Homilía en la Misa Crismal

Santa Iglesia Catedral,  Ciudad Episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., 1° de abril de 2015

Año de la Pastoral de la Comunicación  – Año de la Vida Consagrada

 

Excelentísimos señores obispos,

queridos sacerdotes y diáconos,

queridos miembros de la vida consagrada,

queridos laicos  representantes de cada una de las parroquias,

hermanos y hermanos todos en el Señor:

 

1. Con alegría nos hemos reunido en esta mañana para celebrar esta Santa Misa en la cual le queremos pedir a Dios que bendiga y consagre los Santos Óleos, mediante los cuales la gracia sacramental realizará signos admirables de santidad en medio de nuestro pueblo, y así sean muchos los que puedan llegar a vivir como hijos de Dios, ser testigos de su ser profético, sacerdotal y real y, si la necesidad lo exige, experimentar  el Espíritu consolador en la enfermedad y en el dolor.

2. Esta celebración es también para nosotros los sacerdotes una hermosa oportunidad para que juntos y de manera personal, renovemos las promesas que hemos hecho el día de nuestra ordenación y se favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús nos ha convocado a su amistad; quienes estamos consagrados al servicio del Reino, estamos llamados a renovarnos de manera perenne, buscando sobretodo asumir una actitud de permanente conversión personal y pastoral, que implique escuchar con atención y discernir lo que Dios nos va pidiendo para nuestra vida y en pro de las comunidades que nos ha encomendado. “La pastoral de la Iglesia no puede prescindir del contexto histórico donde viven sus miembros. Su vida acontece en contextos socioculturales bien concretos. Estas transformaciones sociales y culturales representan naturalmente nuevos desafíos para la Iglesia en su misión de construir el Reino de Dios. De allí nace  la necesidad, en fidelidad al Espíritu Santo que la conduce, de una renovación eclesial, que implica reformas espirituales, pastorales y también institucionales” (DA, 367). En este sentido es muy oportuno que nosotros los pastores, tengamos muy en cuenta la razón por la cual hemos consagrado nuestra vida al Señor. Como sacerdotes necesitamos re-novarnos, lo cual no significa que  cambiemos nuestro modo de ser o de actuar, sino que más bien, significa que  volvamos la mirada al origen de nuestra vocación y por ende, cambiaremos aquellas actitudes, acciones y  formas de ser que no corresponden a nuestra identidad  sacerdotal, no como una claridad impuesta o ajena a nosotros, sino como una necesidad que nace de centrar nuestra mirada en Cristo. Esta es la primera re-forma que hoy día nuestra Iglesia necesita. De esta manera, nuestro ser sacerdotal y nuestro quehacer pastoral estarán en sintonía con el querer de Dios que busca: ofrecer a todos la vida de Jesucristo.

3. Las tres preguntas que el obispo dirige a los sacerdotes al momento de la renovación, van encaminadas precisamente para que cada uno re-nueve la razón de su existencia sacerdotal y de su consagración totalmente a Cristo en el ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los hermanos.

a. En primer lugar el obispo pregunta: “¿Quieren ustedes renovar las promesas que hicieron el día de la ordenación, ante su obispo y ante el pueblo santo de Dios?”. (cf. Misal Romano, p. 267) Para ser pastor según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15) es necesario un profundo arraigo en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y de la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en la ordenación sacerdotal, una disponibilidad incondicional a llevar al rebaño encomendado al lugar a donde el Señor quiere y no en la dirección que, aparentemente, parece más conveniente o más fácil. Esto requiere, ante todo, la continua y progresiva disponibilidad a dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. En efecto, nadie es realmente capaz de apacentar el rebaño de Cristo, si no vive una obediencia profunda y real a Cristo y a la Iglesia, y la docilidad del pueblo a sus sacerdotes depende de la docilidad de los sacerdotes a Cristo; por esto, en la base del ministerio pastoral está siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de él, el conformar la propia voluntad a la voluntad de Cristo.

b. La segunda pregunta dice así: “¿Quieren ustedes unirse íntimamente a nuestro Señor Jesucristo, modelo de nuestro sacerdocio, renunciado a sí mismos y reafirmando los compromisos sagrados que, impulsados por amor a Cristo y para servicio de su Iglesia, hicieron ustedes con alegría el día de su ordenación sacerdotal?”. (cf. Misal Romano, p. 267) De esta pregunta tres cosas son fundamentales: la intimidad con Cristo que supone la perenne escucha de su palabra, la renuncia a sí mismo que supone  la donación de la propia libertad al proyecto de Dios  y la alegría que es la característica propia de los discípulos misioneros de Jesús. ¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del propio ministerio en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? Sólo hay una respuesta: en Cristo Señor. El modo de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el servicio humilde y amoroso del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se convierte en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de la autoridad que sea expresión verdadera de la caridad pastoral. En nuestra Diócesis, ustedes sacerdotes, cada día ejercen con amor y entrega la tarea de cuidar la porción del pueblo de Dios que se les ha encomendado, mostrando también que son hombres fuertes y determinados, con el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar en persona, por permanecer fieles a la verdad y a la justicia del Evangelio. Sigan con este testimonio de entrega y generosidad.

c. Finalmente el obispo les preguntará: “¿Quieren ser fieles dispensadores de los misterios de Dios, por medio de la Sagrada Eucaristía y de las demás acciones litúrgicas, y cumplir fielmente con el sagrado oficio de enseñar, a ejemplo de Cristo, Cabeza y Pastor, no movidos por el deseo de los bienes terrenos sino impulsados solamente por el bien de los hermanos?”. (cf. Misal Romano, p. 267). Queridos sacerdotes, «apacienten la grey de Dios que les ha sido está encomendada (…); no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón (…) siendo modelos de la grey» (1 P 5, 2-3). Por tanto, no tengan miedo de llevar a Cristo a cada uno de los hermanos que él les ha encomendado, seguros de que toda palabra y toda actitud, si vienen de la obediencia a la voluntad de Dios, darán fruto; vivan apreciando las cualidades y reconociendo los límites de la cultura en la que estamos inmersos, con la firme certeza de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al hombre. En efecto, en esta vida terrena no hay bien mayor que llevar a los hombres a Dios, despertar la fe, sacar al hombre de la inercia y de la desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del mundo: en definitiva, este es el sentido profundo y último de la tarea de gobernar que el Señor nos ha encomendado.   Se trata de formar a Cristo en los creyentes, mediante ese proceso de santificación que es conversión de los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4, 19). El Papa Francisco nos ha insistido mucho en que pongamos especial atención en el sacramento de la reconciliación. “El sacramento, con todos los actos del penitente, no debe convertirse en un pesado interrogatorio, fastidioso e indiscreto. Al contrario, debe ser un encuentro liberador y rico de humanidad, a través del cual se puede educar en la misericordia, que no excluye, sino que más bien comprende el justo compromiso de reparar, en la medida de las posibilidades, el mal cometido. Así, el fiel se sentirá invitado a confesarse frecuentemente, y aprenderá a hacerlo del mejor modo posible, con la delicadeza de conciencia que hace tanto bien al corazón, incluso al corazón del confesor. De esta manera nosotros, sacerdotes, hacemos crecer la relación personal con Dios, para que su reino de amor y de paz se dilate en los corazones” (Francisco, Discurso a los participantes en el curso sobre fuero interno organizado por la Penitenciaría Apostólica, 12 de marzo de 2015).

4. Cada presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción salvífica de Dios, pero siempre instrumento. Esta conciencia debe llevarles a ser humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Hagamos de nuestro ministerio sacerdotal una ‘Caricia de Dios‘ para cada persona, especialmente para aquellos que se han visto lastimados por la vida, heridos por la historia y alejados muchas veces por nuestro mal testimonio.

5. En todo esto debemos estar seguros que la gracia de Dios nos acompaña, debemos tener la certeza que la comunidad nos sostiene con su oración, con su amor y con su cercanía; a ellos nos debemos, seamos agradecidos con ellos, buscando siempre para ellos que nunca les falte el pan de la palabra y el alimento que da la vida.

6. Queridos amigos, sean conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estén agradecidos a Dios, y sobre todo estén cerca de sus sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean cada vez más pastores según el corazón de Dios.

7. Que la Santísima Virgen María Madre de la Iglesia y Madre de los Sacerdotes, a todos nos sostenga y acompañe con su maternal intercesión. Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez

Obispo de Querétaro