HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL VIERNES DE DOLORES.

Basílica  de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano, Soriano, Colón Qro., viernes 12 de abril de 2019.

Año Jubilar Mariano

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Muy queridos peregrinos,

Hermanos y hermanas todos en el Señor:

  1. Sumergidos en el clima de la Cuaresma y ante la inminente celebración de la Semana Santa, el día de hoy, nos hemos congregado en este Santuario para honrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores de Soriano y poder así, con actitud reverente, depositar en sus manos y bajo su mirada, todos nuestros sufrimientos, angustias y necesidades, pidiéndole su intercesión amorosa. Lo hacemos de manera muy especial en el contexto de su Año Jubilar que nos prepara para celebrar con gran solemnidad el próximo 31 de octubre, los diez lustros de haber sido declarada patrona principal de esta Diócesis.
  1. Numerosas han sido las gracias y las bendiciones que su amor maternal nos ha obtenido de su Hijo Jesucristo y sin embargo, mediante sus virtudes como Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora no deja de salir al encuentro de los que más sufren en el cuerpo o en el espíritu. Al venir nosotros en este día ¿qué nos enseña? ¿qué nos dice? ¿de qué nos habla?
  1. Hoy quisiera que nos fijásemos en una cosa solamente: María, nos enseña que el dolor humano y el sufrimiento tienen sentido cuando se unen a la cruz de su Hijo y a su misterio redentor. Si bien es cierto que el dolor y el sufrimiento desde el punto de vista humano y racional, carecen de sentido y de una explicación que lo justifique. Para poder percibir la verdadera respuesta al « por qué » del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento, que es siempre un misterio; somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el « por qué » del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino.
  1. Para hallar el sentido profundo del sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios, hay que abrirnos ampliamente al sujeto humano en sus múltiples potencialidades, sobre todo, hay que acoger la luz de la Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden transcendente de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El Amor es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta sobre el sentido del sufrimiento. Así lo escuchamos en el Evangelio, cuando el Apóstol san Juan nos dice: « Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna » (Jn 3, 16). En este sentido debemos estar ciertos de que Dios da su Hijo al « mundo » para librarnos del mal, que lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del sufrimiento. (cfr. Salvifici doloris).
  1. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo. En su misión salvífica Él debe, por tanto, tocar nuestro mal en sus mismas raíces transcendentales, en las que éste se desarrolla en la historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la muerte, y vence la muerte con su resurrección. (cfr. Salvifici doloris).
  1. La cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante la luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre el sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio de la pasión está incluido en el misterio pascual. En este sentido los testigos de la pasión de Cristo somos a la vez testigos de su resurrección. (cfr. Salvifici doloris).
  1. Quienes participamos en los sufrimientos de Cristo estamos también llamados, mediante nuestros propios sufrimientos, a tomar parte en la Pablo expresa esto en diversos puntos. Escribe a los Romanos: « Somos … coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él para ser con Él glorificados. Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros ». Los testigos de la cruz y de la resurrección debemos estar convencidos de una cosa fundamental « por muchas tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios » (hech 14, 22). Pues como escribe san Pablo: « Nos gloriamos nosotros mismos de ustedes… por su paciencia y su fe en todas sus persecuciones y en las tribulaciones que soportan. Todo esto es prueba del justo juicio de Dios, para que sean tenidos por dignos del reino de Dios, por el cual padecéis ». (2 Tes 1, 4-5). Así pues, la participación en los sufrimientos de Cristo es, al mismo tiempo, sufrimiento por el reino de Dios. A los ojos del Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino. Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de Cristo, que fue el precio de nuestra redención: con este precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la historia del hombre, llegando a ser la perspectiva definitiva de su existencia terrena. Cristo nos ha introducido en este reino mediante su sufrimiento. Y también mediante el sufrimiento maduran para el mismo reino los hombres, envueltos en el misterio de la redención de Cristo. (cfr. Salvifici doloris).
  1. Queridos hermanos y hermanas, « El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca, puede faltar la cruz » (Gaudete et exultate, 75). A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él, el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual (cf. Salvifici doloris, 26). La fe en la participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la certeza interior de que el hombre que sufre « completa lo que falta a los padecimientos de Cristo » (Col 1, 24); que en la dimensión espiritual de la obra de la redención sirve, como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas.
  1. En este sentido, es ante todo consolador —como escuchamos en el Evangelio Jn 19, 25-27— notar que al lado de Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a Él está siempre su Madre Santísima por el testimonio ejemplar que con su vida entera da a este particular Evangelio del sufrimiento. En Ella los numerosos e intensos sufrimientos se acumularon en una tal conexión y relación, que si bien fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también una contribución a la redención de todos. En realidad, desde el antiguo coloquio tenido con el ángel, Ella entrevé en su misión de madre el « destino » a compartir de manera única e irrepetible la misión misma del Hijo. Y la confirmación de ello le vino bastante pronto, tanto de los acontecimientos que acompañaron el nacimiento de Jesús en Belén, cuanto del anuncio formal del anciano Simeón, que habló de una espada muy aguda que le traspasaría el alma, así como de las ansias y estrecheces de la fuga precipitada a Egipto, provocada por la cruel decisión de Herodes.
  • Más aún, después de los acontecimientos de la vida oculta y pública de su Hijo, indudablemente compartidos por Ella con aguda sensibilidad, fue en el Calvario donde el sufrimiento de María Santísima, junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente imaginable en su profundidad desde el punto de vista humano, pero ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para los fines de la salvación universal. Su subida al Calvario, su « estar » a los pies de la cruz junto con el discípulo amado, fueron una participación del todo especial en la muerte redentora del Hijo, como por otra parte las palabras que pudo escuchar de sus labios, fueron como una entrega solemne de este típico Evangelio que hay que anunciar a toda la comunidad de los creyentes.
  • Hoy la Madre Dolorosa sigue presente, de pie junto a la cruz de su Hijo,  especialmente por la muerte y el asesinato de sus hijos. Por la desaparición de muchos de ellos. Por el asesinato de tantos y tantos niños en el vientre de sus madres. Hoy la Madre de pie, afligida y dolorosa cuando son sobajados y menoscabados los derechos de tantos obreros que por no perder su trabajo, soportan las injusticias de sus patrones; hoy, la Madre piadosa con la espada que traspasa el corazón, sufre por ver a tantos hombres y mujeres metidos en las garras de las drogas, de la violencia, y del crimen organizado.
  • En este valle de lágrimas, pidámosle a Ella que nos enseñe a no desfallecer, que nunca aparte de nosotros esos sus ojos misericordiosos y que después de este destierro, nos muerte a Jesús el fruto de su vientre. Amén.

+ Faustino Armendáriz Jiménez

IX Obispo de Querétaro