CLAUSURA DEL AÑO JUBILAR MARIANO Y CIERRE DE PUERTA SANTA.

Santa Iglesia Catedral, Santiago de Querétaro, Qro. a 2 de febrero de 2020.

El día 02 de Febrero de 2020, Mons.  Mario de Gasperin Gasperin, Administrador Diocesano de nuestra Diócesis de Querétaro, presidió la Sagrada Eucaristía, en la Santa iglesia Catedral, de esta Ciudad de Querétaro, en la cuan se Cerro la Puerta Santa quedando clausurado el Año Jubilar Mariano por los 50 años de Patrocinio de la Virgen de los Dolores en Nuestra Diócesis, en el marco de Jornada Mundial de la Vida Consagrada, concelebraron esta Santa Misa Pbro. Lic. Sacramento Arias Montoya, Vicario Episcopal para la Vida Consagrada,  Pbro. Israel Arvizu Espino, Pbro. Francisco Gavidia Arteaga, y algunos otros que acompañaron en esta celebración. 

En el momento de la Homilía Mons. Mario les dijo: «Hermanas y hermanos consagrados: El Encuentro con el Señor. “Vayamos con alegría al encuentro del Señor”, fue la invitación que nos hizo la santa Iglesia al inicio de esta celebración. Desde tiempos inmemoriales, la iglesia celebra esta fiesta “con gran esplendor”, decía la peregrina Egeria en su visita a Jerusalén. Del Oriente llegó a nosotros esta festividad que fue acogida con regocijo popular. Se llamó un tiempo la fiesta del “Encuentro” (Hypomene), porque fue el Señor quien primero salió a nuestro encuentro, nos amó primero y vino  en búsqueda de la oveja perdida, y, al encontrarla,  lleno de gozo, la llevó sobre sus hombros hasta su redil. A nosotros ahora, como María con su pequeño en brazos, y como José con su ofrenda en mano, nos toca corresponder a ese amor, viniendo al encuentro del Señor en su Templo santo, como indica el profeta Malaquías, para purificar nuestro corazón, para presentarle nuestra acción de gracias y reafirmar nuestra pertenencia a Él.

La obediencia de María y José. En el relato evangélico de la “Presentación del Señor,  aparecen siempre  juntos María y José con su pequeño. También nos habla de “la madre y el padre del niño”. Es la familia, es Israel quien se presenta ante el Señor, no con las manos vacías, sino con el “fruto bendito” de la virgen “Hija de Sion”, ahora Madre del Salador. José, es “el hombre justo”, el fiel  observante de la Ley de Dios, y María es “la esclava del Señor”, obediente y humilde  cumplidora de su Palabra, acogiéndola primero en su corazón y luego en su seno maternal. Ambos, como fieles descendientes de Abraham, obedecen con religioso silencio y presentan a su Hijo como ofrenda al Señor. Jesús es el “hijo de la promesa”, el nuevo Isaac, y el verdadero “Cordero” sacrificado en el monte Moria, luego el Calvario, y ahora inmolado sacramentalmente en nuestro altar.

 María, la mujer eucarística. Así la ha llamado san Juan Pablo II, porque agradece y ofrece al Padre, en su Templo santo, la víctima propiciatoria por nuestros pecados. María inicia así el cumplimiento de la profecía de Simeón, presagiando la espada que traspasaría su corazón junto con el de su Hijo abierto en la cruz. José, el esposo de María y Padre providente de Jesús, con su ofrenda de pobre, rescata al Hijo, y, con su obediencia silenciosa, acredita su oficio y título glorioso de “patriarca”, custodio  de la familia de Dios, ahora la santa Iglesia. Allí los justos y santos del primer Testamento, representados en la persona de Simeón y de Ana, despiden lo antiguo a la vez que ofrecen lo nuevo como continuidad y plenitud del plan de Dios, que ahora nosotros llamamos Historia de Salvación.

 Icono de la Iglesia. Ana y Simeón, María y José con el pequeño en brazos y entonando himnos de alabanza, son un esbozo de la iglesia. Es ya la santa Iglesia que presenta a sus hijos e hijas, engendrados en el bautismo, ante el Señor en su templo. Es la pequeña asamblea que muestra con cantos su agradecimiento al Padre por el regalo de su llamado, de su encuentro y de su consagración a Él por toda su vida. La fiesta debe llamarse, anota el papa san Pablo VI, “la Presentación del Señor… para poder asimilar plenamente su amplísimo contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza por el sufrimiento y la persecución” (Marialis cultus, n.7).

 Sacerdote y Víctima. Este pequeño cuerpo que lleva María en sus brazos es el que pidió el Hijo al Padre eterno para tener algo digno que ofrecerle por nuestros pecados. En la escena evangélica no aparece, a pesar de estar en el templo, ningún sacerdote. En la pequeñez del hijo de María presentado como ofrenda de acción de gracias y como víctima propiciatoria, está ya presente nuestro Sumo y Eterno Sacerdote intercediendo por nosotros, que nos invita a unirnos cada día a su sacrificio para la redención del mundo. Es una víctima pobre: apenas una trozo de pan y una copa de vino; es una víctima inmaculada: el Cordero sin mancha de pecado; es una víctima obediente: se inmola asociando su voluntad a la del Padre. Es una vida consagrada por una ofrenda total de la persona al servicio de la redención humana. Con razón celebra la santa Iglesia, con luces festivas, al que es “Luz que alumbra a todas las naciones y gloria de su pueblo, Israel” y ahora, para nosotros, “Sol esplendoroso de justicia que nace de lo alto”, para hacer florecer con el rocío de su Espíritu a los renacidos en la fuente bautismal, con los carismas de  pobreza, castidad y obediencia al servicio de sus hermanos. Por los Consagrados y las Consagradas ora con cariño y gratitud la santa Iglesia en esta festividad para que su testimonio, avalado por el Espíritu, siga enriqueciendo a la santa Iglesia entre nosotros. Amén».   

Al terminar la celebración Mons. Mario les dio la bendición todos los allí reunidos.