Homilía en la 122ª Peregrinación de Querétaro al Tepeyac: Mons. Christophe Pierre, Nuncio Apostólico

“Madre del verdadero Dios por quien se vive”

«Junto a la Cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dijo a su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu Madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25-27).

Queridos hermanos,Como nos trasmite el Evangelio, San Juan, el discípulo que se sabía y que se sentía particularmente amado por Jesús, fue el apóstol que supo permanecer en el Calvario, a los pies de la Cruz, junto a la Virgen María, y quien, de esta manera, pudo ser testigo y sujeto privilegiado de aquel momento de la Redención en que la Virgen, unida a su Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, vio extendida su maternidad a todos los discípulos de Jesús.

Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al “discípulo amado”, Cristo agonizante encomendó a María una misión especial y muy particular: la de ser Madre de aquellos que debían ser hechos hijos adoptivos de Dios Padre, y primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo: la Iglesia.

Esto fue lo que sucedió en aquel día terrible y glorioso, en el que Cristo moría sobre la cruz; ese día en que en el apóstol San Juan, todos nosotros fuimos hechos, ya desde entonces, hijos de la Virgen María. Hecho maravilloso que da sentido a nuestro peregrinar hacia la casa de la Virgen “bendita entre las Mujeres”, del Tepeyac.

En efecto, queridos hermanos, nosotros vamos peregrinos en camino hacia el Santuario del Tepeyac santificado por la presencia de Santa María, la “Madre del verdadero Dios por quien se vive” y por la oración de generaciones de hombres y mujeres que a lo largo de los años se postran a sus plantas para agradecerle tantos favores y para poner confiadamente bajo su intercesión, sus proyectos y dificultades.

Nuestra peregrinación, es una, entre muchas, de las más bellas y significativas tradiciones que se han ido trasmitiendo de generación en generación en el pueblo mexicano creyente; verdaderas lecciones de vida cristiana: oraciones aprendidas de nuestros padres, peregrinaciones que nos convocan y nos llevar a vivir mejor la piedad litúrgica, a participar consciente y activamente en la oración común de la Iglesia; a recibir frecuentemente el sacramento de la penitencia a través del cual, confesando nuestros pecados al sacerdote, nuestros pecados son perdonados; y también a participar en la Santa Misa, en donde podemos y debemos recibir con dignidad y sin pecado alguno, la vida de gracia que se nos da en la Sagrada Comunión, especialmente los domingos.

Estas celebraciones de la Iglesia son momentos de gracia, de conversión profunda y de encuentro gozoso de los hijos de Dios, necesarios para poder mantenernos siempre unidos a Jesús y a María y para avanzar por el camino que un día nos conducirá al cielo.

Hoy, entonces, caminamos como hermanos, “en familia” hacia la casa bendita de Santa María de Guadalupe. Pero, preguntémonos: ¿Qué es lo que nos impulsa a no hacer caso a la fatiga, al cansancio y al sacrificio? ¿Qué es lo que hace posible esta manifestación de piedad que año tras año han llevado a cabo tantas y tantas generaciones de nuestro pueblo? ¿Qué pasó en el Tepeyac, para que miles y miles de mujeres y hombres, superando dificultades de toda índole, vayan a él día a día?

Ir en peregrinación hacia el Tepeyac ciertamente tiene motivos y significados diversos; pero, a la base, con nuestro peregrinar hacemos algo muy sencillo y, al mismo tiempo algo sumamente importante: queremos decirle a la Virgen María que la reconocemos como Madre del Verdadero Dios hecho hombre y como Madre nuestra. Queremos confesar ante el mundo y ante la sociedad nuestra convicción de que efectivamente la reconocemos como Madre, y también, como Reina de la Patria mexicana; como Madre de todos los llamados a ser discípulos misioneros de Jesús; como Madre de la Iglesia, Madre de la Unidad y Madre de la Comunión.

Que la reconocemos, además, como Madre de la Misericordia; como manifestación patente de aquella infinita Misericordia divina que “llega a sus fieles de generación en generación”; que llega a nosotros por medio de María que se ha quedado en el Tepeyac para que desde ahí, en cada hogar y en cada corazón que quiera y sepa recibirla sea encontrada e invocada; pueda compartirle sus sufrimientos y alegrías, sus dificultades, propósitos y esperanzas; y para que yendo a su encuentro, la fe de cada uno se vea consolidada y la gracia de Dios y la esperanza acrecentadas.

Ella, la “bendita entre las mujeres” que en su vida experimentó como ninguna otra criatura el amor de Dios, con su presencia materna entre nosotros nos está diciendo que Jesús es el Dios con nosotros hacia el cual debemos dirigirnos, escuchando su voz y haciendo lo que Él nos pide. La Virgen María, en efecto, ha venido y está presente entre nosotros para conducirnos a Cristo, nuestro único Maestro, nuestro único Señor de quien debemos depender, nuestro único Jefe a quien debemos pertenecer, nuestro único Modelo al que debemos conformarnos, nuestro único Pastor que debe protegernos, nuestro único Camino, nuestra única Verdad, nuestra única Vida, y nuestro único Todo en todas las cosas.

Queridos hermanos: Cuando contemplemos con fe y amor la bendita imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en su Basílica del Tepeyac, volverá a cumplirse lo que aconteció desde el principio: que junto al Evangelio que anuncia a Cristo, indisolublemente se hace presente también la Madre. Presente a favor de todos ustedes, amados hermanos, que en las horas difíciles, en los momentos de tribulación y de dolor, dirigen su mirada hacia Ella como hacia una fuente de agua viva en la que es posible encontrar las energías necesarias para motivar su valentía, su generosidad y su esperanza, y para proseguir el camino que conduce al encuentro cada vez más profundo con Jesús, no obstante las dificultades y los retos que la nueva época y el mundo en que vivimos nos presentan.

A lo largo de estas horas, viendo el entusiasmo y la fe con la cual todos ustedes han ido avanzando en esperanza hacia la casa de Santa María de Guadalupe, acompañando su caminar con la oración entusiasta y gozosa, me ha venido a la mente pensar que, si aún hay quienes dudan de si en Querétaro y en esta nación mexicana hay fe, ¡deberían venir a ver nuestros rostros! Que si hay alguien que piensa que México es un país laicista, ¡que venga y se una a nuestra peregrinación, que comparta nuestro alegre cansancio y que abra sus ojos para ver! Que si hay quienes creen que la religión católica no da para más, ¡que vengan y contemplen el milagro cotidiano del Tepeyac que se lleva a cabo en los miles y miles de peregrinos que con amor confiado van al encuentro de La Madre!

¡Ojala la devoción a la Santa María de Guadalupe, se mantenga siempre viva en México, y en todos los mexicanos y mexicanas! Ojalá que ustedes y todo padre de de familia jamás dejen de enseñar a sus hijos a invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo. Sabemos que la vida es breve, y que es en ella que debemos conquistar la Vida eterna haciendo el bien; y el bien fundamental, para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, está en formar y en educar a los hijos, transmitiéndoles el sentido cristiano de la existencia, de manera que ellos a su vez lo transmitan a sus hijos.

Demos, pues, gracias a Dios hermanos, por la presencia maternal de María en la historia de este pueblo. Ella ha guiado a los que les trajeron la fe, a los que les han enseñado a rezar. Ella ha hecho fructificar en los corazones de los mexicanos de buena voluntad, pensamientos de paz y no de aflicción. Ella les ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y de felicidad futuras.

Pongamos bajo el manto cubierto de estrellas de Santa María de Guadalupe, nuestras personas con sus necesidades e intenciones, y pongamos también nuestra preocupación por las familias y por la misma institución familiar, seguros de que Ella nos ayudará a  transformar esa preocupación en esperanza. Le pido y le pediremos, que nos dé fuerza apostólica para saber, no sólo resistir, sino también para difundir con claridad y serenidad el patrimonio invalorable de nuestra fe.

Y pongamos bajo la protección de la “bendita entre las mujeres”, a todas las mujeres de México: a las esposas, a las viudas, a las novias, a las hijas, para que, sostenidas por el amor de Dios y por el amor de ustedes, se esfuercen por imitar a nuestra Madre la Virgen.

Agradezcamos al Señor por las virtudes femeninas con las que ellas contribuyen al bien de todos y que por todos deben ser siempre apreciadas, valoradas y alentadas. Que la Virgen María nos ayude a mirarlas y a tratarlas con respeto, comprensión, ternura y fortaleza, en y desde la fidelidad mutua y la fidelidad a Dios y a María. Será así que lograrán hacer de cada hogar un remanso de paz y una fuente de alegría cristiana.

Que Ella, la siempre fiel a su divino Hijo, nos sostenga en el compromiso existencial de ser y de estar con Cristo, y de llevar a cabo con fidelidad la tarea que a cada uno ha encomendado el Señor.

¡Santa María de Guadalupe, Madre de Cristo, Madre Nuestra, Reina de México, condúcenos siempre a Jesús y acompaña a todos y cada uno de tus hijos en su camino hacia el cielo!

Santa María de Guadalupe: ¡ruega siempre por nosotros, por nuestras familias, por nuestra Patria, por toda la diócesis de Querétaro y por la Iglesia entera!

Amén.

† Christophe Pierre
Nuncio Apostólico en México