Homilía en el Festejo Jubilar del Decanato de Santiago

Santiago de Querétaro, Qro., 4 de Julio de 2008

 

Hermanos Presbíteros, Hermanos Religiosos, Hermanas y Hermanos:

1.  Dios, Padre misericordioso, pague a ustedes su caridad al convocar y tomar parte en esta  asamblea litúrgica, para ayudarme a dar gracias por estos veinticinco años de mi servicio episcopal en esta Diócesis, a la que el Señor ha enriquecido con numerosos dones, carismas y gracias en el transcurso de su larga historia. Que el Señor cubra con su misericordia mis deficiencias, para que el servicio que me ha pedido no desmerezca en la lista de pastores generosos y sabios que ha regalado a esta porción de su Iglesia. Recorriendo los titulares y patronos de las parroquias y templos que integran este Decanato, veo que conforman una larga letanía, en la que figuran grandes Misterios de nuestra salvación, dulces títulos Marianos, santos Fundadores de grandes órdenes y de congregaciones religiosas y Santos y Mártires que gozan de la veneración del pueblo creyente y a cuya protección nos acogemos confiados. Que los Santos del cielo reciban esta acción de gracias para gloria de la Santa Trinidad y para nuestra salvación.

2.  La lectura del profeta Amós nos lleva a los tiempos de prosperidad económica del reino de Israel, en especial de su capital Samaría. Lujos, vino, extorsión, injusticia, fraudes, olvido de Dios y de sus mandamientos, de cuyo cumplimiento dependía la posesión de la tierra prometida y el disfrute de la paz. El profeta, humilde pastor y recolector de higos, se estremece ante la impiedad del pueblo elegido, y la palabra divina le obliga a anunciar que el Señor “hará que se oscurezca el sol en pleno día y, a plena luz, se cubrirá la tierra de tinieblas. Se convertirán en duelo las fiestas y en gemidos sus canciones”. Son palabras tristes y sombrías, que reflejan lo que sucede a un pueblo cuando se aleja de los mandamientos del Señor, verdad no extraña también para nosotros. El olvido de Dios es la destrucción del hombre. Cada vez hay más llanto y dolor en las calles de nuestra ciudad y más violencia en la intimidad de los hogares; cada amanecer parece más sombrío, sobre todo para las nuevas generaciones. Lo miramos sin quererlo ver.

3.  El remedio, la salvación, la vida y la felicidad vendrán siempre del Señor, de la escucha obediente de su palabra. Llegará el momento en que el pueblo, “envuelto en llanto y amargura, como de luto por el hijo único”, recapacite y “sienta hambre de oír la palabra de Dios”; pero “andarán errantes buscando la palabra del Señor, pero no la encontrarán”. Se les quitará el acceso a la palabra de Dios. Esta es la tragedia mayor para el pueblo de Dios. Israel nació de la palabra de Dios pronunciada en el monte Sinaí en forma de Diez Mandamientos. El pueblo olvidó que éste era su origen, su sustento; que debía vivir “no sólo de pan, sino de la palabra salida de la boca de Dios”. Lo olvidamos también hoy. No lo olvidemos nosotros, hermanos presbíteros, que el primer alimento del pueblo de Dios es su santa Palabra. El Concilio llama a la Palabra de Dios “sustento y vigor de la Iglesia, fuente pura y limpia de vida espiritual”. Sin la Palabra de Dios, el pueblo crece desnutrido espiritualmente, se debilita su fe y degenera en superstición. No desmayemos en anunciar la palabra de Dios, con toda su fuerza y con toda su verdad, como  Amós, porque ésta es la vida del pueblo, aunque no lo sepa o no lo quiera saber. Es nuestro deber.

4.  La santa Iglesia, Madre solícita de sus hijos, ofrece a todos los fieles, con el próximo Sínodo de los Obispos y con el recién inaugurado Año Paulino, una ocasión propicia para incrementar nuestro servicio anunciando, “a tiempo y destiempo”, la Palabra de Dios. “Siempre que escucho una lectura de las cartas de Pablo, me alegro con el sonido de esa trompeta espiritual. Me siento entusiasmado y experimento un ardiente deseo… Pero me apena y me duele que no todos conozcan a ese hombre como él se merece”, decía san Juan Crisóstomo. Recordemos que la palabra de Dios tiene que hacerse “cultura” para que penetre, eche raíces, crezca y fructifique. Las grandes órdenes religiosas fueron maestras en la inculturación del evangelio. En nuestra ciudad episcopal, todavía se respiran algunos hálitos cristianos, que necesitan recobrar su espíritu y su densidad católica. En el arte y en la liturgia hay ya esfuerzos notables; queda el campo de la modernidad y de las nuevas tecnologías, en especial la de los medios de comunicación. Los medios profanos, a lo más, nos servirán de aguijón, no de púlpito, pues otros, muy ajenos a los nuestros, son sus intereses. Urge potenciar los nuestros. La imagen televisiva es atrayente, no despreciable, pero insuficiente por manipulable y fugaz. Impacta mucho pero cala poco. Nada podrá sustituir a la palabra cuando ésta es alentada por el espíritu y escrita con la verdad. El analfabetismo religioso y cultural nos hace víctimas de la idolatría y de la superstición.

5.  Es precisamente el evangelio que escuchamos el que  nos estimula a levantarnos y a caminar. Jesús vio a Mateo, “sentado en la mesa de recaudador”. Mateo, por su condición de cobrador de impuestos y de colaborador con un poder extranjero, era doblemente despreciable. Su figura inmóvil, estática, “sentado a la mesa de recaudador”, en actitud sólo de recibir sin compartir, lo pone en vivo contraste con un Jesús dinámico, caminante, que lo ve y, al pasar, le dice: “Sígueme”. En Jesús todo es movimiento, acción, vida, novedad, misión. No le dice a dónde va, no le señala un destino, sino simplemente le dice que tiene que seguirlo. Entre todos, sólo a él “vio”. Ahora tiene que seguirlo. Tiene que hacerse discípulo misionero: ir tras Él y con Él. Con la palabra de Jesús, actúa la gracia: “Él se levantó y lo siguió”. La gracia es poderosa: dejó mesa, oficio y profesión. Tras el seguimiento de Jesús, viene la celebración “en la casa de Mateo”, que es también lugar de reunión “de muchos publicanos y pecadores”, y que es desde ahora la casa donde todos se sientan a “comer con Jesús y con sus discípulos”. El banquete del Reino de los cielos queda a disposición de todos los hombres. Sólo se excluye quien no quiere.

6.  Hermanas y hermanos: ¿Nos damos cuenta de lo maravilloso de esta escena? ¿No es esta una imagen extraordinaria de la Iglesia? ¿No es esto lo que estamos haciendo aquí?  Esta imagen hermosa de Jesús, sentado a la mesa con los discípulos y rodeado de pecadores, nos manifiesta el corazón misericordioso del Padre del cielo. Esto sólo lo puede hacer Jesús, porque sólo él conoce el corazón de Dios, y es lo que escandaliza a los “fariseos” de antaño y sigue escandalizando a los de hogaño. Reaccionan ensañándose con los más débiles, con los discípulos: “¿Por qué su maestro come con publicanos y pecadores?”. Es el reclamo de siempre, de los que se sienten poderosos y jueces. Pero la Iglesia, cuerpo sacrosanto de Cristo y morada santa de su Espíritu, es y seguirá siendo “casa y escuela de comunión”, “comunión de los santos” y “la casa de los pecadores”. Es la nueva casa de Mateo –Iglesia apostólica– donde Jesús, defendiendo a sus discípulos, reitera sin cesar a los modernos fariseos: “Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia, no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13). Nosotros estaremos siempre, hermanos presbíteros, como pecadores entre los pecadores, pero, por gracia divina, ministros de su misericordia y de su perdón.

7.  La Virgen Santísima, a quien ahora celebramos con el dulce título de “Refugio y auxilio de los pecadores”, nos conceda su poderosa ayuda para que, arrepentidos de nuestros pecados, alcancemos de la misericordia divina la eterna felicidad”. Amén.

 

† Mario de Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro