Homilía en la Misa con motivo de la Visita de la Santísima Virgen de los Dolores de Soriano

Plaza de los Dolores, Seminario Conciliar de Querétaro, Hércules, Qro, 31 de octubre de 2014
Año Pastoral Litúrgica

 

Queridos hermanos sacerdotes,
estimados miembros de la Vida Consagrada,
muy queridos miembros de los diferentes Movimientos y Asociaciones laicales,
hermanos y hermanas todos en el Señor:

 

1. Con amor y devoción, después de haber peregrinado por las calles de esta ciudad desde la Santa Iglesia Catedral hasta este bendito Seminario, nos hemos reunido como Iglesia diocesana para celebrar en esta tarde la Santísima Eucaristía, mediante la cual queremos agradecer a Dios la maternal intercesión de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores «de Soriano» y el 45° Aniversario de su patronazgo sobre todos y cada uno de nosotros, quienes conformamos la Diócesis de Querétaro. Lo hacemos con la misma confianza y el mismo afecto con el que nuestros padres en la fe, han profesado su amor y su devoción a la Santísima Virgen María. Viviendo bajo su cuidado y aprendiendo de ella a vivir la “Espiritualidad de la Cruz”, propia de los discípulos misioneros de su Hijo Jesucristo. María, a lo largo de la historia de la Diócesis de Querétaro, se ha hecho presente en medio de su pueblo, bajo diferentes devociones y advocaciones, lo que significa que como madre y abogada, ha sido un camino fiel y seguro para conocer a Cristo y poder así, cumplir la voluntad del Padre, obteniendo de la Providencia  las gracias necesarias en el caminar  de nuestras vidas.

2. Al celebrar hoy esta memoria de Nuestra Señora de los Dolores, ayudados de la página del  evangelio según san Juan (19, 25-27) contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. La Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión. Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de la espada que a traviesa su inmaculado corazón y que vemos representado en la espada que lleva en su pecho.

3. El evangelio nos enseña que en la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego le dijo al amigo amado: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús, en dichas palabras expresa su deseo de dejarnos a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que “todo estaba cumplido” (cf. Jn 19,28).

4. Queridos hermanos y hermanas, al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, (EG, 285). No lleva a María porque desea que como ella, aprendamos a permanecer al pie de la cruz, con la esperanza de que así, la humanidad entera reconozcamos en Cristo el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6-9). Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen María en el curso de la historia, de modo muy especial en nuestro pueblo queretano, que no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en Ella. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una particular atención a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el dolor; nos ama simplemente porque somos sus hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz. Quisiera invitarles en esta tarde para que a lo largo de nuestra vida, siempre tengamos presente a María como nuestra madre. San Bernardo, con palabras sencillas nos enseña cómo hacer esto posible —dice—: “En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si la sigues, no puedes desviarte; si la invocas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta…” (San Bernardo, Hom. ii super «Missus est», 17: PL 183, 70-71). Esta es la mejor manera de reconocer hoy su reinado y su patronazgo en nuestra Diócesis y en la vida de todos y cada uno de los que la conformamos; esta es la mejor manera de vivir y comprender el sufrimiento del corazón humano, que tanto nos aqueja por la crisis humanitaria y social que vivimos.

5. Numerosas generaciones —ahora nosotros—, hemos sido testigos que por intercesión, de Nuestra Señora de los Dolores «de Soriano», Dios ha prodigado su amor y su compasión, especialmente en los momentos de dolor y de sufrimiento, causados por la enfermedad, el pecado y la miseria, en el corazón y en la vida de las personas. Nuestra Señora de los Dolores nos ha enseñado, y hoy nos sigue enseñando, a comprender que el dolor y el sufrimiento sólo se pueden comprender al pie de la Cruz;  Dios, a través de ello, revela grandes cosas, especialmente su voluntad y su amor. Por eso, en el contexto de la cultura que vivimos, la Madre Dolorosa, es capaz de explicarnos el sentido del sufrimiento redentor, del sufrimiento de su Hijo,  y a permanecer de pie, firmes en la esperanza de la resurrección. Para cada uno, el sufrimiento es siempre un extraño. Su presencia nunca se puede domesticar. Por eso es difícil de soportar y, más difícil aún -como lo han hecho algunos grandes testigos de la santidad de Cristo- acogerlo como ingrediente de nuestra vocación o, aceptar “sufrir todo en silencio para agradar a Jesús”. Es el gran misterio que María nos confía también esta tarde invitándonos a volvernos hacia su Hijo. La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados. El poder del amor es más fuerte que el mal que nos amenaza. Este misterio de la universalidad del amor de Dios por los hombres, es el que María revela día con día desde su santuario. Ella, invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.

6. Queridos hermanos y hermanas, del corazón de María brota un amor gratuito que suscita como respuesta un amor filial, llamado a acrisolarse constantemente. Como toda madre, y más que toda madre, María es la educadora del amor. Por eso tantos enfermos que acuden a ella, a beber en la “Fuente de amor” y para dejarse guiar hacia la única fuente de salvación, su Hijo, Jesús, el Salvador. María nos enseña que Cristo dispensa su salvación mediante los sacramentos y de manera muy especial, a los que sufren enfermedades o tienen una discapacidad. Para poder decir esto hay que haber recorrido un largo camino en unión con Jesús. Desde ese momento, en compensación, es posible confiar en la misericordia de Dios tal como se manifiesta por la gracia del Sacramento de los Enfermos.

7. Hoy, María sale a nuestro encuentro para indicarnos los caminos de la renovación de la vida de nuestras comunidades y de cada uno de nosotros. Al acoger a su Hijo, que Ella nos muestra, nos sumergimos en una fuente viva en la que la fe puede encontrar un renovado vigor, en la que la Iglesia puede fortalecerse para proclamar cada vez con más audacia el misterio de Cristo. Jesús, nacido de María, es el Hijo de Dios, el único Salvador de todos los hombres, vivo y operante en su Iglesia y en el mundo. La Iglesia ha sido enviada a todo el mundo para proclamar este único mensaje e invitar a los hombres a acogerlo mediante una conversión auténtica del corazón. Esta misión, que fue confiada por Jesús a sus discípulos, recibe aquí, con ocasión de esta memoria, un nuevo impulso que les invito a segur asumiendo con fidelidad, astucia y creatividad evangélica.

8. Quisiera, finalmente, retomando la oración que le dirigí a Nuestra Santa Patrona Diocesana, en el inicio de mi ministerio en esta Diócesis, renovar mi consagración a su Inmaculado Corazón llevándoles a cada uno de ustedes sacerdotes y laicos:

«Virgen Santísima, tú has unido fecundamente tus dolores a los de Cristo: Estuviste de pie junto a su Cruz y recibiste luego en tus brazos el cuerpo sin vida de tu Hijo. Eres mujer valiente y de fe; tu entereza y dignidad te adornaron en esos terribles momentos.

Eres también solidaria con nuestros dolores: Estás cerca de los enfermos y de los encarcelados, de los migrantes y de los pobres, de las personas solas y discriminadas, de quienes tienen hambre y sed, de todos los que comparten los sufrimientos de tu Hijo.

Virgen de los Dolores de Soriano, tienes ahora una hermosa Basílica, desde donde prodigas tu amor e intercesión a los queretanos y a quienes acuden a ti; pero fuiste rescatada de los escombros de Maconí como símbolo de todos los que necesitan ser rescatados en su dignidad y de su sufrimiento.

Hoy, como hijo tuyo que soy, quiero pedirte en este significativo día por todos los que sufren, por los marginados de nuestra tierra y por todos los que se esfuerzan en alcanzar la paz. Te suplico que alcances la paz a nuestra tierra, […].

Me consagro en este día y consagro a este Pueblo a tu Corazón Inmaculado y al Sagrado Corazón de tu Hijo, Sacerdote Eterno. Intercede para que responda con fidelidad a la enorme vocación a la que él me ha llamado, para que juntos, pastores y fieles, nos entreguemos generosamente a la extensión del Reino de tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén».

 
† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo  de Querétaro