Apenas 7 añitos y ya con el uniforme nuevo por estrenar soñando largas expediciones y aventuras mil en los bosques patrios, hice mi promesa Scout, verdadera escuela, hermana de la vida, y tres principios básicos a formar, el primero ya habitaba en mi corazón “Dios”, estaba íntimamente unido a mi ser niño y no terminaba el día ni lo iniciaba sin encomendarme a su gracia justo, en esas edades me ponía otro uniforme que era escarnio para algunos de mis amigos que se mofaban de mis faldas rojas de monaguillo, que delicia poder estar tan cerca del Misterio al lado del sacerdote entre incienso velas y oraciones; sin duda Dios estaba allí en cada momento de mis sueños infantiles.
La “familia” en los años 60-70 del siglo pasado era un núcleo muy compacto de cercanía constante, el padre y la madre eran los modelos a seguir y sus órdenes no necesitaban palabras, bastaban las miradas para saber qué querían de sus hijos, la comida diaria era nuestra Eucaristía cotidiana presidía el padre y todos esperábamos el final de la comida pues era en la sobremesa donde se hablaba de las cosas ordinarias, que con el tiempo se volvieron normas de vida, que ordenaban nuestro “Hogar”, sabios consejos aprendidos de los abuelos a los que en mis tiempos aún les besábamos las manos como bella señal de veneración a sus canas llenas de savia antigua y nueva y siempre necesaria.
Aun la televisión era una oportunidad de estar juntos, reunidos en la sala (antes de que se individualizara y cada uno llevara la suya a la mano), veíamos aquella programación que al toque de pequeñas voces españolas de la familia telerín “Vamos a la cama…” a las 9 en punto nos enviaban a la cama y a soñar, sí a soñar… ¡ese fue el mundo infantil que forjó a los hombres que hoy vislumbramos los 50 años como una cumbre de altas nieves alcanzada.
“Patria” es la palabra que hoy termina mi relato y es que es aun una carta inacabada, que hace días caminando por la plazoleta de la “Soberanía Nacional”, al lado del histórico y magnífico templo de Santo Domingo en la gran Ciudad de México, sin duda la más bella capital del mundo, en una fuente seca que enmarca la vista de arcos centenarios que una vez unieron el templo con el convento confiscado como todo lo bueno que forjó Patria.
Un águila porfiriana con las alas desplegadas en bronce contempla el paso el tiempo impasible, pero majestuosa, desafiante, pero humilde al amparo de la sombra del gran templo que la abraza al caer la tarde; sin duda en ese instante pasó por mi memoria de relator de historias, tantos rostros y personajes del pasado que forjaron patria; cavilando y entre suspiros de años jóvenes pasados cuando por vez primera pisé este lugar y afirmé servir y amar en cada acto de mi vida esta tierra sementera, amansada en sangre de hermanos. Una voz me despertó de mi sueño, un artesano de las letras que por allí son ya parte del decorado, me recordó la triste realidad del México que vamos dejando a las nuevas generaciones: −¿qué le hacemos patrón, un título, un certificado?− Más aún y con todo y eso, es un deber cristiano y un trabajo cotidiano el amar a “Dios” sirviendo a la “Patria” y construyendo en ella, un verdadero “Hogar”.
¡Qué vivan pues, los hombres y mujeres anónimos que a diario construyen esta gran nación, que viva México y los mexicanos!
Pbro. José Rodrigo López Cepeda Publicado en el periódico «Diócesis de Querétaro» del 14 de septiembre de 2014