Homilía en el Decanato de San Pedro la Cañada en el Festejo de Año Jubilar Episcopal

Santiago de Querétaro, Qro., 4 de Enero de 2008

 

Hermanos Presbíteros, Jóvenes Seminaristas, Hermanas y Hermanos todos:

1. “Toda la tierra ha visto al Salvador”, respondíamos a coro a la invitación que nos hacían los salmistas ―el autor del salmo y el cantor― a “cantar al Señor un cántico nuevo”, por las maravillas que ha hecho entre nosotros. Sí, hermanas y hermanos, toda la tierra, y nosotros más con los ojos de la fe, hemos visto al Salvador, al Hijo de Dios hecho hombre, al Todopoderoso convertido en débil criatura, arrullado en los brazos de una mujer. Toda la tierra ha visto al Salvador, porque a todos se nos ha manifestado, por medio de los pastores, por medio de los Reyes de Oriente, y hasta por medio de los enemigos gratuitos quienes, como Herodes, con su ira han contribuido a difundir la maravilla del nacimiento del Mesías. También ahora todos los hombres, aunque a veces a tientas, por motivos comerciales y hasta de hostilidad, se han gozado de nuestras fiestas de Navidad.

2. Agradezco a los hermanos sacerdotes del Decanato de San Pedro Apóstol el haber propiciado este encuentro y a ustedes, hermanas y hermanos, su presencia, su fe en el Señor Jesucristo y su amor a la Santa Iglesia. Aquí vivimos de manera significativa, con la persona de su Pastor, el misterio de la Iglesia, pues, como bien sabemos, “donde está el Obispo está la Iglesia”. Aquí, gracias a nuestra fe común, se hace presente en plenitud la comunidad de la salvación, que es también una maravilla del Señor. De manera particular agradezco al padre Rector del Seminario y a los Padres formadores el recibirnos en esta casa santa que es el Seminario Conciliar Diocesano. A Nuestra Señora de Guadalupe, la Virgen Inmaculada, le pedimos, lo mismo que a los Santos titulares de sus parroquias: a Señor San Pedro, al obispo San Alfonso María de Ligorio, a nuestro mártir mexicano San Felipe de Jesús, que nos mantengan siempre firmes en la santa fe católica, adornada con las buenas obras.

3. El santo evangelio que escuchamos nos habla del encuentro de los primeros discípulos con Jesús. Se trata de dos discípulos de Juan el Bautista que, al ver que les señala “el Cordero de Dios” que pasaba frete a ellos, dejaron a su antiguo maestro y “siguieron a Jesús”. San Juan dirá en el prólogo de su evangelio que Juan el Bautista “no era la luz”, sino que vino “a dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él”. Juan Bautista es la lámpara que alumbra el camino hacia la Luz. La Luz es Cristo. Juan el Bautista es la voz que clama en el desierto para que nosotros podamos escuchar la Palabra que resuena en el mundo entero. Juan es movido por el Espíritu, pero no lo puede comunicar; sólo bautiza con agua. Cristo, lleno del Espíritu, lo posee y lo puede comunicar; es el que bautiza con el Espíritu Santo. Jesucristo, porque posee el Espíritu, es el Salvador. Juan es el testigo de la luz, es el amigo del esposo, es la voz que anuncia la Palabra, es el Precursor, que, movido por el Espíritu, lleva a sus discípulos a la fuente del Espíritu, a Jesús.

4. Hermanos presbíteros y jóvenes seminaristas: Aquí tenemos bien señalado el campo de nuestra misión: Reconocer a Jesús como Salvador, dejarnos conducir por el Espíritu y señalar con el dedo, es decir, con nuestra vida, con nuestro ejemplo y con nuestra palabra, que Jesús es el que da el Espíritu Santo y que él es el Salvador. Nuestro sacerdocio se llama “ministerial” porque es oficio de servicio, para utilidad de los demás; es officium amoris, es servicio testimonial del amor de Dios. Nosotros debemos señalar el paso de Jesús, es decir, ser signos claros de su presencia y conducir a los fieles hacia él. También ustedes, fieles cristianos laicos, tienen por el Bautismo y la Confirmación, la misión de ser testigos de Jesús ante sus hermanos, en su familia y en su comunidad. Tanto los ministros ordenados como los fieles cristianos laicos, tenemos el modelo de nuestro ser cristiano y misión en la persona de Juan el Bautista: Ser testigos de la Luz, señalar y llevar a los hombres hacia el Salvador.

5. Para cumplir tan alta misión necesitamos no sólo seguir al Maestro, sino aprender a “estar con él”. Los discípulos, al seguir y acercarse a Jesús, le preguntan dónde vive, y él los invita, primero, a ver: “Vengan a ver” y, después que vieron, “se quedaron con él ese día”. Aquí comienza ya la responsabilidad personal de todo aquel que oye el testimonio de Juan el Bautista y ve pasar al Salvador; tiene que interesarse por él, acercarse a él y exponerle sus deseos: “¿Dónde vives?” “Vengan a ver”, contesta Jesús. Hay un lugar concreto donde vive, donde habita, donde mora Jesús y se le puede encontrar. La fe en Jesús siempre comienza con un encuentro en un sitio concreto, en la iglesia, en la comunidad o en una circunstancia particular. Jesús tiene una casa preparada para sus discípulos, para formar su comunidad. La casa común es la iglesia, la parroquia del lugar.

6. El encuentro con Jesús revela la identidad de los discípulos: Uno se llamaba Andrés, que era hermano de Simón Pedro. Andrés lo acerca a Jesús y Jesús le da un nombre nuevo, “Kéfas”, que significa “Roca”. De él hará la Piedra fundamental de su Iglesia. Cada discípulo recibe su misión. Hay otro discípulo que permanece anónimo, y no es porque ignorara el evangelista su nombre, sino porque ese espacio en blanco lo debe llenar cada uno de nosotros. Todos estamos llamados en la Iglesia a desempeñar una tarea: la de ser “testigos discípulos misioneros” de Jesús, nos dirán nuestros obispos en Aparecida, Brasil. ¿Qué es, pues, la Iglesia? Es la comunidad de discípulos misioneros de Jesucristo, que se encontraron con Él, que viven con Él y dan testimonio de Él, para que todos los hombres tengan la Luz de la Vida.

7. El fiel cristiano laico y el fiel cristiano presbítero están llamados a vivir en estrecha unión con Jesucristo y, por Jesucristo, con la santa Trinidad, con el Dios tres veces santo. La santidad de Dios es una, y una es la santidad de los cristianos, aunque ésta se viva según los carismas y las vocaciones de cada persona o grupo. Es “la vocación universal a la santidad” (Cf LG, V) a la que estamos llamados, pues todos debemos ser perfectos como lo es el Padre celestial. “Pedir el Bautismo, decía el Papa Juan Pablo II, es pedir ser santo” (Cf. NMI, 31). Las palabras de San Juan son hermosas y alentadoras: “Si ustedes saben que Dios es santo, tienen que reconocer que todo el que practica la santidad ha nacido de Dios” (1 Jo 2, 29), y que “quien practica la santidad es santo, como Cristo es santo”. El cristiano tiene “el germen de vida que Dios le dio” en el bautismo, y mientras permanece en él “no puede pecar, porque ha nacido de Dios”. En cambio, “quien vive pecando, se deja dominar por el diablo, ya que el diablo es pecador desde el principio”. El pecador tiene en su corazón la semilla del mal. “Todo aquel que no practica la santidad, no es de Dios; tampoco no es de Dios el que no ama a su hermano” ( Cf 1 Jo 3, 7ss). Es, dice, del diablo, como Caín.

8. Toda la acción pastoral de la Iglesia debe situarse en esta perspectiva de la santidad; más aún, la santidad es una “urgencia pastoral”, enseña el Papa Juan Pablo II (Cf NMI, 30). El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles. Los presbíteros tenemos la misión de ser “santificadores”, es decir, instrumentos para la santificación de los fieles, acercándoles los medios sobrenaturales que la Iglesia nos ofrece: testimonio de vida, palabra de Dios, oración, guía espiritual y santos sacramentos. Así, cada parroquia debe convertirse en una escuela de santidad. La misión del sacerdote es formar una comunidad de santos. Como este camino es múltiple, según las vocaciones y estados de los fieles, “exige una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de las personas”, dice el Papa (NMI 31). En una palabra, el sacerdote debe ser santo porque Dios es santo y porque su misión es santificar a sus fieles. El sacerdote actúa in persona Christi, “el Santo de Dios”. Esta pedagogía se aprende desde el Seminario y los Padres formadores tienen a Jesús, el Buen Pastor, como modelo a imitar y proponer. Un ejemplo preclaro es san Rafael Guízar Valencia, que preside nuestro Seminario, cuyo epitafio traducido en parte, reza:

“Yace aquí Rafael, digno del nombre de pastor,

 pues amante

 supo a las ovejas de Veracruz apacentar,

 hasta el postrer instante.

 Él se opuso, constante,

 leyes injustas acatar…

 Despreciador del oro,

 tuvo a Jesús por único tesoro,

amándole, de suerte

 que dulce, por Jesús, le fue la vida,

como dulce también le fue la muerte”

(P. Escobedo).

9. Esta pedagogía de la santidad se inicia con el arte de la oración. La oración personal, la meditación de la Escritura o lectio divina, la Liturgia de las Horas, la vivencia de los Sacramentos y, sobre todo, con la celebración de la Eucaristía.  La oración se origina de la fe y la fe se alimenta de la oración. Como “la fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística, dice el Papa Benedicto, y se afirma de modo especial en la mesa de la Eucaristía…, el Sacramento del altar está siempre en el centro de la vida eclesial; ‘gracias a la Eucaristía la Iglesia renace siempre de nuevo’.Cuanto más viva es la fe eucarística en el Pueblo de Dios, tanto más profunda es su participación en la vida eclesial a través de la adhesión consciente a la misión que Cristo ha confiado a los discípulos” (Sacramentum Caritatis, 6). Lo primero que tiene que aprender el sacerdote es a amar y vivir la Eucaristía; a celebrarla dignamente y a educar a sus fieles en una participación “activa y conscientemente” (SC 11) en ella, y los frutos serán una comunidad viva, apostólica, santa y misionera. Toda la renovación de la Iglesia y de la parroquia dependen del Sagrario y del Altar. En la santa Eucaristía no sólo se hace presente la santidad de Dios, sino el mismo Santo de Dios, Jesucristo nuestro Señor. Es necesario “fomentar la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla en el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse” tanto de los ministros como de los fieles (MND 18). Estas actitudes, vivificadas por el Espíritu, nos llevarán a ofrecer al Padre el culto en Espíritu y en Verdad, como él lo merece, y configurarnos a Él por la santidad.

10. Hermanas y hermanos: “Toda la tierra ha visto al Salvador”, canta la Iglesia en este tiempo de Navidad. En realidad, toda la existencia cristiana es y debe aparecer como una epifanía, una manifestación del Emmanuel, de Dios con nosotros. Es verdad, lo vemos todavía de manera oscura, “como en un espejo”, pero real, aunque no total: “Ya somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado aún cómo seremos al fin. Pero sabemos que, cuando se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jo 3,4). Los discípulos fueron invitados por Jesús a “ver” donde vivía y “permanecieron con él”. Esta invitación de Jesús a sus discípulos está en pié. Nosotros somos ese discípulo sin nombre, pero ahora bien conocidos por Dios, invitados no sólo a estar con él, sino a “ser como él”, a contemplarlo como imagen del Padre, lleno de gracia y de verdad. Les agradezco el haber venido a compartir esta hermosa esperanza en la presente celebración. Esta esperanza se hará realidad esplendorosa en todos nosotros, cuando el Señor nos llame a su presencia. Entonces veremos, contemplaremos, gozaremos y nos saciaremos en Él.

† Mario de Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro