Homilía en la Misa de Ordenación Sacerdotal de Misioneros Xaverianos

Explanada del Colegio “Centro Unión”, San Juan del Río, Qro., 30 de agosto de 2014
Año de la Pastoral de Litúrgica

 

 

Estimados sacerdotes,
queridos Diáconos Pablo Emmanuel Torres Frías, MX y Felipe García Suárez, MX,
estimados miembros de la Vida Consagrada,
queridos familiares, amigos y bienhechores,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. Al reunirnos en esta mañana para celebrar la Eucaristía en la cual queremos conferir la Sagrada Ordenación Sacerdotal a los Diáconos Pablo Emmanuel Torres Frías, MX  y Felipe García Suárez, MX, les saludo a cada uno de ustedes en el Señor Jesucristo, el Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, en quien el Padre del cielo nos ha otorgado un intercesor y a quien ha puesto como cabeza de la Iglesia, a fin de que sean muchos los que experimenten su amor y su misericordia. De manera muy especial quiero saludar el Rev. P. Juan Antonio Flores Osuna, MX, Superior Regional de los Misioneros Xaverianos en México, a quien agradezco la confianza de solicitarme agregar al número de los presbíteros a estos hermanos nuestros diáconos.

2. Celebrar esta ordenación sacerdotal es una gracia y una alegría para la familia xaveriana, pero lo es mucho más para la Iglesia universal, pues de esta manera se renueva la esperanza en que el mensaje del evangelio, seguirá llegando al corazón de muchos hombres y mujeres que viven sin conocer a Cristo y sin experimentar la alegría de creer en él. Con esta ordenación sacerdotal, la Iglesia renueva la esperanza en que el testimonio de estos jóvenes diáconos, contribuirá para seguir promoviendo que muchos hombres y mujeres, especialmente en los pueblos no cristianos, lleguen a tener un encuentro vivo con la persona de Cristo, convirtiéndose así,  en auténticos discípulos misioneros.

3. Para ello, queridos diáconos, es importante que desde ahora y para siempre, estén convencidos de aquello que hemos dicho los Obispos en Aparecida y que refleja el sentir de la comunidad cristiana: “El Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración; de presbíteros-misioneros: movidos por la caridad pastoral, que los lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con su Obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos; de presbíteros-servidoresde la vida: que estén atentos a las necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la solidaridad. También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación (DA, 199). “Los presbíteros, a imagen del Buen Pastor, estamos llamados a ser hombres de la misericordia y la compasión, cercanos a nuestro pueblo y servidores de todos, particularmente de los que sufren grandes necesidades” (cf. DA, 198). De esta manera, cada uno de ustedes se sentirá pleno, feliz y realizado, por el contrario, poco a poco se ira infiltrando en ustedes un sentimiento de insatisfacción, amargura y lo más triste: la pérdida del sentido y del valor de los que Cristo ha querido hacer de ustedes mediante la imposición de manos.

4. En las lecturas de la Misa que se han proclamado, se delinea muy bien la naturaleza e identidad del sacerdocio ministerial, que Cristo comparte con ustedes en este día. San Lucas (22,14-20.24-30), nos narra la “última cena”, en la cual Jesús revela el secreto de su corazón. “Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con ustedes, antes de padecer, porque yo les aseguro que ya no la volveré a celebrar, hasta que tenga cabal cumplimiento en el reino de Dios” (vv. 15-16). Con estas palabras, Jesús comenzó la celebración de su última cena y de la institución de la santa Eucaristía. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Jesús nos desea, nos espera. Por eso, una de las enseñanzas que podemos recibir en esta mañana, es que Jesús  desea hacernos partícipes de la vida de Dios. Una vida que encuentra su origen en su vida misma, donada como ofrenda eucarística en aquella noche de la pasión con sus discípulos. Para lo cual, perpetúa el mandato de celebrarla como memorial,  instituyendo así el sacerdocio ministerial.

5. Queridos d iáconos, al recibir la ordenación sacerdotal, también para ustedes ha llegado la hora, esta hora tan esperada desde hace mucho tiempo, en el cual asumirán en su propia vida los deseos y sentimientos de Jesús. Pues con la ordenación, ustedes quedan configurados con Cristo y por ende,  con sus deseos y los deseos de su corazón; deseos que cada sacerdote hacemos realidad cotidianamente en la entrega de la vida por la humanidad, mediante la caridad pastoral, la celebración de la Santa Eucaristía y de los demás sacramentos. Deseos que están llamados a verse reflejados en el amor, por el anuncio de la Buena Nueva, sobre todo en aquellos lugares y espacios donde el corazón humano vive sin fe y sin la esperanza cristiana, de poder vivir la vida en plenitud. Deseos en los cuales Jesús “a quienes elige de entre los hombres” (Heb, 5, 1), los hace ministros suyos. Jesús quiere que cada uno de sus sacerdotes, asumamos el proyecto de  la redención, no como un oficio, sino como un estilo de vida, pues el sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. El sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación,  palabras que lo hacen presente a él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. “El sacerdote no puede caer en la tentación de considerarse solamente un mero delegado o sólo un representante de la comunidad, sino un don para ella por la unción del Espíritu y por su especial unión con Cristo cabeza. “Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto para intervenir a favor de los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios” (Hb 5,1)” (DA, 193).Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor.

6. Me llama la atención que en el mismo evangelio que escuchamos, Jesús nos da otra gran enseñanza sobre el estilo de vida que ha de distinguir a los discípulos. “Los discípulos se pusieron a discutir sobre cuál de ellos debería ser considerado como el más importante”. Sin embargo, Jesús afirma: “Los reyes de los paganos los dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Pero ustedes no hagan eso, sino todo lo contrario: que el mayor entre ustedes actúe como si fuera el menor, y el que gobierna, como si fuera un servidor” (Lc 22, 23). Yo quisiera que esta mañana, queridos diáconos, grabaran estas palabras en su corazón, e hicieran de ellas un programa de vida sacerdotal. La ordenación sacerdotal, no nos coloca en un estatus superior o en una “categoría diferente” a la de los demás. La ordenación  sacerdotal nos “consagra” al servicio del Reino, en la entrega generosa de la propia vida. Por lo cual, “la actividad ministerial debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo al rebaño que le ha sido confiado. Al ser ordenados cada uno de ustedes estarán especialmente cerca de los que sufren, los pequeños, los niños, las personas que pasan dificultades, los marginados y los pobres, y a todos es necesario llevar el amor y la misericordia del Buen Pastor” (Directorio General para la vida y ministerio de los Presbiterios, 53). Ayudarse unos a otros: esto es lo que Jesús nos enseña, y es lo que debemos hacer de  corazón, porque es un deber que se asume con libertad. Como sacerdotes debemos estar al servicio siempre. Pero es un deber que viene del corazón: lo amo. Amamos esto y amamos hacerlo porque el Señor así nos lo ha enseñado.

7. Los ritos en la ordenación y sus signos en su conjunto, nos enseñan que nuestra vida está llamada a ser una verdadera ofrenda para los demás, especialmente la sagrada unción de las manos y la entrega de la ofrenda del pueblo de Dios. El Papa Francisco nos ha dicho: “La unción, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite… y amargo el corazón. Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo… Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor. (cf. Misa Crismal, Jueves Santo 2013). El ser ungido, debe manifestarse en un testimonio límpido. En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser de perfumado. ¡No pierdan nunca el buen olor de sus manos sacerdotales!

8. Sé, que como Xaverianos, su vida y su tarea está consagrada a la misión, especialmente entre los pueblos no cristianos nunca pierdan esa alegría que los movió a consagrarse bajo el carisma de esta comunidad. Vivan siempre vinculados a Cristo y a su Palabra. Especialmente en la oración y en la Eucaristía.

9. Que  el ejemplo  de su santo patrono San Francisco Xavier y de su fundador San Guido María Conforti, sea siempre para ustedes el motivo de sus inspiraciones para donar su vida con generosidad y alegría. Especialmente recordando aquellas palabras de San Guido María Conforti sobre el sacerdocio: “El sacerdote que no quiera ser un contrasentido, debe vivir del evangelio y de la Iglesia, absorber todo su espíritu, transformarlo en su propia sangre,  hacer de él, el secreto de su propia fuerza”, (Apuntes para el discurso “Dignidad del Sacerdocio”, Parma 1921 – 1925, FCT 27, 176-177).

10. Que nuestra Señora de Guadalupe, interceda por cada uno de ustedes, a fin de que su sacerdocio siempre se vea custodiado y protegido por su maternal intercesión. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro