CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA IN COENA DOMINI.

Santa Iglesia Catedral, Ciudad episcopal de Santiago de Querétaro., Qro., a 29 de marzo de 2018.

Año Nacional de la Juventud

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Se llevó a cabo la Solemne celebración de la Misa In Coena Domini, en la Santa Iglesia Catedral, ubicada en la ciudad episcopal de Santiago de Querétaro, Qro., el día 29 de marzo de 2018. Presidió la Celebración Mons. Faustino Armendáriz Jiménez, Obispo de Querétaro,  en esta Santa Misa se realiza el signo del “lavatorio de los pies” en el cual Mons. Faustino lavó los pies a 12 fieles previamente catequizados y preparados para realizar este signo, en la homilía  expreso: “Con la celebración de esta Santa Misa, conocida como la Cena del Señor, los cristianos católicos, damos inicio al Triduo Santo que nos permite ‘conmemorar’,  durante estos tres días, el misterio pascual del Señor resucitado, de tal manera que en el aquí y ahora de nuestra historia, también nosotros podamos hacer nuestras las gracias de este misterio tan grande. Pues como hemos escuchado en la carta del apóstol San Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos al muerte del Señor hasta que vuelva”  A continuación les compartimos  el texto de la homilía completa:

Queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:

Con la celebración de esta Santa Misa, conocida como la Cena del Señor, los cristianos católicos, damos inicio al Triduo Santo que nos permite ‘conmemorar’,  durante estos tres días, el misterio pascual del Señor resucitado, de tal manera que en el aquí y ahora de nuestra historia, también nosotros podamos hacer nuestras las gracias de este misterio tan grande. Pues como hemos escuchado en la carta del apóstol San Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos al muerte del Señor hasta que vuelva” (cf. 1 Cor 11, 26).

Pero ¿Qué fue realmente lo que pasó aquella tarde? y ¿Cómo es que hoy este sea un acontecimiento que sigue siendo actual para nosotros que los celebramos?

La liturgia de la Palabra nos ilumina y nos hace mirar haca la historia de Israel.  En la que Dios, de manera puntual y obstinada, libera al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Lo hace con la intención de llevarle a una tierra en el desierto, donde le rinda culto (cf. Ex 7, 16). Es el culto por tanto, el que aparece como única meta del éxodo, y únicamente puede realizarse conforme a la medida divina, una medida que está fuera de las reglas de juego del compromiso político. Es Moisés el encargado de sacar al pueblo y llevarlo por el desierto, sin embargo, no es una tarea fácil, pues está de por medio la voluntad del faraón, quien teme perder el trabajo de tantos esclavos israelitas, por lo que se niega  a cumplir el deseo del Señor. El faraón se obstina en no querer dejarlo salir, antepone escusas, expone condiciones, se niega constantemente. Sin embargo, a través de Moisés, Dios le hace ver que las cosas no son como él diga o pretenda, serán como el Señor mande. Hasta el punto en el cual después de enviarle un sin fin de plagas, toca al propio hijo del Faraón, hiriéndolo de muerte, esto provocará la salida. Una salida dramática pero liberadora; dolorosa pero sanadora; incierta pero esperanzadora. Israel sale de Egipto no para ser un pueblo como todos los demás. Sale para dar culto a Dios. Y para que conste que fue Dios quien lo hizo salir, ordena que se recuerde año tras año este acontecimiento como memorial perpetuo, estipulando un ritual, tal y como acabamos de escuchar en la primera lectura, donde la figura del ‘cordero pascual’ será el elemento fundamental e indispensable.  (Ex 12, 1-8. 11-14).

Con el paso del tiempo, el pueblo entendió que la tierra prometida era sólo una etapa en la verdadera liberación de Israel, y anhelaba un “mesías” libertador que lo liberara de todas las esclavitudes. En Elías vio al nuevo Moisés, sin embargo Elías era sólo un profeta. El último profeta fue Juan el Bautista que preparó la última etapa en el camino para que el verdadero mesías llegara. Dicha profecía se vio cumplida en Jesús de Nazaret,  a quien presentó como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Jesús prepara esta misión con un grupo de discípulos y “cuando llegó la hora”, manda preparar la fiesta de pascua, donde él mismo, como el verdadero Cordero Pascual se ofrece derramando su sangre en el árbol de la cruz.

La narración que acabamos de escuchar, tanto en la segunda lectura (cf. 1 Cor 11, 23-26) como en el evangelio (Jn 13, 1-15), nos ayudan a entender que, si bien es cierto que  Jesús celebró la fiesta de pascua con sus discípulos, también es cierto que con sus gestos y con sus palabras, le da un nuevo significado a la celebración de la Pascua. Pues al tomar el pan lo bendice, lo parte, y lo da diciendo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes” Luego con el cáliz hizo lo mismo, lo toma, da gracias y lo pasa diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza que se derrama por ustedes”. “Hagan esto en mía”. Por lo evangelios sabemos muy bien que estas palabras sólo se pueden entender en el contexto de lo que vino después; al subir al madero de la cruz y ofrecerse como cordero pascual, su carne es el verdadero alimento y su sangre es la sangre que sella la nueva alianza en el corazón de todos aquellos que lo acepten como Señor y Dios. Como dice Melitón de Sardes “Él nos ha hecho pasar de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al reino eterno, y ha hecho de nosotros un sacerdocio nuevo, un pueblo elegido, eterno. Él es la Pascua de nuestra salvación” (Homilía sobre la Pascua, SC 123, 95-101). De este modo el nuevo Israel, que es la Iglesia, es liberado de las esclavitudes del corazón, no para ir a un tierra prometida que mana leche y miel, sino para rendir el verdadero culto que a Dios le agrada, es decir, el culto en espíritu y en verdad (Jn 4, 24).

La Iglesia a lo largo de su historia ha creído que cuando celebra aquel mandato de Jesús, celebra la pascua y hace suyas las promesas que Jesús hizo aquella noche. Y bajo el velo de los sacramentos y con  la acción del Espíritu Santo prometido, celebra, profesa  y vive  que aquel pan y  aquel vino ‘eucaristizados’, es el verdadero Cordero Pascual que quita los pecados del mundo.

A lo largo de los años, aquello que el Señor Jesús nos mandó celebrar, la Iglesia lo ha llamado de diferentes maneras: Misa, Eucaristía, Fracción del Pan, Banquete Eucarístico, Memorial del Señor, Cena Pascual, Última Cena, significando todos estos nombres lo mismo. Hoy, nosotros que nos encontramos aquí para recordar y celebrar aquel acontecimiento, no asistimos a una obra de teatro, o una representación, en la cual simulamos  o repetimos lo que Jesús hizo y dijo. No, lo que nosotros hacemos hoy y cada que celebramos la Santa Misa, es un “memorial” es decir, una actualización de aquel misterio, sólo que nos ayudamos de los signos que la liturgia nos ofrece. Estos signos no son invento nuestro. Son signos cargados de un profundo significado histórico – teológico, en el que desempeña  un papel preponderante la palabra de Dios leída y explicada en la liturgia de la Palabra, de tal forma, que no se entiende que exista una Santa Misa, sin leer y escuchar la “Palabra de Dios”. Otro elemento fundamental es el “rito” que desarrollamos, el cual hunde sus raíces en la tradición de la Iglesia, como san Pablo nos lo ha dicho: “Lo que yo recibí es lo que ahora yo les trasmito” y para garantizar que esto sea fiel, es indispensable respetarlo y celebrarlo como la Iglesia lo ha hecho a lo largo de los años. Otro elemento fundamental es la “persona del sacerdote”, quien tras recibir la ordenación sacerdotal, recibe las facultades necesarias para cumplir esto. La Iglesia cree y así lo enseña que los sacerdotes aunque somos seres humanos comunes, recibimos la fuerza del Espíritu para trasformar el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo, esto es un mandato divino. De tal forma que cuando celebra la santa Misa, es el mismo Cristo quien está presente en medio de su asamblea, actuando in persona Christi.

Queridos hermanos, esto es lo que creemos y da fundamento y sentido a muchas de las cosas que vivimos en la Iglesia, de tal forma que la Eucaristía es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, pues sin ella muchas cosas no tendrían sentido. Esto es lo que celebramos, cada domingo y cada vez que nos reunimos en asamblea eucarística. Esto es lo que estamos llamados a vivir, especialmente cuando lavamos los pies unos a otros, tal y como el Señor nos enseñó, y cuyo gesto  en breve recordaremos.

En esta noche santa, pidámosle a Dios que aumente nuestra fe, de tal forma que cada vez que celebramos la Santa Misa, seamos capaces de cantar el misterio glorioso del Cuerpo y Sangre de Cristo.  El tiempo cultural que estamos viviendo se caracteriza por no estar en grado de garantizar que nuestros valores pasen a las siguientes generaciones con la pureza y genuinidad que le son propias. Yo quiero invitarles a todos ustedes para que a partir de ahora, nos demos la oportunidad de conocer más el valor y significado de la Santa Misa, y que así, sobretodo las jóvenes generaciones, sean capaces de valorarla y de encontrar en ella una fuente de vida y de salvación. Como ha sido y significado para muchos jóvenes a lo largo de la historia. Al grado que algún día sean muchos los que puedan llegar  a decir: “Sin el domingo no podemos vivir”. “Sin la Eucaristía no podemos vivir” “Sin la celebración de la misa no podemos vivir”. Aquí hay muchos jóvenes, quiero decirles: “Atrévanse a conocer más la Eucaristía y sabrán que bueno es el Señor”. “Atrévanse a hacer de la Eucaristía su pascua y puedan así adorar en sus vidas en espíritu y en verdad, al Dios verdadero,

Que a todos, el Señor en esta noche, no abra los ojos del corazón para que contemplando las especies eucarísticas de pan y vino, seamos capaces de decir como aquel oficial romano que estaba junto a la cruz: “De veras este hombre era hijo de Dios”. Amén.