Homilía en la Misa por las fiestas tradicionales en el Santuario de El Pueblito

Santuario de Nuestra Señora de El Pueblito, El Pueblito Corregidora, Qro. 15 de febrero de 2015

Año de la Pastoral  de la Comunicación – Año de la Vida Consagrada

 

 

Muy estimados padres franciscanos,

queridos miembros de las diferentes mayordomías, cofradías y asociaciones de la Virgen de El Pueblito,

hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

armendariz-escudo1. Con alegría y devoción nos hemos reunido en esta tarde para celebrar nuestra fe en el Señor resucitado, al mismo tiempo que agradecer a Dios por el 279° aniversario del traslado solemne de la venerada imagen de Nuestra Señora de El Pueblito a este Santuario tan hermoso, donde desde entonces se sigue dispensando a caudales la gracia de Dios y como nos dice el salmista “como un rio, alegra la ciudad de Dios” (Sal 46, 5), en medio de este pueblo que ama a Dios y a la Santísima Virgen María de El Pablito.

2. Todos ustedes desde los niños hasta los  mayores son testigos de que la vida de esta comunidad gira entorno a este santuario; sus costumbres y sus tradiciones están engarzadas en el amor y devoción a la Santísima Virgen María, quien como Madre y Maestra, durante siglos, ha forjado la cultura, la fe, y sobre todo ha sembrado en el corazón de cada hombre y cada mujer la semilla del Evangelio. Por eso esta celebración es tan significativa para cada uno de ustedes, consérvenla siempre cuidándose de no perder el verdadero sentido que esta encierra.  Dedicar un templo a Dios es reconocer que en él, el señor se hace presente. Que en él, la vida de la gracia se dispensa, y sobre todo que en el cada cristiano es capaz de ofrecer su vida a Dios como una ofrenda agradable.

3. “El santuario, es el lugar en el que continuamente se proclama un mensaje de vida: el «Evangelio de Dios» (Mc 1,14; Rm 1,1) o «Evangelio de Jesucristo» (Mc 1,1), esto es, la buena noticia que proviene de Dios y que tiene por contenido a Cristo Jesús: Él es el Salvador de todos los pueblos, en cuya muerte y resurrección se han reconciliado para siempre el cielo y la tierra” (cf. Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, 274).

4. El evangelio de este domingo (Mc 1, 40-45) nos muestra a Jesús en contacto con la forma de enfermedad considerada en aquel tiempo como la más grave, tanto que volvía a la persona «impura» y la excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una legislación especial (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir, impura; y también correspondía al sacerdote constatar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal.

5. Mientras Jesús estaba predicando por las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: «Si quieres, puedes limpiarme». Jesús no evita el contacto con este hombre; más aún, impulsado por una íntima participación en su condición, extiende su mano y lo toca —superando la prohibición legal—, y le dice: «Quiero, queda limpio». En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, está encarnada la voluntad de Dios de curarnos, de purificarnos del mal que nos desfigura y arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso queda derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso más que el más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en «leproso» para que nosotros fuéramos purificados.

6. Un espléndido comentario existencial a este evangelio es la célebre experiencia de san Francisco de Asís, que resume al principio de su Testamento: «El Señor me dio de esta manera a mí, el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura del alma y del cuerpo; y después de esto permanecí un poco de tiempo, y salí del mundo» (Fuentes franciscanas, 110). En aquellos leprosos, que Francisco encontró cuando todavía estaba «en pecados» —como él dice—, Jesús estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos, y, venciendo la repugnancia que sentía, lo abrazó, Jesús lo curó de su lepra, es decir, de su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo, que es nuestra curación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!

7. Este leproso que Marcos nos presenta en el relato evangélico es audaz y osado. Sabe lo que quiere y lo quiere de todo corazón. Se salta todas las prohibiciones y se acerca a Jesús. Tiene tantas ganas de salud que no le importa violar normas de convivencia que mantiene la exclusión entre el mundo de los enfermos y el mundo de los sanos. Lo que quiere es volver sano a la vida de la comunidad y salir de la exclusión en la que la lepra le ha encerrado. Este leproso arriesga todo por acercarse a Jesús.

8. Las enfermedades de la piel pedían especial atención y tenían especial gravedad en las prescripciones cúlticas y sociales del antiguo Israel. Especialmente la lepra hacía impuro al enfermo, peligroso de contagio. En consecuencia debía ser excluido de la comunidad por razones de higiene pública. El leproso se convertía en un vivo socialmente muerto, tal como se desprende del texto de Levítico 13. Alejados de todo contacto social mendigaban a gritos desde lejos las limosnas que el transeúnte benévolo depositaba al borde del camino y que el leproso recogía una vez alejado aquel; además cada enfermedad era interpretada como castigo de una culpa y era necesario a veces buscar al culpable. En el Nuevo Testamento la curación de los enfermos era  dada como argumento de la llegada del Reino de Dios. Los enfermos curdos debían presentarse al sacerdote para que éste extendiera el certificado oficial de curación y el enfermo pudiera reintegrarse a la sociedad.

9. En el Evangelio se cuentan varias curaciones  de lepra hechas por Jesús. Curar a uno de la lepra era entonces semejante a  resucitar a un muerto. No hay semejanza entre los leprosos de entonces  con los leprosos, contagiosos, hepáticos, alcohólicos o seropositivos de hoy. La única posible comparación debe establecerse a nivel de sufrimiento moral con los que saben por experiencia lo que significa sentirse solo, verse excluido, inconsiderado, esquivado, sin derecho a voz en la vida comunitaria, ser en definitiva un paria de la sociedad, como lo siguen siendo algunos hombres y mujeres en ciertos países y culturas.

10. El leproso del evangelio sale de su exclusión y se pone de rodillas a los pies de Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme…”. Es una confesión de fe profundamente intensa porque va precedida por una transgresión: acercarse al mundo prohibido de los sanos. Este leproso arriesga tanto que se pone en las manos de Jesús: no impone nada. Somete toda su vida a la voluntad de Jesús; se apoya más en lo que Jesús quiera que en lo que él mismo desea. Por ello esta expresión de fe es premiada por Jesús.

11. Cada uno podemos tener nuestras lepras, que no hemos pedido ser curadas totalmente. No tener ganas o fuerzas para salir de nuestra lepras arrojándonos a los pies de Jesús y aceptando de antemano lo que él quiera, está impidiendo que Jesús nos toque, sienta compasión y nos diga: “Quiero, queda limpio”. Corresponde a cada uno dar el paso de levantar el corazón desde el secreto de nuestra intimidad y presentarlo al Dios paciente y compasivo, sin embargo necesita que le presentemos  todas nuestras penurias y desgracias, nuestras lepras.

12. Queridos hermanos y hermanas, Jesús, a través de su Madre es siempre quien sale a nuestro encuentro para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos tocar y purificar por él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos! Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro