Homilía en la Misa celebrada en el Retiro de Unidad Diocesana por la Misión

Estadio de la Corregidora, a 10 de marzo de 2013
Ciudad Episcopal de Santiago de Querétaro
Annus fidei ~ Año Jubilar Diocesano ~ Año de la Pastoral Social

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

escudo_armendariz1. Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos esta jornada, y que queremos consagrar y agradecer a Dios con la celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea, reunida con el Obispo Diocesano, formada por sacerdotes y fieles de las diferentes comunidades parroquiales, comunidades religiosas, movimientos y asociaciones laicales, particularmente por la notable presencia de una gran cantidad de jóvenes. Mi abrazo cordial va dirigido sobre todo a ustedes, queridos jóvenes. Es una imagen expresiva de la Iglesia, una y universal, fundada por Cristo y fruto de aquella misión que, Jesús confió a sus apóstoles de: “Ir y hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 18-19). Les reitero mi saludo con afecto y reconocimiento a cada uno de ustedes aquí presentes, de manera particular al Pbro. Mauricio Ruiz Reséndiz, Presidente de la Comisión para la Pastoral Social y Delegado de la Dimensión Diocesana de Laicos y a su equipo diocesano, artífices principales de este I Encuentro Diocesano de Unidad por la Misión.  Saludo con alegría a todas las autoridades presentes. Gracias a todos por su respuesta y participación en esta celebración.

2. Hemos querido celebrar esta asamblea, en este cuarto domingo de cuaresma en que la Iglesia se prepara durante estos días, mediante una fe viva y una  ferviente devoción, para la celebración de las fiestas Pascuales (Or. Colecta), donde renovaremos  nuestra fe en Cristo Resucitado, asumiendo un compromiso continuo de conversión personal y eclesial, especialmente en el marco del Año de la fe y del Año Jubilar Diocesano. Pues “la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, y persevere así, como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso” (Const. Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, 9).

3. La liturgia de la Palabra en esta celebración eucarística nos revela el rostro misericordioso de Dios “quien nos ha reconciliado consigo en Cristo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18), a fin de llegar a ser nuevas creaturas como hijos de Dios. Para esta vida nueva nos prepara la intensa purificación interior y exterior que nos proporciona la celebración cuaresmal. La conversión y la salvación no son solamente fruto de la buena voluntad del hombre, pensando que la acción de Dios no tiene nada que ver. La acción de Dios es una realidad continuamente presente en la vida del hombre y de su historia, sin embargo, Dios sigue sus propios criterios y parámetros. En la primera lectura del libro de Josué, vemos como en Egipto, Dios realiza “signos y prodigios” para salvar a su pueblo, quitando el oprobio de Egipto, de manera que inclusive físicamente manifiesten su acción y su pertenencia (Jos 5,9.10-12). En cada persona Dios realiza aquella dulzura y aquella paternidad delicada que ningún criterio humano logra entender e imaginar. Hoy estamos muy acostumbrados a pensar solamente según los criterios humanos, por ello nos sorprende y muchas veces nos es extraño el modo como Dios realiza su proyecto de salvación. Es difícil entender en muchas ocasiones que “El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia … Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor” (cf. Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 10). Ante la realidad gris y poco favorable que vivimos culturalmente, lo más triste es que la alegre noticia del amor de Dios, parece verse difuminada y poco creíble. Es necesario que hoy día creamos en el amor genuino de Dios, como una realidad cercana a cada uno de nosotros y, a partir de esta experiencia, nos dejemos transformar por este amor, mediante la reconciliación.

4. De esta reconciliación nos habla hoy la palabra de Dios, invitándonos a hacer por ella toda clase de esfuerzos; pero al mismo tiempo nos dice que es ante todo un don misericordioso de Dios al hombre. La historia de la salvación —tanto la de la humanidad entera como la de cada hombre de cualquier época— es la historia admirable de la reconciliación: aquella por la que Dios, que es Padre, reconcilia al mundo consigo en la Sangre y en la Cruz de su Hijo hecho hombre, engendrando de este modo una nueva familia de reconciliados. La reconciliación con Dios hoy día, se hace necesaria porque ha habido una ruptura con Dios —la del pecado— de la cual se han derivado todas las otras formas de rupturas en lo más íntimo del hombre y en su entorno. En nuestros días muchas de ellas, fruto del pecado social que atenta contra el amor del prójimo, contra la justicia en las relaciones interpersonales, contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer, o contra la integridad física de alguno, contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo.  El pecado social es el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos mismos, a sus familias y a toda la sociedad (cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Post. Reconciliatio et paenitentia, 10).

5. Hermanos y hermanas, la conciencia del pecado no es fruto de moralismos o visiones subjetivas de la vida, nace a partir de la experiencia de encuentro con Dios y con su amor. Si en el mundo contemporáneo hay una pérdida del sentido del pecado, es porque en  nuestra vida no hemos tenido un encuentro personal con Dios y con su amor. Para que la reconciliación sea plena, exige necesariamente la conciencia del pecado y la decisión de su liberación en sus raíces más profundas. Esta es la óptica por la que debe ser leído el evangelio de hoy (Lc 15, 1-3. 15-32), valorizando la conversión del hijo menor, quien entrando en su conciencia, donde  se encuentra a solas con Dios y reflexionando sobre sí mismo, reconoce que ha pecado contra el cielo y contra Dios, al grado de no considerarse más como “hijo” (v. 19). Sin embargo, con esta conciencia y fijando su mirada en sus orígenes reconoce: “!Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen  pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre¡” (Lc 15, 17). El hombre —todo hombre— es este hijo pródigo: hechizado por la tentación de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el deseo de volver a la comunión con el Padre. !Que no exista la duda en nuestra vida de cristianos, que ésta es la certeza de nuestra fe!

6. Queridos amigos, como el padre de la parábola, Dios nos ama y anhela nuestro regreso como el  hijo pródigo, desea abrazarnos a nuestra llegada y aderezarnos la mesa para el banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación. Me llama la atención que lo que más se destaca en la parábola que ha sido escuchada, es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. Esto nos enseña que la reconciliación es principalmente un don del Padre celestial. Dios es aquel que  es capaz  de quitar  nuestras iniquidades, nuestras esclavitudes y donar así a cada uno un horizonte libre, con sentido y lleno de esperanza. Por la fe, esta iniciativa se concreta en el misterio de Cristo redentor, reconciliador, que libera al hombre del pecado en todas sus formas. San Gregorio Magno comentando este hermoso texto dice: “He aquí que llamo a todos los que se han manchado, deseo abrazarlos… No perdamos este tiempo de misericordia [la Cuaresma], que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara el seno de su clemencia para cuando volvamos a Él. Al pensar cada uno en la deuda que le abruma, sepa que Dios le aguarda, sin despreciarle ni exasperarse. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva… Vean cuán grande es el seno de la piedad y consideren que tienen abierto el regazo de su misericordia” (Homilía sobre los Evangelios 33). Tras la degradación por el pecado, sólo la penitencia y el retorno a la fidelidad a Dios nos pueden garantizar la verdadera reconciliación santificadora con el Padre. Aprovechemos el sacramento d la reconciliación, busquemos reconciliarnos con Dios, con la Iglesia, con el hombre y con la creación. No seamos presa de una cultura donde nada es pecado, donde no hay conciencia de haber ofendido a Dios en el hermano y en la creación. Les invito a reconciliarse mediante el sacramento de la reconciliación.

7. Deseo invitarles a que juntos asumamos la exhortación que San Pablo nos dirige  hoy en la segunda carta a los corintios: “Nosotros somos, pues, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 20). Esta es una realidad que como Iglesia non identifica y nos desafía. La rica y compleja misión de la Iglesia es la tarea de la reconciliación del hombre: con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado; y esto de modo permanente, porque “la Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora” (cf. Juan Pablo II, Discurso en Liverpool, 30 de mayo 1982, 3) Ella tiene la misión de anunciar esta reconciliación y de ser el sacramento de la misma en el mundo.

8. La nueva evangelización será posible cuando como Iglesia cada uno experimentemos el gozo de volver a la casa del Padre. La invitación a evangelizar se traduce en una llamada a la conversión. Los obispos al finalizar el Sínodo sobre la Nueva Evangelización nos han dicho en su mensaje final, algo que me parece extraordinario y que hemos de asumir como una realidad desafiante: “Sentimos sinceramente el deber de convertirnos a la potencia de Cristo, que es capaz de hacer todas las cosas nuevas, sobre todo nuestras pobres personas. Hemos de reconocer con humildad que la miseria, las debilidades de los discípulos de Jesús, especialmente de sus ministros, hacen mella en la credibilidad de la misión. Sabemos que hemos de reconocer humildemente nuestra debilidad ante las heridas de la historia y no dejamos de reconocer nuestros pecados personales” (cf. Mensaje al pueblo de dios sobre el sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización, 5).  Asumamos esta realidad como una opción preferencial en nuestra vida. La misma palabra de Dios con la que hemos respondido a las lecturas en esta celebración, en el salmo responsorial nos exhortan a ello: “Gustad y ved que bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él” (Sal 33).  El corazón humano se convierte, queridos hermanos, mirando al que nuestros pecados traspasaron. “Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento” (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

9. Seamos embajadores de la reconciliación con quienes no teniendo una experiencia de Dios, carecen de su amor. Vayamos a los más alejados como el padre misericordioso, que no esperó a que llegara el hijo perdido. Y no seamos como el hijo que se queda en casa pensando que tenemos derecho a todo, sin saber que también podemos disfrutar del amor y de la misericordia de Dios.

10. Que en este itinerario cuaresmal nuestra Señora de los Dolores, nos ayude a dirigirnos al Padre diciéndole en la continuidad de nuestra vida: “Señor, que reconcilias a los hombres contigo por tu Palabra hecha carne, haz que nos apresuremos, con fe viva y una ferviente devoción a celebrar la Pascua eterna”. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
Obispo de Querétaro