Homilía en la Misa con motivo del XXXI Aniversario de Ordenación Sacerdotal

Capilla de Teología del Seminario Mayor de Querétaro, Hércules, Qro., 11 de septiembre de 2013
Annus Fidei – Año de la Pastoral Social – Año Jubilar Diocesano

Estimados sacerdotes diocesanos y religiosos,
queridos seminaristas,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. Me alegra poder reunirme esta tarde con ustedes para celebrar esta Santa Misa de acción de gracias, por estos 31 años de vida sacerdotal al servicio de Dios y de su Iglesia. Soy consciente que  ha sido  la gracia de Dios la que me ha sostenido y me ha impulsado para ser en el mundo,  testigo de su  amor y de su misericordia. Reconozco también, que en este ministerio tan especial, Dios ha manifestado que su fidelidad es eterna y que mediante el ejercicio de su sacerdocio nos llama a ser testigos fieles en el mundo, sobretodo en una realidad que ansía conocerle y saciar su existencia.

2. Esta celebración festiva me permite, junto con ustedes, alabar a Dios y agradecerle los frutos de santidad que mediante el ejercicio sacerdotal, se han sembrado en el campo de la Iglesia. Ser sacerdote, sin duda, sigue siendo el mejor regalo y la mayor dicha que Dios le concede a sus hijos en la Iglesia. “Mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles (cf. Directorio general para la vida y ministerios de los presbíteros, 1). Por eso, el sentimiento que en este momento brota de mi corazón, lo expreso con las palabras del salmista: “el Señor, ha estado bueno con todos” (cf. Sal 144).

3. La Palabra de Dios que hemos escuchado en la primera lectura del Apóstol San Pablo a los Colosenses (3, 1-11), nos habla de una triple trasformación a partir del acontecimiento de la resurrección: la de Cristo que ha pasado de la muerte a la vida; la del cristiano que debe pasar de las cosas que perecen a las que permanecen; y la de las relaciones sociales que deben estar marcadas por la igualdad y el derrumbamiento de las barreras.  Esta novedad evangélica nos tiene que llevar a tomar conciencia de la importancia de la resurrección como un aconteciendo que busca que la creación entera tenga su centro y su vida en Cristo. Los creyentes constituimos en Cristo una realidad nueva o una nueva creación. Mediante la fe en él participamos en sus vicisitudes y por consiguiente estamos llamados a revestirnos del hombre nuevo “que se va renovando a imagen de su creador” (v. 10). Por consiguiente la limpieza existencial, es por tanto, manifestación de una transformación interna.

4. Queridos hermanos sacerdotes y jóvenes seminaristas, el sacerdocio de Jesucristo es una de las expresiones más bellas y más genuinas del acontecimiento de la resurrección, pues mediante él, Jesucristo, actualiza su misterio de salvación en favor del género humano. “La obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión. Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, «con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació «el sacramento admirable de la Iglesia entera»” (cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 5), de ahí que nosotros los sacerdotes, hemos de ser los primeros en ser transformados por esta gracia, los primeros en ser renovados; buscando las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha de Dios (cf. Col 3, 1). El sacerdote, ha de poner su mirada en las cosas del cielo, donde encuentra su gloria y su fortaleza; “prestando mucha atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1779), pues si  la dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral, más aún, la dignidad del sacerdocio ministerial exige, una  conciencia moral bien recta y bien formada.

5. El sacerdote, consciente de que toda persona está —de modos diversos— a la búsqueda de un amor capaz de llevarla más allá de los estrechos límites de la propia debilidad, del propio egoísmo y, sobre todo, de la misma muerte, proclamará que Jesucristo es la respuesta a todas estas inquietudes. No debemos olvidar que somos elegidos de entre los hombres heb (cf. Hb 5, 1-4) y por lo tanto seguimos siendo uno de ellos y estamos llamados a servirles entregándoles la vida de Dios. Por eso, como hermanos entre nuestros hermanos, para santificarnos y para lograr realizar nutra misión sacerdotal, debemos  presentarnos con un bagaje de virtudes humanas que nos hagan dignos de estima de los demás. Es preciso recordar que «como sacerdotes, debemos acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que hayamos conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que seamos humanamente “íntegros”».

6. En particular, con la mirada fija en Cristo, en necesario practicar la bondad de corazón, la paciencia, la amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el equilibrio, la fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las obligaciones libremente asumidas. “La formación permanente en este campo favorece el crecimiento en las virtudes humanas, y nos ayuda a vivir en cada momento «la unidad de vida en la realización de nuestro ministerio», como la cordialidad del trato, las reglas ordinarias de buen comportamiento o la capacidad de estar en cada contexto” (cf. Directorio general para la vida y ministerios de los presbíteros, 93).

7. Queridos hermanos presbíteros, existe un nexo entre vida humana y vida espiritual, que depende de la unidad del alma y del cuerpo propia de la naturaleza humana, razón por la cual, si permanecen graves carencias humanas, la “estructura” de la personalidad nunca está a salvo de “caídas” improvisas. Es importante que reflexionemos sobre nuestro comportamiento social, sobre la corrección y la buena educación —que nacen también de la caridad y de la humildad— en las varias formas de relaciones humanas, sobre los valores de la amistad, sobre el señorío del trato.

8. En la situación cultural actual, la formación humana se debe planificar también para contribuir a la maduración humana: esta, aunque resulte difícil precisar sus contenidos, implica sin duda equilibrio y armonía en la integración de tendencias y valores, la estabilidad psicológica y afectiva, prudencia, objetividad en los juicios, fortaleza en el dominio del propio carácter, sociabilidad, De este modo, se nos ayudará, en particular a los jóvenes sacerdotes, a crecer en la maduración humana y afectiva. En este último aspecto, se enseñará también a vivir con delicadeza la castidad, junto con la modestia y el pudor, en particular en el uso prudente de la televisión y de Internet.

9. Al celebrar este aniversario, como decía al inicio de esta reflexión, es necesario que nos dejemos transformar por la gracia, pues “necesitamos despojarnos del modo de actuar del viejo yo, y nos revistamos del nuevo yo” (cf. Col 3, 9). Quiero invitarles a renovar la alegría y la emoción que cada uno de nosotros sentimos el día de nuestra ordenación cuando nuestro padrino nos revestía con los ornamentos sacerdotales los cuales son un signo preclaro de esta dignidad y de esta realidad que ha obrado la resurrección en nosotros en primer lugar como bautizados y en segundo lugar como sacerdotes.

10. En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del ministerio sacerdotal. Hoy quizá estas prácticas n son obligatorias y han caído en desuso. Sin embargo, es necesario que  acudamos a ellas para volver a manifestar la importancia de aquello que con nuestra vida estamos llamados a testimoniar. Comencemos por el amito que nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio de nosotros. Si estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la gente hacia la comunión con él. Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta, hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio. Finalmente, la casulla. La oración tradicional cuando el sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar su yugo y a aprender de él, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre (cf. Benedicto XVI, Homilía en la misa Crismal del 2009).

11. Pidamos a Dios, mediante a maternal intercesión e la Virgen María, que nos siga sosteniendo con su gracia y que ella, la Virgen fiel, nos enseñe a permanecer fieles a nuestra dignidad de bautizados y de ministros del evangelio de la vida.  Amén.

 

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro