Homilía en la Celebración Eucarística del LXV Aniversario de la Coronación Pontificia de la venerada imagen de la Virgen del Pueblito

Santiago de Querétaro, Qro., 17 de octubre de 2011

Les saludo cordialmente a todos ustedes que han acudido en gran número a venerar la memoria de la gloriosa siempre Virgen María. Me dirijo con especial afecto al Vicario  Provincial de los “Hijos de San Francisco”: Fr. Flavio Chávez; a los frailes Fr. Mauricio Gómez; Fr. Eulalio Gómez; Fr. Ignacio Cruz: Fr. Abel Perea, Fr. Hugo Cordova.

Al Rector del Seminario Conciliar de Querétaro y a los padres formadores

A los hermanos sacerdotes que nos acompañan:

A los miembros de la Vida Consagrada:

A ustedes laicos, hermanos y hermanas todos en el Señor:

1.Nos hemos reunido en torno al Altar del Señor y de la venerada imagen la Smma. Virgen del Pueblito, “primera evangelizadora”, hoy completamente rodeada de flores, signo del amor y de la devoción del pueblo queretano por la Madre de Jesús. Y el don más hermoso que le ofrecemos, el que más le agrada, es nuestra oración, la que llevamos en el corazón y que encomendamos a su intercesión. Son invocaciones de agradecimiento y de súplica: agradecimiento por el don de la fe y por todo el bien que diariamente recibimos de Dios; y súplica por las diferentes necesidades, por la paz de México, por la familia, la salud, el trabajo, por todas las dificultades que la vida nos lleva a encontrar. El motivo es claro, celebrar el LXV aniversario de su coronación pontificia, signo visible de su soberanía sobre nuestras vidas. “Pues de esta manera confesamos que la Bienaventurada Virgen María fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial y que con toda razón s ele debe invocar como Reina, ya que es madre de Cristo, rey del universo y asociada a Aquel que con su preciosa sangre adquirió en herencia todas las naciones” (Cfr. CE 1033).

2.Pero cuando venimos aquí, especialmente en esta fecha memorable para el pueblo queretano, es mucho más importante lo que recibimos de María, respecto a lo que le ofrecemos. Ella, en efecto, nos da un mensaje destinado a cada uno de nosotros, a la ciudad de Querétaro y a todo el mundo. También yo, que soy el Obispo de esta ciudad, vengo para ponerme a la escucha, no sólo para mí, sino para todos. Y ¿qué nos dice María? Nos habla con la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno. Su «mensaje» no es otro sino Jesús, él que es toda su vida. Gracias a él y por él ella es la Inmaculada. Y como el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros, también ella, su Madre, fue preservada del pecado por nosotros, por todos, como anticipación de la salvación de Dios para cada hombre. Así María nos dice que todos estamos llamados a abrirnos a la acción del Espíritu Santo para poder llegar a ser, en nuestro destino final, inmaculados, plena y definitivamente libres del mal. Nos lo dice con su misma santidad, con una mirada llena de esperanza y de compasión, que evoca palabras como estas: «No temas, hijo, Dios te quiere; te ama personalmente; pensó en ti antes de que vinieras al mundo y te llamó a la existencia para colmarte de amor y de vida; y por esto ha salido a tu encuentro, se ha hecho como tú, ha llegado a ser Jesús, Dios-hombre, semejante en todo a ti, pero sin el pecado; se ha entregado por ti, hasta morir en la cruz, y así te ha dado una vida nueva, libre, santa e inmaculada» (cf. Ef 1, 3-5).

3.La mirada de María es la mirada de Dios dirigida a cada uno de nosotros. Ella nos mira con el amor mismo del Padre y nos bendice. Se comporta como nuestra «abogada» y así la invocamos en la Salve, Regina: «Advocata nostra». Aunque todos hablaran mal de nosotros, ella, la Madre, hablaría bien, porque su corazón inmaculado está sintonizado con la misericordia de Dios. Ella ve así la ciudad: no como un aglomerado anónimo, sino como una constelación donde Dios conoce a todos personalmente por su nombre, uno a uno, y nos llama a resplandecer con su luz. Y los que, a los ojos del mundo, son los primeros, para Dios son los últimos; los que son pequeños, para Dios son grandes. La Madre nos mira como Dios la miró a ella, joven humilde de Nazaret, insignificante a los ojos del mundo, pero elegida y preciosa para Dios. Reconoce en cada uno la semejanza con su Hijo Jesús, aunque nosotros seamos tan diferentes. ¿Quién conoce mejor que ella el poder de la Gracia divina? ¿Quién sabe mejor que ella que nada es imposible a Dios, capaz incluso de sacar el bien del mal?

4.Es el mismo Concilio Vaticano II que nos exhorta al conocimiento e imitación de María, modelo de virtudes: “Mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos. La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre…La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres” (LG 65).

5.Ella ejercitó las virtudes, pues tocada por la gracia se dejó cautivar y respondió con una actitud de fe, esperanza y caridad. La fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el entendimiento por la cual asentimos firmemente a las verdades divinamente reveladas apoyados en la autoridad o testimonio del mismo Dios, que no puede engañarse o engañarnos. Jesucristo, como Hijo de Dios que era, veía claramente, aún con su inteligencia humana, las verdades reveladas por Dios en la misma divina esencia. Con la fe, creemos lo que no vemos fiados en la Palabra de Dios  revelante, que no puede engañarse ni engañarnos. En este sentido María es el más alto y sublime modelo de fe que ha existido jamás. Su fe, fue excelente sobre toda ponderación. Los Padres de la Iglesia reconocen en la fe de María el principio de su divina maternidad y de su grandeza: fide concepit, fide peperit: por la fe concibió, por la fe dio a luz. En el Evangelio, Santa Isabel, divinamente inspirada llena del Espíritu Santo, se congratula  con María, su parienta, por su fe: “bienaventurada eres tú, porque has creído, pues en ti se cumplirá lo que el Señor ha dicho” (Lc 1, 45). La fe de María estuvo sometida a la prueba de lo invisible, a la prueba de lo incomprensible y a la prueba de las apariencias contrarias. ¿Cuál es el secreto de esa fe tan excelente de María? Virgen perfectamente pura, no sentía en sí misma alguna voz desconcertante, ningún apego que opusiese a los imperativos categóricos de la fe en interés sensual  o de amor propio. María reconocía por encima de sí a un Dios no solamente incapaz de equivocarse o de engañar, sino deseoso de comunicar a sus creaturas las verdades necesarias. Pues María ha pronunciado el fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y se consagró totalmente  a sí misma cual esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo.

6.La esperanza, virtud por la cual  confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella apoyados en el auxilio omnipotente de Dios. María es también en esta virtud el modelo más sublime  que se puede imaginar. Por eso la Iglesia en su liturgia aplica a María aquellas palabras del segundo libro del Eclesiástico: “Yo soy la madre del amor, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza” (Ecl 24, 24). También María esperó que obtendría el cielo. Su esperanza no fue una esperanza inoperante. Practicó del modo más perfecto, aquello que nos refiere son Ignacio: “haz por tu parte todo lo que puedas como si nada esperases de Dios; y espéralo todo de Dios como si nada hubieses hecho por tu parte”. María es signo de esperanza cierta y de consuelo para el pueblo peregrinante. Antecede con su luz al pueblo de Dios… “la Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y en alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor (cf. 2 P 3,10)” (Cfr. LG 68).

7.La caridad es la reina de las virtudes muy superior a la fe y a la esperanza. Infundida por Dios  en la voluntad por la que amamos a Dios por sí mimo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios. Ella juntamente con la gracia, es la raíz del mérito sobrenatural. Sin ella nada de cuanto puede hacer el hombre en el orden puramente natural  tiene valor meritorio  alguno en orden a la vida eterna. La Santísima Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia cooperen a la regeneración de los hombres. Su caridad fue perfectísima en grado casi inconcebible, sólo superada por la caridad infinita de Cristo. Su amor a Dios y al prójimo por Dios alcanzó un grado tan sublime. Pues tanto mayor es la gracia más perfecta es la caridad. La caridad es la amistad del hombre con Dios.

8.María es la gran misionera, continuadora de la misión de su Hijo y formadora de misioneros. Ella, así como dio a luz al Salvador del mundo, trajo el Evangelio en los inicios de nuestra diócesis. Desde entoncesson incontables las comunidades que han encontrado en ella la inspiración más cercana para aprender cómo ser discípulos y misioneros de Jesús (Cfr. DA 270).

9.Queridos hermanos y hermanas la verdadera devoción no consiste en un sentimiento estéril y transitorio, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer  la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes. Este fervor de la devoción en vez de ser un acto simple transitorio y pasajero, puede y debe convertirse en una disposición habitual que exista e influya en la práctica de todos los actos del culto divino, de la vida y de la misión evangélica. Alimentada por una generosa y constante caridad y fortalecida por los dones del Espíritu Santo, particularmente los de piedad. Para ser perfecta, esta devoción habitual debe extenderse no solamente a los actos religiosos preceptuados por algún mandamiento divino, sino incluso a todo aquello que aparezca claramente ante la propia conciencia como más agradable a Dios.

10.Pongamos nuestras vidas en manos de María, para que bajo la sombra de su manto, nos veamos siempre protegidos, y constantemente digámosle:

¡Salve, oh Reina! tu pueblo te adora,
¡Dulce madre! tu pueblo te ama,
y del mundo a la faz te proclama
su tesoro, su amparo y su luz.

¡Salve augusta beldad del Pueblito!
nuestro honor eres Tú y nuestra gloria;
se engrandece por ti nuestra historia;
nuestra firme esperanza eres Tú.

Ruega por nosotros Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las divinas gracias de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

† Faustino Armendáriz Jiménez
IX Obispo de Querétaro