Homilía en la Misa de la Solemnidad de la Santísima Virgen María, Madre de Dios

Santa Iglesia Catedral, Ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, 31 de diciembre de 2012
Annus fidei

Queridos hermanos y hermanas:

1. Les saludo a todos ustedes con el gozo que aún anida en nuestros corazones, por la alegría de la Navidad, pues “Jesucristo, el Hijo de María, es el mismo ayer, hoy y por todos los siglos” (Ant. De la comunión), al reunirnos en esta noche en que el año del Señor 2012 llega a su término. Sin duda que la experiencia de querer sentirnos arropados por la bendición de Dios para el año que comienza, es un deseo que brota de lo más íntimo de nuestro ser. Hoy, como Iglesia le damos gracias a Dios con esta Eucaristía, porque sin duda reconocemos su amor providente en nuestro peregrinar por esta vida a los largo de este año, profesando nuestra fe en Jesucristo, el único Señor de la historia. “Las condiciones de nuestra época hacen más urgente el deber de la Iglesia, el que todos los hombres, que hoy están más íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales, técnicos y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo” (cf. Const. Dogmática Lumen Gentium, n. 1).

2. En esta noche de la Octava de Navidad, celebramos ya la víspera de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios y la Jornada mundial de la paz. Esta celebración de la maternidad divina de María, aparece con luminosidad por sus resonancias cósmicas. Al engendrar al Salvador, María se coloca en el centro de la historia  de la humanidad,  marcando para todos nosotros  los itinerarios no sólo de nuestro crecimiento espiritual, sino también simplemente humano. “Piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Como dice San Ireneo, «obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano» (San Ireneo, Ad. haer. III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123). Por eso no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él en su predicación que «el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe»; y comparándola con Eva, llaman a María «Madre de los vivientes» (San Epifanio, Haer. 78, 18: PG 42, 728CD-729AB). La bendita entre las mujeres nos dio a Jesús, fruto bendito de su vientre, primogénito entre muchos hermanos. De esta manera también nosotros, nos convertimos, por obra del Espíritu  en hijos y herederos y nuestra vida está bajo la bendición divina cuyo fruto precioso es la paz.

3. La primera lectura que escuchamos en esta noche, presenta la fórmula de bendición que el sumo sacerdote debía pronunciar sobre Israel al final de las grandes fiestas litúrgicas y en especial en la fiesta del año nuevo.  Esta bendición sacerdotal antigua gira en torno al nombre del Señor, llamado tres veces, e impone este nombre sobre los hijos de Israel. Dice la lectura: “Así Invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré” (Num 6, 27), significa que de esta manera se establece una relación con la persona divina, con el Señor. La bendición es el reconocimiento de que todo bien viene de Dios y depende de una vida de comunión con él. La paz es señal manifiesta de las bendiciones divinas: Dios conduce a su pueblo y lo conduce a la paz. Sin embargo, “La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación” (cf. Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de la Paz 2013, n. 3).

4. Hermanos y hermanas, el total cumplimiento de la bendición se da en Jesucristo, el vínculo de la paz entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí. Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta  “perder la vida” (cf. Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Él es la bendición misma: es el gran don del Padre a los hombres de quien provienen todos los demás dones. Resulta sumamente sugestivo, en el ocaso del año, escuchar nuevamente el anuncio gozoso que el apóstol Pablo dirigía a los cristianos de Galacia: “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial” (Ga 4,4-5). Estas palabras tocan el corazón de la historia de todos y la iluminan, más aún, la salvan, porque desde el día en que nació el Señor, la plenitud del tiempo ha llegado a nosotros. Así pues, no hay lugar para la angustia frente al tiempo que pasa y no vuelve; ahora es el momento de confiar infinitamente en Dios, de quien nos sabemos amados, por quien vivimos y a quien nuestra vida se orienta en espera de su retorno definitivo. Desde que el Salvador descendió del cielo, el hombre ya no es más esclavo de un tiempo que avanza sin un porqué, o que está marcado por la fatiga, la tristeza y el dolor. El hombre es hijo de un Dios que ha entrado en el tiempo para rescatar el tiempo de la falta de sentido o de la negatividad, y que ha rescatado a toda la humanidad, dándole como nueva perspectiva de vida el amor, que es eterno. Podemos estar conscientes de nuestra condición de hijos, pues nos fue dado el Espíritu Santo, que plasma interiormente en cada uno de nosotros los lineamientos de Cristo.

5. Queridos hijos, de esta manera al celebrar hoy nosotros la solemnidad de la maternidad divina de María, aprendemos que en nosotros también se hace presente esta misma realidad, al dejar verse como madre de Cristo y madre de la Iglesia. Pues, María es propuesta como ejemplo depositario de las bendiciones divinas que se nos dieron en Cristo. En el pasaje del evangelio, María aparece como sierva y medita todos los acontecimientos respecto de su Hijo. Como madre se convierte también en su primera discípula desde ese momento, custodiando en su corazón el misterio de su Hijo. La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres, no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta (cf. Const. Dogmática Lumen Géntium, n. 60).

6. En este año de la fe que estamos viviendo en la Iglesia, María nos enseña el camino para saber entenderle a Dios, cuáles son los proyectos para cada persona y la manera en la cual podemos contribuir con él, en el anuncio gozoso de su mensaje de salvación. “La figura de María nos orienta en el camino. Este camino, como nos ha dicho Benedicto XVI, podrá parecer una ruta en el desierto; sabemos que tenemos que recorrerlo llevando con nosotros lo esencial: el don del Espíritu Santo, la cercanía de Jesús, la verdad de su Palabra, el pan eucarístico que nos alimenta, la fraternidad de la comunión eclesial y el impulso de la caridad. Es el agua del pozo la que hace florecer el desierto y como en la noche en el desierto las estrellas se hacen más brillantes, así en el cielo de nuestro camino resplandece con vigor la luz de María, la Estrella de la nueva evangelización a quien, confiados, nos encomendamos” (cf. Mensaje final al pueblo de Dios sobre el Sínodo de los obispos sobre la Nueva Evangelización, n. 14). La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador. En la oración colecta de la misa le hemos pedido a Dios: “Concédenos sentir la intercesión  de Aquella por quien recibimos al autor de la vida, Jesucristo, Señor nuestro.” (Or. Colecta). Recuerden, finalmente, que la verdadera devoción y piedad a la Virgen María, no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.

7. Deseo finalizar, dirigiéndome a María con las palabras mediante las cuales la Iglesia, durante muchos siglos, se ha dirigido a María, poniendo en su presencia a todas y a cada una de las comunidades que integran esta diócesis, el sector político y económico, social y cultural, a fin de que guiados por la luz de María, “Estrella de la mañana” no perdamos el rumbo de nuestra vida ordinaria, Cristo Jesús:

«Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios,
no desprecies las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades,
antes bien, líbranos siempre de todos los peligros,
Oh Virgen gloriosa y bendita.
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios.
Para que seamos dignos de alcanzar
las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén.»

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro