Homilía en la santa Misa de la XXIV Asamblea Diocesana de Pastoral

Plaza Prebyterorum Ordinis, Seminario Conciliar de Querétaro,
Hércules, Qro., 19 de noviembre de 2012.
― Annus fidei ―

Queridos hermanos sacerdotes diocesanos y religiosos,
apreciados diáconos,
queridos miembros de la Vida Consagrada,
muy amados hermanos laicos que integran lo consejos de las diferentes comunidades parroquiales de nuestra Diócesis,
queridos representantes de movimientos y asociaciones, presentes en la Diócesis de Querétaro,
hermanos todos en el Señor:

Hoy, con grande alegría, nos hemos congregado para celebrar la XXIV Asamblea Diocesana de Pastoral, en el marco del Año de la fe, el reciente Sínodo de los Obispos en Roma, la Visitas Pastorales a los Decanatos y la Misión Intensiva Diocesana, acontecimientos eclesiales y diocesanos que podemos sintetizar en dos palabras: “Nueva Evangelización”, es decir, nos encontramos viviendo como Iglesia un tiempo en el cual queremos seguir asumiendo el compromiso de Imaginar situaciones, lugares de vida y acciones pastorales, para permitir a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, salir del desierto interior y descubrir a Dios en el propio horizonte, re-descubriendo el sentido de la vida personal y social, de manera que interpelados por la Palabra de Dios en el Evangelio, juntos “Profesemos la fe en la Trinidad  que es el Dios del Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor” (cf. PF, n. 1); este santo tiempo que la Iglesia nos regala con el año de la fe, pretende  que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único salvador del mundo; reavive la alegría de caminar por el camino que nos ha indicado; y testimonie de modo concreto la fuerza transformadora de la fe. Agradezco de antemano a cada uno de ustedes, los sacerdotes y los agentes de pastoral, todos sus empeños por unirse a esta obra de Jesucristo y de la Iglesia, que se convierte en un imperativo categórico, inherente a nuestra naturaleza de bautizados. De manera muy particular agradezco al Sr. Vicario Episcopal de Pastoral el P. Fidencio López Plaza, quien  junto con los decanos velan porque la pastoral organizada sea una realidad en nuestra diócesis.

El 16 de noviembre del año 2009, reunidos en esta misma plaza, como Iglesia Diocesana hemos asumido el Plan Diocesano de Pastoral en su Tercera Etapa 2010 – 2016, bajo el objetivo de “fortalecer e impulsar nuestro proceso diocesano de evangelización a partir de la iniciación cristiana y formación permanente, para refundamentar la familia, y reencontrar el sentido de la vida personal y social, viviendo y actuando como discípulos misioneros al servicio del Reino de Dios” (cf. PDP, n. 274). De esta manera nuestra Iglesia Diocesana desea introducir en el mundo de hoy y en la actual discusión su temática más originaria y específica: ser el lugar en el cual ya ahora se realice el Plan de Dios y donde bajo la guía del Espíritu del Santo nos dejamos transfigurar por el don de la fe. Específicamente a lo largo de este año nos hemos comprometido en “anunciar y proponer a Cristo, Camino, Verdad y Vida, como respuesta a la falta de sentido de la vida personal y social, promoviendo una cultura vocacional para redescubrir el llamado que Dios nos hace a la existencia, a la santidad, al discipulado y a la misión, cada quien desde su propia libertad, vocación y originalidad” (cf. PDP, n. 276).

Queridos hermanos y hermanas, Nos debemos sentir muy alegres puesto que a lo largo de este año, hemos podido realizar ustedes y yo, la Santa Visita Pastoral, en cada una de las comunidades parroquiales que integran nuestra Diócesis, permitiéndonos acercarnos a la realidad y vislumbrando un horizonte esperanzador. A lo largo de cada visita pastoral hemos querido conocer la realidad, propiciar un  espíritu de comunión y convivencia fraterna entre pastores y laicos y, dinamizar la Misión Continental Permanente, así aunque los desafíos pastorales nos apremian, nos conforta el testimonio visible en cada uno de ustedes, mediante un compromiso serio y decidido por anunciar a Jesucristo a cada hombre y a cada mujer, que no ha tenido la gracia de encontrarse con él; Por otro lado hemos visto que la gran mayoría de las parroquias se enfrentan ante el desafío de la familia, para llegue a ser una verdadera “iglesia doméstica”, en las situaciones culturales, sociales y económicas que la conducen muchas veces a perder de vista el papel y el rol que juega en la Iglesia y en la sociedad. Por lo mismo, otro de los grandes desafíos que vivimos en la Diócesis, es ofrecer y asumir una respuesta sistemática y eclesial para dar a las nuevas generaciones de jóvenes y adolescentes elementos, a fin de que logren encontrarse con Jesucristo Resucitado y de esta manera, reciban una formación humana y cristiana sólidas, para que logren encontrar el sentido de su existencia, mediante una fe madura. Pues con la fe cambia verdaderamente todo en nosotros y para nosotros, y se revela con claridad nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el sentido de la vida y el gusto de ser peregrinos hacia la Patria celestial. La fe, en Dios que es amor y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y donándose Él mismo, en la cruz para salvarnos y volver a abrirnos las puertas del Cielo, indica de manera luminosa que sólo en el amor consiste la plenitud del hombre.

Hoy,  queridos hermanos y hermanas, es necesario subrayarlo con claridad: la fe manifiesta que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, se manifiesta en relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado hacia el otro. La fe cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida; más aún, la hace plenamente humana. “La fe es acoger este mensaje transformador en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace conocer quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus proyectos para nosotros. Cierto, el misterio de Dios sigue siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con todo, con la revelación es Dios mismo quien se auto-comunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros —a través de la obra del Espíritu Santo— las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra”. (cf. Benedicto XVI, Catequesis en la audiencia general, 17/10/2012).

La Sagrada liturgia de esta tarde nos presenta a la Virgen María, como la mujer insigne por su fe, la discípula que en cierto modo recopila en su persona y reverbera los elementos principales de la enseñanza cristiana, Madre que sostiene y protege la fe de sus hijos.  En el evangelio de Lucas (Lc 11, 27-28) que hemos escuchado en esta celebración, vemos una escena que particularmente nos orienta y nos ilumina en la tarea que juntos hemos de asumir para dar una respuesta ante la necesidad de muchos en encontrar la auténtica felicidad. Pues los criterios del hombre muchas veces no corresponden a los criterios de Dios. “Jesús les dijo a la gente: mejor, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (v. 28). Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de entrar en contacto con nosotros, de hacerse presente en nuestra historia, nos hace capaces de escucharle y de acogerle. María es modelo de escucha de la Palabra de Dios y de su cumplimiento, por eso es dichosa. Pero en realidad ¿Qué fue lo que hizo María? La misma Palabra de Dios nos lo dice: “Es la Virgen quien concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (cf. Is 7,14; Mi 5, 2-3; Mt 1, 22-23). El Concilio Vaticano II nos enseña: “Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de él la salvación. Con ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva economía, al tomar de ella la naturaleza humana el Hijo de Dios, a fin de librar al hombre del pecado mediante los misterios de su humanidad” (Cons. Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 55).

María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo. La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que, en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios. María ha ofrecido la propia carne, se ha puesto totalmente a disposición de la voluntad divina, convirtiéndose en «lugar» de su presencia, «lugar» en el que habita el Hijo de Dios. La voluntad de María coincide con la voluntad del Hijo en el único proyecto de amor del Padre y en ella se unen el cielo y la tierra, Dios creador y su criatura. Como dice San Ireneo, “obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano” (San Ireneo, Ad. haer. III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123). Dios se hace hombre, María se hace «casa viviente» del Señor, templo donde habita el Altísimo. María, que es la madre de Cristo, es también madre nuestra, nos abre la puerta de su casa, nos guía para entrar en la voluntad de su Hijo. María, “pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama (Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 41).

Así pues, es la fe la que nos proporciona la verdadera dicha, la verdadera alegría en este mundo, la que nos reúne en la única familia y, nos hace a todos hermanos y hermanas. El Papa Benedicto XVI en la Exhortación apostólica postsinodal sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia comenta: “Ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza, la cual nace de la Palabra acogida y puesta en práctica” (cf. VD, n. 124).

Hermanos y hermanas, contemplando a María debemos preguntarnos si también nosotros queremos estar abiertos al Señor, si queremos ofrecer nuestra vida para que sea su morada; o si, por el contrario, tenemos miedo a que la presencia del Señor sea un límite para nuestra libertad, si queremos reservarnos una parte de nuestra vida, para que nos pertenezca sólo a nosotros. Pero es Dios precisamente quien libera nuestra libertad, la libera de su cerrarse en sí misma, de la sed de poder, de poseer, de dominar, y la hace capaz de abrirse a la dimensión que la realiza en sentido pleno: la del don de sí, del amor, que se hace servicio y colaboración. San Pablo lo expresa con alegría y reconocimiento así: “Damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la Palabra de Dios, que les predicamos, la acogieron no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como Palabra de Dios que permanece operante en ustedes los creyentes» (1 Ts 2, 13). Hagamos esto realidad en nuestras vidas. “La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios (Const. Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 64).

Hoy, damos continuidad al proyecto pastoral en nuestra Diócesis con el año de la Pastoral Social, en el cual queremos asumir la tarea de consolidar y fortalecer  el compromiso social  de la Iglesia, para crecer en la caridad evangélica, en la vivencia de las bienaventuranzas, en la difusión de la doctrina social de la Iglesia y la transformación de las realidades sociales (cf. PDP, n. 277). La Nueva Evangelización conlleva poner a Cristo en el centro de la totalidad de las dimensiones humanas.  En esta humilde tarra nos alientan las palabras del Santo Padre, en la en la carta encíclica Caritas in veritate: “Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas.” (Benedicto XVI, Carta Encíclica, Caritas in veritate, n. 21).

Deseo, finalmente, dirigir la mirada y la oración a la Virgen María, Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, para que interceda por cada uno de nosotros, por nuestras parroquias y movimientos, por nuestras comunidades religiosas y sociedades de vida apostólica, y de esta manera tengamos fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor, para vivir según la voluntad de Dios y llegar a contemplarle cara a cara eternamente en el cielo. “Madre, llena de dolores, acuérdate que en la Cruz. Te nombró tu Hijo Jesús, Madre de los pecadores. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro