Homilía en la Misa del Encuentro Nacional de Presidentes y Asistentes Diocesanos de Laicos y Pastoral de Laicos

Catedral de Nuestra Señora de la Luz, León, Gto., 17 de Marzo de 2013.
Annus fidei

 

Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:

escudo_armendariz1. Me complace poder encontrarme con cada uno de ustedes en esta tarde y agradecer juntos a Dios, la oportunidad que nos ha dado durante estos días, de celebrar este Encuentro Nacional de Presidentes y Asistentes Diocesanos de Laicos y Pastoral de Laicos, sin duda que representa para cada movimiento y asociación, una oportunidad extraordinaria para vigorizar nuestra identidad y nuestro compromiso decidido en la tarea de la Nueva Evangelización, providencialmente en este tiempo santo de la cuaresma en el que la Iglesia nos invita a una renovación espiritual de la identidad cristiana. Como Obispo encargado de la Dimensión Episcopal de los Laicos, expreso mi agradecimiento a cada uno de ustedes, por los esfuerzos que se hacen en comunión, a fin de llevar a cabo  a tantos hombres y mujeres a un encuentro decidido con la persona de Jesucristo y con su misericordia.

2. Hemos llegado al quinto domingo de Cuaresma. El proceso de conversión cuaresmal apunta a su fin. La liturgia de este domingo proclama la finalidad positiva y santificadora de la verdadera renovación pascual y de la genuina reconciliación cristiana. Este año, en el evangelio que la liturgia nos propone, escuchamos el episodio donde Jesús salva a una mujer adúltera de la condena a muerte (Jn 8, 1-11). Mientras está enseñando en el Templo, los escribas y los fariseos llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, para la cual la ley de Moisés preveía la lapidación. Esos hombres piden a Jesús que juzgue a la pecadora con la finalidad de “ponerlo a prueba” y de impulsarlo a dar un paso en falso. La escena está cargada de dramatismo: de las palabras de Jesús depende la vida de esa persona, pero también su propia vida. De hecho, los acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14): él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía. Queridos hermanos y hermanas, la conversión cristiana no puede cifrarse simplemente en la purificación religiosa del pecado, a estilo hindú o budista. Tiene que apuntar a una nueva vida en Cristo, a una cristificación real de todo nuestro ser. La Pascua cristiana no es solo muerte al hombre viejo y al pecado. Es esencialmente una verdadera resurrección con Cristo, para vivir una vida nueva, empeñada en la santidad que solo en Él, con Él y por Él es posible para nosotros.

3. El evangelista san Juan pone de relieve un detalle: mientras los acusadores lo interrogan con insistencia, Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa que el gesto muestra a Cristo como el legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra (cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su sentencia? “Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra” (Jn 8, 7). Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10). Es la justicia que salvó también a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo (cf. Flp 3, 8-14). Al grado de poder afirmar en su propia vida: “Todo lo estimo pérdida comparado con Cristo, configurado, como estoy, con su muerte” (Fil 3, 8). Para el cristiano, como para Pablo, la conversión a Cristo deberá significar una total renuncia al pasado, para alcanzar a vivir una vida nueva en Cristo, por Cristo y con Cristo. Este desprendimiento ha sido vivido por todos los santos, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, y lo será siempre.

4. Cuando los acusadores “se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos” (v.9), Jesús, absolviendo a la mujer de su pecado, la introduce en una nueva vida, orientada al bien: “Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no peques más” (v.11). Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido, dándoles la libertad de poder seguir en la comunidad. Es la misma gracia que hará decir al Apóstol: “Una cosa hago: olvido lo que dejé detrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Flp 3, 13-14). Dios sólo desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa de la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el sacramento de la Reconciliación, a fin de que nadie se pierda, sino que todos puedan convertirse. San Gregorio Magno comenta diciendo: “He aquí que llama a todos los que se han manchado, desea abrazarlos, y se queja de que le han abandonado. No perdamos este tiempo de misericordia que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad, que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara, cuando volvamos a Él, el seno de su clemencia. Piense cada cual en la deuda que le abruma, cuando Dios le aguarda y no se exaspera con el desprecio. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva; el que menospreció estar firme a su lado, que se levante, por lo menos después de su caída… Ved cuán grande es el regazo de su piedad y considerad que tiene abierto el regazo de su misericordia” (Homilía 33 sobre los Evangelios).

5. Deseo invitarles para que cada uno vuelva a descubrir el  significado y la belleza de la Reconciliación, y sean sanados nuevamente por el amor misericordioso de Dios, que “lo lleva incluso a olvidar voluntariamente el pecado, con tal de perdonarnos”. El Concilio Vaticano II en nos enseña que “Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones” (cf. Const. Dogm. Sobre la Iglesia Lumen Gentium, 11). Hoy, es necesario se consientes que “la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1426). Cuando celebra el sacramento de la reconciliación, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

6. Finalmente, les animo y les exhorto a que aprendamos del Señor Jesús a no juzgar y a no condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado —¡comenzando por el nuestro!— e indulgentes con las personas. El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo. “La auténtica misericordia es por decirlo así la fuente más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta para servir de “árbitro” entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes objetivos según una medida adecuada el amor en cambio, y solamente el amor, es capaz de restituir el hombre a sí mismo” (cf. Juan Pablo II, Carta encíclica sobre la Misericordia divina Dives et misericordia, 14). La misericordia se hace elemento indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres, en el espíritu del más profundo respeto de lo que es humano y de la recíproca fraternidad. El mundo de los hombres puede hacerse “cada vez más humano”, solamente si en todas las relaciones recíprocas que plasman su rostro moral introducimos el momento del perdón, tan esencial al evangelio. El perdón atestigua que en el mundo está presente el amor más fuerte que el pecado. El perdón es además la condición fundamental de la reconciliación, no sólo en la relación de Dios con el nombre, sino también en las recíprocas relaciones entre los hombres. Un mundo, del que se eliminase el perdón, sería solamente un mundo de justicia fría e irrespetuosa, en nombre de la cual cada uno reivindicaría sus propios derechos respecto a los demás; así los egoísmos de distintos géneros, adormecidos en el hombre, podrían transformar la vida y la convivencia humana en un sistema de opresión de los más débiles por parte de los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos contra los otros.

7. Que los esfuerzos por asumir juntos un compromiso evangelizador se vean permeados de la experiencia de encuentro con la misericordia de Dios, en Jesucristo, de manera que vivíamos una constante conversión pastoral. Recuperemos loa hermosura de experimentar la misericordia, como cristianos “no tenemos otro tesoro que este. Este es el mejor servicio -¡su servicio!- que la Iglesia tiene que ofrecer a las personas y naciones” (cf. DA, 14).

8. Que Nuestra Señora de la Luz, patrona principal de esta Arquidiócesis, nos auxilie con su intercesión y nos ayude a pastores y laicos, a vivir intensamente nuestro diario vivir, para que vivamos siempre de aquel mismo amor que movió a su Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro