntad de su Hijo en la cruz, hemos de aprender a vivir como ella en la fidelidad a la escucha de la Palabra de Dios y a la puesta en práctica de la misma; sólo entonces podremos decir que en verdad somos hombres de fe, unidos personalmente a Cristo, y no sólo celebradores externos de acontecimientos históricos.

Dios ha irrumpido en la historia del hombre haciéndose uno de nosotros. Por obra y gracia de Dios se han logrado las aspiraciones de todo hombre: llegar a ser como Dios. El Hijo de Dios, encarnado en María, lleva a su pleno cumplimiento las promesas hechas a nuestros antiguos padres, desde aquella primera Buena Noticia dada en el paraíso terrenal. María, la Madre del Hijo de Dios Encarnado, se convierte en la portadora de esa salvación para Isabel que queda llena del Espíritu Santo, el cual es el único que nos hace participar de la Vida y Salvación que Dios nos ofrece en Jesús; y Juan el Bautista queda santificado y da brincos de gozo en el vientre de su madre. Esa salvación es salvación nuestra en la medida en que no la rechacemos, sino que la hagamos nuestra. María, además de Madre de Jesús, es para nosotros figura y prototipo de la Iglesia que se convierte en misionera, en portadora de la salvación, en engendradora del Salvador en el corazón de todos los hombres por la Fuerza del Espíritu Santo que habita en ella. Ojalá y seamos capaces de ir hasta los lugares más apartados y escarpados del mundo para que Cristo sea conocido, amado y testificado. María viene como un signo de cómo nosotros nos hemos de encontrar y comprometer con su Hijo para que sea luz, guía y fortaleza en nuestro camino hacia la perfección en Dios, a la que todos hemos sido convocados.

Uno de los testigos más convencidos de estas realidades, es sin duda es el Beato Juan Pablo, quien como discípulos y misionero ha llevado el evangelio hasta los últimos rincones de la tierra. Por ello hoy al venerar su sangre veneramos su vida; la sangre es símbolo de vida. Tenemos la oportunidad de venerar la vida de un Papa que tuvo una existencia intensamente vital. Explosión de vida fue su juventud dedicada a la práctica de diversos deportes, al cultivo de la música, de la poesía y de las representaciones teatrales; expresión contagiosa de vida fue lo que lo hizo siempre cercano y amistoso con las personas que lo trataron. Vida espiritual profunda fue lo que cultivó desde niño en su devoción a la Virgen, en sus largos momentos de oración, en la adoración íntima y sosegada ante el Sacramento de la Eucaristía. Vida para ser entregada hasta el extremo en los diversos servicios que el Señor le fue pidiendo a lo largo de su existencia. Vida consumada en una fidelidad que le significó abrazarse dolorosamente a la cruz de Cristo en las muchas pruebas y dificultades con que el Señor lo asoció a su pasión.

Su visita a nuestra diócesis en un impulso a la misión evangelizadora, pues nos recuerda que la vida que realmente vale la pena vivir es aquella que se entrega pro el evangelio, sin miedo y con esperanza. Todo por Jesucristo a través de María. Así vivió, así cumplió su misión y así murió, con el Totus Tuus en sus labios y en su corazón. En su testamento espiritual Juan Pablo II pone su vida entera en manos de la Virgen, a quien se consagró totalmente con su lema Totus Tuus. Como hizo Cristo en la cruz, también él ha querido, al salir de este mundo, dejarnos en manos de María: “En estas mismas manos maternales dejó todo y a todos aquellos con los que me ha unido mi vida y mi vocación. En estas manos dejo sobre todo a la Iglesia, así como a mi nación y a toda la humanidad”.

Hermanos y hermanas: Que María, que nos acompaña en esta celebración, nos ayude a vivir abiertos a la escucha de la Palabra de Dios y a la puesta en práctica de la misma para no ser discípulos distraídos, sino totalmente dispuestos a trabajar por hacer realidad el Reino de Dios entre nosotros. Quienes participamos de esta Eucaristía hemos de reconocer que también en todos y cada uno de nuestros prójimos habita la presencia del Señor. Por eso hemos de esforzarnos continuamente por hacer que esa imagen de Cristo en nuestro prójimo resplandezca con mayor dignidad, y no deteriorarla a causa de nuestras incomprensiones, injusticias, persecuciones, o desprecios, o por deteriorarles la vida con vicios, o envileciéndolos. Si queremos que nuestros pueblos sean un signo real del Reino de Dios entre nosotros, seamos los primeros esforzados por hacerlo realidad entre nosotros. Abramos nuestro corazón al Espíritu de Dios para que, hechos hijos en el Hijo, seamos los hijos amados del Padre y los hijos más pequeños en el corazón de nuestra Madre, no para sentirnos orgullosos de estar ahí, sino para sentirnos comprometidos en darle un nuevo rumbo a nuestro mundo y a nuestra historia.

El Evangelio puede darle un nuevo rumbo a Querétaro… Una sociedad que necesita semillas de Evangelio… Juan Pablo II que ha pasado entre nuestras calles, entre nuestros hogares, y que está en la casa donde se forman los futuros sacerdotes, que nos ayude a ser misioneros de paz… que nos ayude a abrir caminos de luz…

¡Oh corazón Inmaculado! ayúdanos a vencer las amenazas del mal, que tan fácilmente se enraíza en el corazón de los hombres de hoy y que en los afectos desmedidos se agrava sobre nuestra época y parece ser que cierran los caminos hacia el futuro. Ruega por nosotros Santa Madre de Dios para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro